Por Fabiana Rousseaux
… toda exigencia es insuficiente cuando se trata de emular el heroísmo absoluto. Y lo real es que, más allá de pequeños episodios de heroísmo o de santidad, la verdadera historia la hicieron contradictorios seres humanos.[1]
Si existe una estética del sacrificio, éste también conlleva una ética que no es homogénea, y es necesario especificar. Su estética fue modificándose en razón del transcurso de la historia y de las particulares maneras de posicionamiento frente a él.
Cuando Freud[2], tomando los estudios de Robertson Smith señala que el sacrificio, la acción sagrada, se funda en el acto de donar una ofrenda a la divinidad para reconciliarse con ella o granjearse su simpatía…habla de una cierta especificidad originaria de la idea de sacrificio que años más tarde Lacan cuestiona ubicando en el centro del sacrificio, en su punto nodal, la pregunta acerca del deseo de los dioses, un enigma relativo a ese deseo.
Una de las particularidades del acto sacrificial es la existencia de un entorno público donde éste sea inscripto como tal, ya que requiere de la existencia de un destinatario, lo que implica una garantía de la existencia del Otro.[3]
Tal como plantea Zizek, “el discurso sacrificial coloca al sujeto en la posición de víctima sagrada, pintándolo como una entidad intocable y horrenda, en síntesis, como un objeto en el sentido psicoanalítico”.[4] Este señalamiento puede resultar interesante para discernir algunas cuestiones vinculadas al lugar que tuvieron quienes participaron activamente de los acontecimientos que marcaron la década del ´70, construyendo una práctica y un discurso que se opuso a la imposición del discurso-amo-bajo-su-forma-genocida.
Hubo actos –políticos–, que atravesados por la determinación de su época, han sido leídos en muchas ocasiones como rituales sacrificiales, como actos tocados por la estética del sacrificio.
Es frecuente en la bibliografía psicoanalítica encontrar las referencias a lo ocurrido en los campos de concentración nazis, Auschwitz como paradigma del horror, y como emergencia de una nueva tierra ética, tal como define G. Agamben[5] al franqueamiento de todos los diques, donde se desborda y desdibuja el límite entre la mera vida y la condición humana.
Es el modelo del cual nos tomamos para intentar descifrar algo de esa verdad jugada allí en la experiencia del radikale Böse, de la que Lacan advirtió “ningún sentido de la historia, basado en las premisas hegeliano-marxistas, es capaz de dar cuenta de ese resurgimiento, por el que se revela que la ofrenda a los dioses oscuros, de un objeto de sacrificio es algo a lo que pocos sujetos pueden no sucumbir, en una monstruosa captura.”[6]
Ninguna lectura que direccione su sentido desconociendo lo tocante del objeto a, podría explicar esa dimensión extremadamente enigmática concerniente al goce de exterminar al pueblo judío.
En lo atinente a la experiencia local –me estoy refiriendo a nuestros propios dioses oscuros, aquellos que comandaron el genocidio durante la última dictadura militar– quizás aún nos resulte demasiado reciente, como para permitirnos producir articulaciones más precisas en el discurso psicoanalítico acerca de lo ocurrido y sus actuales consecuencias.
Este dispositivo concentracionario dejó como saldo además de 30.000 desaparecidos, sobrevivientes, familiares e hijos –muchos de ellos nacidos mientras sus madres permanecían desaparecidas–, y en una gran medida realizan las primeras consultas en la actualidad, es decir casi treinta años después de esos hechos.
Se trata de una clínica que reviste una cierta particularidad y que nos interpela como analistas. Hay algo en la causación del psicoanálisis que parece no haberse terminado de producir en relación con este tema.
En referencia a los crímenes del nazismo, Lacan advierte que “la ignorancia, la indiferencia, la desviación de la mirada, pueden explicar bajo qué velo sigue todavía oculto este misterio”[7].
Quizás resulte oportuno, retomar la tragedia Antígona, que llevando al límite su deseo vocifera a su verdugo: “Sabía que debo morir un día ¿cómo no saberlo?, aún sin tu voluntad, y si muero antes del tiempo eso será para mí un bien, según pienso”; introduce la muerte como un bien, frente a lo cual el corifeo apunta que “el espíritu inflexible de esta joven procede de un padre semejante a ella. No sabe ceder a la desgracia.”[8]
Paradójicamente en esta serie de repeticiones familiares, donde el goce parece quedar enquistado en este no saber ceder a la desgracia, ella emerge como sujeto, como efecto de ese acto, en ese instante en que desafía la imposición del amo.
¿Antígona queda sujetada a la fascinación de ofrecerse como objeto sacrificial o se erige como sujeto del acto? Esta víctima tan terriblemente voluntaria, no lo es acaso en tanto su sacrificio des-realiza la imposición arbitraria del amo? Aun cuando se juegue en el mismo instante un intento de salvación frente a la eternización melancólica que marcaría la ausencia viva de su hermano. “Más bien habrá de verse en esto la mueca de lo que hemos demostrado, en la tragedia, de la función de la belleza: barrera extrema para prohibir el acceso a un horror fundamental.”[9]
Las experiencias concentracionarias, han puesto a los sujetos ante el franqueamiento del significante, “lo que tuvo lugar en los campos les parece a los supervivientes lo único verdadero… esta verdad es, en la misma medida, inimaginable, es decir, irreductible a los elementos reales que la constituyen.”[10]
Se ha franqueado el límite, que marcó un antes y un después.
Agamben, recurre a una figura del homo sacer, por considerarla reveladora de esta experiencia. El hombre sagrado que según la antigua ley romana podía ser sacrificado no ritualmente. Y que en tanto sagrado alude también a lo maldito.
Es habitual escuchar en el trabajo analítico a sujetos que habiendo atravesado por estas experiencias concentracionarias, se preguntan acerca de cómo desasirse del mandato simbólico impuesto desde el aparato represivo, al dejar con vida a algunos pocos, arbitrariamente, e identificados a un significante que funciona como S1: aterrorizar.
De este modo podemos dar el pleno significado a la frase que define a muchos sobrevivientes de los CCD[11] de la Argentina cuando dicen, porque luchábamos nos desaparecieron, no queremos ser excusados de esa responsabilidad. Responsabilidad que por otra parte devuelve alguna dimensión del sentido, apelando a una política de la dignidad, que resignifique que detrás del sacrificio, si es que en algunos casos se trató de eso, lo que hay es deseo.
Si el discurso que el amo encarna es el del terrorismo estatal, ¿cuáles son las particulares implicancias que este discurso introduce en el lazo social? Cuando Lacan dice “No hay nadie para asumir el crimen y su validez, si no es Antígona […] Sin duda las cosas hubieran podido tener término si el cuerpo social hubiera querido perdonar, olvidar, cubrir toda aquélla con los mismos honores fúnebres. Es en la medida en que la comunidad se rehúsa a ello que Antígona debe hacer el sacrificio de su ser para el mantenimiento de este ser esencial que es el Áte familiar, ese algo que es el verdadero motivo, el verdadero eje, alrededor del cual gira toda la tragedia de Antígona. Ella perpetúa, eterniza, inmortaliza este Áte”[12]
Si como analistas no hiciéramos lugar a la particular posición de cada sujeto decidido a enfrentar las leyes inmorales del genocidio, inscribiéndolas en la singularidad de cada historia, operaríamos en el sentido inverso a la política del síntoma, produciendo una lectura del acto político como sacrificio, propuesta desde un “para todos”, una “común medida” que forcluiría la singularidad del sujeto y su acto.
Hubo en estas apuestas una operatoria que no puede establecerse sólo desde el Ideal común –si bien este fue un significante privilegiado de la época–. Ideal que fue sostenido desde la lógica del lazo social que hace del imposible un lugar.
En función de las especificidades que esta clínica requiere, creo necesario realizar algunas precisiones. El sacrificio[13] en sus –al menos dos– vertientes puede abrir la vía del objeto, del goce del otro, y del Ideal, cancelando, en algunos casos, la responsabilidad subjetiva en juego; o bien puede abrir en un segundo tiempo lo que podemos denominar la dignidad del acto, la causa, aunque éste sea ante una elección forzada.
Es en este segundo tiempo lógico que se podrá hacer lugar a la división entre el sujeto del enunciado y sujeto de la enunciación.
El objeto sacrificial –uno específico para cada quien– no exime de la responsabilidad en lo tocante a la particularización del goce. Habla de él.
Al respecto M. Bassols, plantea en torno a la paradoja del acto, en un artículo que titula “El acto y su borramiento” que “ahí donde hay acto hay pues, enunciación y hay modificación subjetiva”, y agrega que esa modificación cambia la posición del sujeto frente a la pulsión.
El acto mismo devela la imposibilidad de hacer entrar en las vías del significante el objeto de la pulsión, siendo este el verdadero agente del acto.
Está claro por otra parte, que para el psicoanálisis lo que es del acto, no es del orden del síntoma, corta con la dialéctica del significante[14]. Sin embargo, un acto puede abrir a la dimensión sintomática, poniendo a trabajar los significantes que lo determinaron. Al mismo tiempo que permite delimitar las condiciones de analizabilidad de un sujeto, es decir de un sujeto dispuesto a asumir sus consecuencias.
Si el sacrificio produce a las víctimas, lo es en función de la condición de irresponsabilidad que favorece ese lugar, pasivo, paralizante y objetivante. Sin embargo, cuando detrás de un acto decidido, con determinación, un sujeto llevando hasta el límite su acción, decide afrontar las consecuencias que devienen de su acto, ya no estamos frente a una víctima ofrecida como objeto sacrificial, sino a un sujeto responsable, causado por un deseo que lo divide. “Sólo hay analista allí donde se sostenga la lógica del no-todo. No todo ofrendado al goce, no todo ofrendado a la causa(del deseo)”.[15]
Un paciente, sobreviviente[16] de un CCD, dice existir, luego de esa experiencia, en el mito de Prometeo. Espacio donde la muerte se erige como amo, la necesidad de castigo como causa, y el sentimiento inconsciente de culpa como motor de una deuda que sólo puede ser pagada con el cuerpo. Comienza a ubicar en ese espacio que define como propio alguna dimensión diferente a los suplicios sufridos por él en la experiencia concentracionaria. El relato del suplicio prometeico viene a ocupar el lugar de aquellos otros, lo que ya instala, provoca una sustitución. El mito de Prometeo[17], se constituye como momento lógico del tratamiento, donde una pregunta comienza a tornarse causa: Si Prometeo robó el fuego y por eso es condenado, yo, ¿qué robé? Tengo una compulsión a pagar que me salvé. Aparece recién aquí, con el objeto hurtado, el sujeto suspendido en el brillo de sufrimiento. Apasionado y dividido por el dolor en su dimensión de causa. Inicia una demanda judicial, que tiene fuertes incidencias en los juicios internacionales sobre genocidio. Frente a este acontecimiento se pregunta si no estará tomándose de algo que no le pertenece. Algo que toma de Otro; la condición de desaparecido, dirá más adelante, por la cual lo reconocen siendo que está vivo. Lo que se esconde, se oculta, se clandestiniza en el movimiento inicial de descongelamiento de su posición subjetiva conmueve el paralizante sentido de “quedar oculto”, exceptuado de la vista de los otros; llevándolo a una pregunta acerca de lo “escondido” del deseo.
Este texto fue publicado en ImagoAgenda.
[1] De Munú Actis/Cristina Aldini/Liliana Gardella/Miriam Lewin/Elisa Tokar, Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la Esma, Buenos Aires, Sudamericana, 2001.
[2] Freud, S., Tótem y Tabú; El retorno del totemismo en la infancia.
[3] Zizek, S; ¡Goza tu síntoma!, Nueva Visión, Buenos Aires, 1999.
[4] Ibídem.
[5] Agamben, G; Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, Pre-textos, Valencia, 2000.
[6] Lacan, J. , El seminario. Libro 11, clases del 20 y 24 de junio de 1964.
[7] Ibídem.
[8] Sófocles, Antígona, Alba, Buenos Aires, 2000.
[9] Lacan, J; Kant con Sade, Escritos 2, Siglo XXI, Buenos Aires, 1985.
[10] G. Agamben, op. cit.
[11] Centros clandestinos de detención.
[12] Lacan,J; El seminario. Libro 7, clase 21, del 6 de junio de 1960.
[13] Lacan en el Seminario 14, clase 4; nos envía a la lectura de Benbeniste, para señalar que en sánscrito, sacrificio se dice de dos maneras, según sea realizado el sacrificio para otro o en nombre propio.
[14] Colette Soler, “Las mujeres y el sacrificio”, en Sexualidad Femenina, EOL, Buenos Aires, 1993.
[15] Conversaciones con el Dr. Juan Dobón
[16] Sobreviviente es el significante-amo al cual se encuentra alienado.
[17] Prometeo roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego y se la ofrece como regalo al hombre. Debido a esto, recae sobre él el castigo del robo, que consiste en ser atado a una roca en los montes Cáucaso, donde un águila durante el día comía el hígado que durante la noche se regeneraba. De este modo Prometeo es sometido a un tormento sin fin, del que sólo quedará liberado muchos años después por Hércules, quien mata al águila, debiendo cargar con las cadenas toda su eterna vida.
Sobre esto Freud, advierte: “una apetencia humana se ha trasmudado en la saga en un privilegio divino.” (Vol. 22, “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. Sobre la conquista del fuego”).