Entrevista a la directora del Centro Nacional de Asistencia a Víctimas de Violaciones a los Derechos Humanos
Claudia Rafael
Fabiana Rousseaux habló de la memoria, de la imposibilidad de poner palabras al horror y de la imperiosa necesidad de preservar a las «víctimas–testigo».
A sus espaldas, el general Bendini descuelga una y otra vez el cuadro de Videla. Es un gesto continuo. Que permanemente obliga a recordar. «Tengo las dos fotos porque, la verdad, nunca pude decidir cuál me gusta más», confiesa una vez concluida la entrevista en su despacho del microcentro porteño. Fabiana Rousseaux es psicoanalista y sabe de lo que habla. Su padre, Miguel Angel Rousseaux, delegado gremial de la fábrica Gillette, fue engullido por el terror de Estado el 12 de mayo de 1976. Hoy ella dirige el Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Fernando Ulloa, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Y estará el lunes y martes próximo en Olavarría en las jornadas de capacitación de cara al juicio por las desapariciones, tormentos y homicidios cometidos en el centro clandestino de detención Monte Peloni. En entrevista con este diario, Rousseaux habló de la imposibilidad de nombrar el horror, del rol de las víctimas-testigo y aseguró que «así como decimos que de una audiencia nadie sale ileso, para una sociedad es lo mismo».
–¿Qué se pone en juego ante la cercanía de un juicio como el de Monte Peloni? ¿Cómo se procesa?
–Por un lado, estamos habituados a una forma de administración de justicia donde las técnicas procesales implican trabajar con testigos de determinados delitos. Al tratarse de derecho penal, la cuestión vinculada a la función del testigo –es decir, el testimonio como prueba central de los hechos que se van a juzgar– implica poder estar atentos a las necesidades de todos los testigos. Sin embargo, en los juicios ligados a delitos de lesa humanidad no podemos no hacer una diferenciación central entre lo que es una víctima-testigo y lo que es un testigo del juicio. Porque hay también testigos propuestos por la defensa que son centrales para la corroboración de los hechos. Sin embargo, nuestro trabajo como equipo que aplica una política de reparación a víctimas del terror de Estado, de hechos ocurridos y provocados por el Estado, implica una consideración central respecto de cuál es la posición que tienen las víctimas–testigo. Eso nos llevó a nosotros a plantear una herramienta de trabajo que fue el protocolo de intervención para la asistencia. Donde proponemos dos giros teóricos. En vez de hablar de la figura penal del testigo-víctima, invertirlo y hablar de víctima-testigo y poner en primer lugar la condición de víctima, que está involucrada, y va a dar testimonio de delitos de lesa humanidad. Y va a producir además un relato histórico. El segundo giro, es que si bien el testimonio en términos penales es una obligación de los testigos, en estos casos además de obligación se convierte en un derecho. Porque las personas que esperaron durante tres décadas relatar lo vivido, tienen el derecho de hacer un relato con los límites que tiene contar el horror, porque no se puede volcar al testigo a contar cualquier cosa, porque significa revivir los hechos y tiene un riesgo.
–Teniendo en cuenta que los primeros testimonios se dieron hace 20 años o más ante la Conadep, por ejemplo… ¿cómo se sostiene ese relato sobre lo vivido en carne propia a pesar del tiempo transcurrido?
–Sostener el mismo relato es imposible. En parte porque se fueron enriqueciendo en 20 años. Los sobrevivientes y sus familiares impulsaron la búsqueda de la verdad durante todos los años en que el Estado estuvo ausente de las investigaciones y donde incluso, se legalizó la impunidad argentina. Esto produjo un impacto muy complejo en los sobrevivientes que habían tenido el valor de declarar en el juicio a las Juntas porque la conclusión, después de las leyes de impunidad, fue: el Estado no creyó en nuestros relatos. Eso pulsó durante todos estos años psíquicamente en cada uno de modo muy particular. Hay 110 juicios que se llevaron a cabo en 22 provincias de 2006 a esta parte y muchas de estas personas insistieron en analizar y vincular un sobrenombre o el alias de un represor con la cara o el nombre de la persona que hoy es posible de juzgar. A veces, cuando hablamos con los operadores judiciales, les planteamos que parte de la técnica procesal común y habitual como pedir que una víctima reconozca por fotografías a la persona que lo torturó en estos juicios puede concluir en una situación ofensiva para una víctima. Porque muchas víctimas, como parte de la metodología clandestina de tortura, secuestro, desaparición fueron sistemáticamente torturadas estando tabicadas. Por lo tanto, nunca supieron quién era la persona que los torturaba y mucho menos conocían sus nombres. En todo caso, a veces conocían el alias. Y sabemos que a pesar de los años transcurridos, las víctimas no pueden olvidar ni el perfume que usaba la persona que lo torturaba ni la tonalidad de su voz ni qué tipo de calzado usaba. Pero no puede conocer el nombre. Entonces, si un tribunal dice: «para que podamos probar lo que usted me relata, dígame si esta foto coincide con el represor», la víctima no va a poder hacerlo y eso provoca una angustia enorme y hace fracasar el testimonio. Con lo cual, son juicios que someten a tensiones permanentemente.
–¿Qué ocurre con las víctimas-testigos que llegan al juicio en estado de enorme vulnerabilidad cuando escuchan testigos de la defensa que siguen negando la existencia del horror?
–Es muy complejo el proceso. Porque a veces, muchas personas que declaran por primera vez, no sólo lo hacen ante el tribunal sino que sus familiares sentados en la sala de audiencias escuchan el relato por primera vez en la vida. Y se enteran ahí de lo que pasó a su madre, a su padre, a su esposo o esposa. Entonces, si además de que esperaron 30 o 40 años para hablar de lo vivido, se pone en tela de juicio la veracidad de los hechos, es absolutamente catastrófico en términos objetivos. Porque es como decían las SS a los liberados en los campos de concentración nazi: «si ustedes sobreviven, lo pueden contar porque total, nadie les creerá». Es que fue tan horroroso lo que han vivido, que no está en la representación de nadie creerlo. Y eso sigue afectando durante años a una persona que transitó el horror. Yo me lo sigo preguntando: qué hace que después de tres o cuatro décadas una persona decida poner en palabras el horror ante un tribunal y ante su propia familia. Esto genera indefectiblemente un nuevo efecto sobre la constitución familiar, sobre la constitución social y sobre el cuerpo. Muchos de ellos, después de vivir en primera persona la desaparición, tuvieron miedo de contar y sobre todo, porque cuando iban a servicios públicos se encontraban con médicos que intervenían sobre los cuerpos como lo hubieran hecho con cualquier otro. Y hay que tener ciertos recaudos ante un cuerpo que fue torturado. Hay una gran mayoría de mujeres que han tenido enfermedades ginecológicas muy serias que incluso derivaron en la muerte por no haber podido pasar la frontera de que un médico le pusiera un espéculo. U otros que no pudieron soportar que les hicieran un electrocardiograma con toda la representación que eso implica.
–Globalmente, las víctimas tenían entre 22 y 25 aproximadamente. Todos muy jóvenes. Y hoy todos superan los 60. ¿Cómo se diferencia poner palabras al horror en el momento y hacerlo treinta y pico de años después?
–El horror básicamente no se puede nombrar a ninguna edad. Es una imposibilidad lógica. Pero sí puede pasar, que como no se puede poner en palabras, se pone en actos o con una densidad muy potente, en el silencio, de la transmisión a las generaciones venideras. Nos encontramos a veces con que declara una persona. Su familia escucha las declaraciones. Y dos o tres meses después el nieto empieza a mostrar una sintomatología específica. Es que se pusieron en palabras situaciones familiares que se habían transmitido silenciosamente por décadas. Y esto también pasó en otros países que transitaron experiencias concentracionarias. Las generaciones venideras quieren poner en palabras aquello que quienes estuvieron directamente impactados por el horror no pudieron hacer. Se lo nombre o no se lo nombre.
–¿Cómo se tramitan todas las patologías derivadas del silencio en una sociedad que miró hacia otro lado?
–En Argentina, todavía convivimos con 400 personas que están desaparecidas con vida, que fueron apropiadas y no sabemos quiénes son. Y, por lo tanto, es un delito que se sigue cometiendo. Y marca sintomatologías actuales. Socialmente, a diferencia de otros países, quizás Argentina fue el que más insistió en poder conocer qué pasó y que se implicó más con la búsqueda de verdad. Pero es cierto que pensamos por momentos que podemos seguir la cotidianeidad como si no nos tocara. Pero vos fijate que la sociedad puede tolerar cualquier tipo de delitos pero no la desaparición. Es muy difícil hoy para una parte importante de la sociedad usar el término desaparición sin asumir una significación como la que tuvieron los desaparecidos durante el terrorismo de Estado en Argentina. Hace unos años el programa nacional de Búsqueda de Niños Extraviados, como se llama hoy, era Búsqueda de Niños Desaparecidos y hubo que cambiarle el nombre. Porque en este país, no se puede asimilar la desaparición a otra cosa. Y cada vez que algo retorna de alguna manera, algo hace ruido ahí.
–Una vez que un juicio como el de Monte Peloni concluye, ¿qué herramientas tiene la sociedad para tramitar el proceso que se vivió?
–Así como decimos que de una audiencia nadie sale ileso, para una sociedad es lo mismo. Por más intentos que haya de ocultar o renegar lo que se escucha, los efectos empiezan a aparecer. Todos empezamos a recordar cosas que dijimos no haber sabido nunca. Nos encontramos aún hoy todos con esta frase de «yo no sabía», «nunca me enteré». Y uno piensa: cuánto de aquello que decimos no recordar hemos visto u oído todos. Y cuánto reaparece en la memoria a partir del momento en que alguien lo pone en juego en el contexto de un juicio. En ese sentido, es donde decimos que una sociedad no sale de un juicio de la misma manera que entró o que estaba parada antes. Todos empezamos a recordar aquello que antes creímos no haber sabido nunca.
–Y una vez que se abre, ¿nunca más vuelve a cerrar o bien pueden surgir nuevos pactos sociales para el silencio?
–Pienso que pactos sociales para el silencio puede haber siempre. Pero creo que es muy difícil de domeñar el inconsciente social. Es mucho más fácil domeñar los pactos, las palabras, los acuerdos que lo que pasa inconscientemente. Por más que una sociedad tenga la intencionalidad de acallar o aplacar o renegar de lo sucedido, pulsa de todos modos por otras vías. Creo que hay movimientos de apertura y de cierre sin embargo, miremos el caso de España. Incluso salteó una generación que dejó de preguntar y volvió por otras vías, en una tercera generación que se planta y dice: queremos saber, exhumar las tumbas, los huesos y la memoria. Me parece que eso no tiene que tranquilizarnos porque, en definitiva, cuanto menos pongamos la oreja a lo que sucedió, más riesgos tenemos de que se vuelva en contra nuestra.
Este texto fue publicado en El Popular el 14 de junio de 2014.