Por Fabiana Rousseaux
A partir del recorrido propuesto en el texto, en referencia a la necesidad de una reconceptualización de la idea de daño en delitos de lesa humanidad, traeré el recorte de las coordenadas históricas de un caso que fue paradigmático en la década del 90’ y que da cuenta de cómo las políticas de reparación que los Estados promueven o cancelan, inciden sobre la construcción de un discurso ético-científico, ya que los procesos clínicos pueden –a través de sus lecturas y construcciones narrativas– cancelar los procesos históricos, con su consecuencia directa sobre los sujetos: cancelar también la reparación de lo dañado.
El tratamiento institucional que a veces recae sobre estos temas puede provocar una forclusión de un hecho central que es la responsabilidad en tanto representación de una función pública, que encarna cada profesional al momento de dictaminar técnicamente el daño, o el estado de salud mental de un sujeto cuya vida ha sido arrasada por la violación sistemática de derechos humanos.
A pesar de haber recibido la autorización de los afectados para presentar su caso en este Congreso, no voy a dar a conocer ni la identidad de ellos ni la de las instituciones que intervinieron.
Muchos de ustedes recordarán la historia que tuvo trascendencia mediática en épocas donde los horrores cometidos por el terrorismo de Estado saltaban a la luz inscribiendo lo que luego dio en llamarse el “show del horror”, por el tratamiento obsceno y sin velo que tuvo por parte de los medios de comunicación, la exhumación de la memoria de lo ocurrido. En medio de esa lógica, sostenida y profundizada años más tarde desde el propio Estado, en la década de los ‘90, dos niños mellizos, que habían sido apropiados por un ex Subcomisario y su esposa, aparecían por todos los canales de televisión, diciendo que querían continuar al lado de sus apropiadores. El debate televisivo dio lugar a todo. Y con esto me refiero a esa dimensión del “todo”, donde no hace frontera la impudicia, donde no cabe la función de privación, allí nadie se privó de decir ni mostrar nada.
Los niños habían nacido en cautiverio durante el año 1977, y ambos padres aún permanecen desaparecidos. Fueron vistos en el Centro Clandestino de Detención (CCD) “La Cacha”. Al momento del secuestro la madre de los niños se encontraba embarazada de seis meses.
Inmediatamente después de la separación violenta y forzada de su madre en el momento del parto en una cárcel clandestina, y dada la prematuridad de los bebés, se los puso a ambos en una incubadora, ya que en el Hospital donde fueron trasladados, no había dos incubadoras, sólo una. Podría pasarnos desapercibido este dato siendo que el contexto casi lo naturaliza, no obstante, nos parece que a partir del momento del secuestro cada hecho, cada acto, cada violación debe tener el estatuto de marca. ¿O acaso no es esa imagen la representación de la objetalización extrema de un niño que acaba de nacer?
Cabe señalar que en el delito de apropiación se producen varios delitos simultáneos: secuestro clandestino, tortura, asesinato, robo, entre otros. Al tratarse del secuestro de una mujer en estado de embarazo, con el objeto de apropiarse de sus hijos, estos delitos atroces recaen sobre el cuerpo y constitución subjetiva de los niños en gestación, tal como lo refiere el informe técnico presentado ante la causa Nro. 10326. Nicolaides, Franco Rubén, Suárez Mason, Carlos sobre sustracción de menores, iniciada en diciembre de 1996 (Informe pericial firmado por la licenciada Eva Giberti, y los doctores Marisa Punta de Rodulfo, Ricardo Rodulo y Fernando Ulloa) lo cual los define ya como sobrevivientes de la tortura practicada contra el cuerpo de su madre y de ellos mismos. La afectación que este delito constituye es de tal grado, que debe considerarse entre las más graves formas de vulneración de la integridad no sólo psíquica sino también física ya que se ha puesto en riesgo la propia vida del recién nacido.
Tal como consta en dicho dictamen “la naturaleza, gravedad y persistencia de los daños psíquicos que sufre un niño recién nacido son de diversos órdenes”.
En la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sobre el caso Gelman vs. Uruguay, se expresa:
“…el haberse enterado de las circunstancias de la desaparición de ambos padres, la complicidad de los apropiadores a quienes ella consideraba los propios padres, en el delito que tuvo por víctimas a sus padres biológicos, como así también de la violación de su derecho a conocer la verdad sobre su propia identidad, y la falta de esclarecimiento sobre el destino final de sus padres, constituyen daños indimensionables que ningún profesional puede reducir a una mera tabulación psiquiátrica”.
En los casos de apropiación de niños, con todos los agravantes que estas apropiaciones tuvieron, aun cuando por el accionar de la justicia se restituya el vínculo filiatorio debemos saber que estos vínculos nunca serán restituidos en su totalidad ya que el impacto extremadamente traumático que los atraviesa hace imposible retornar las cosas al estado anterior al arrancamiento materno en momentos determinantes para la vida de cualquier sujeto humano.
Volviendo al informe de la causa Nicolaides y Suarez Mason
“…las pruebas ofrecidas desde todos los ámbitos científicos pertinentes son absolutamente concluyentes en cuanto a que el daño psíquico y los traumatismos psíquicos y físicos del más diverso tipo sufridos por la madre se trasladan tanto al feto como al recién nacido, y repercuten directamente sobre él y devienen noxas o agentes patógenos”.
Por otra parte, uno de los signos más notorios que suelen emerger en la casuística clínica de estos casos es precisamente un “transcurrir como si nada hubiera sucedido” durante un tiempo hasta tanto ese horror se imponga en la vida de estas personas y aparecen allí sintomatologías muy diversas ligadas a los episodios de extrema crueldad a los que han sido sometidos cuando se hallaban en la máxima indefensión ya que
“…la falta de provisión de ternura y otros afectos concomitantes no es una mera insuficiencia o déficit sino que opera en cambio como un grave agente desestructurante y generados de patología tanto física como psíquica”.
En tal sentido, el discurso que enmarca las lecturas acerca de los síntomas que escuchamos nos obliga a poner en contexto lo que emerge de la verdad enunciada por el sujeto que habla, ya que soslayar el significado de esas verdades subjetivas en el texto social donde se inscriben puede hacernos patinar hacia una suerte de sostenimiento de lo peor, de la calamidad que como sociedad ya debemos dejar de acostumbrarnos. Nos atraviesa en esa función una responsabilidad que se pliega a la del secreto profesional, y es la responsabilidad ética de no anular como analizador clínico, los crímenes cometidos por el propio Estado en épocas del terror generalizado, disminuyendo el valor que estos tienen en la producción de marcas subjetivas. ¿Podemos seriamente suponer que luego de lo relatado no hay daño? Pues algunos profesionales sostienen que sí.
Continuando con el caso, cabe aclarar que la serie delictiva continuó. En 1984 los apropiadores huyen a Paraguay con los niños, frente a la intervención de la justicia. En 1987, se dicta prisión preventiva a fin de obtener su extradición. En 1989 regresan los niños al país. En 1990 se produce la extradicción de los imputados.
Aquí nos detenemos, en 1991 la jueza interviniente en el caso, solicita a un hospital público un informe para determinar el estado de salud psíquica de los niños y de ese modo dirimir qué convenía hacer con la vinculación familiar en relación a los apropiadores y a la familia de origen, tal como desde el discurso jurídico-social se ha dado en llamar cada uno de los universos puestos en juego en estas historias que de tan trágicas a veces suenan inverosímiles. Para ese año, el apropiador se hallaba con prisión preventiva.
En dicho hospital se recomienda mantener la ligazón afectiva de los niños con los apropiadores, en pos del bien de los niños, teniendo en cuenta que ellos habían expresado el deseo de continuar al lado de sus apropiadores. Dilema ético que supone la posibilidad de dejar por fuera el delito sobre el que se basa esa ligazón afectiva, o en el mejor de los casos, un vaciamiento de la dimensión del delito, reduciéndolo al campo de delito común. Sin embargo, se trata –y aquí radica la centralidad del análisis– de delitos de lesa humanidad, es decir que ya no sólo lesiona a las víctimas directas, sino a la humanidad en su conjunto.
En 1993 un juez dictamina la restitución de los niños a su familia biológica y más adelante se los entregan a una tercera familia hasta alcanzar la mayoría de edad, dada la conflictiva familiar que se había desencadenado a partir de la revinculación con la familia de origen.
Esto a pesar de que en 1994 se dicta la sentencia. Y el apropiador es condenado a 12 años de prisión por delitos de retención y ocultamiento de menores de 10 años, mientras que la apropiadora es condenada a 3 años por los mismos delitos.
Uno de los niños padeció durante los primeros años de vida, de hemorragias de nariz, y en su historia clínica consta el cuadro de epistaxis. El nombre de epistaxis tiene su origen en el griego y significa fluir gota a gota, al modo de una perfecta metáfora de lo sintomático acallado en un cuerpo infantil que desconoce lo más íntimo de su linaje histórico.
No es mi intención hacer acá una interpretación fuera de todo marco transferencial ni forzar nexos causales que tan necesarios se nos tornan a la hora de apoyarnos en un discurso cuantificable y medicable al extremo, para dar cuenta del inconmensurable dolor psíquico. Sabemos que el diagnóstico o evaluación frente a una situación de tamaña envergadura, no puede leerse desde un mero nomenclador con significados y estipulaciones categoriales.
El ideal objetivo que nos marca el juez y en el que nos sumerge la lógica positivista no nos permite escuchar el discurso desde el cual habla el sujeto apropiado en este caso, torturado en otros, duelando la desaparición eterna en otros. ¿Qué verdad es la que buscamos los profesionales de la Salud Mental? ¿En qué verdad teórica debemos paramos? ¿La histórica? ¿La subjetiva? ¿Qué legalidad nos atraviesa en estos casos?
Los modos de construcción de la narrativa subjetiva frente al horror no puede dejar de interpelarnos. ¿Qué buscamos allí en esa frontera del discurso, en la trinchera semántica del dolor? Si nuestro resorte teórico se apoya en un supuesto Bien del Sujeto, puede volverse paradójicamente consecuente con el sostenimiento del sufrimiento, ante la irrupción violenta de la historia más trágica.
Un nuevo giro en sus vidas, hace que en el año 2005, los hermanos, soliciten indemnización por daño en el marco de la ley de reparación que el Estado tiene la obligación de dar a quienes siendo menores de edad fueron privados de su libertad en relación a la detención de sus padres o sufrieron sustitución de identidad. De su expediente se desprende que dicha solicitud es enmarcada por uno de los beneficiarios del siguiente modo:
“daño psicológico por supresión de identidad de la que fui víctima luego de mi nacimiento en cautiverio tras la desaparición forzada de mis padres”.
En diciembre de ese año un servicio de Stress Post traumático, de un Hospital Público, realiza la evaluación solicitada por la mencionada ley reparatoria. Allí se dictamina que “no se ha encontrado patología psiquiátrica ni signos de sintomatología compatible con Trastorno por Estrés Post traumático”, por lo tanto se le niega el daño y la reparación del mismo.
A mediados de este año (2011), los hermanos vuelven a pedir desarchivo del expediente para reevaluación del caso, sosteniendo una pregunta que nos devuelve la interrogación ética, ¿qué daño tengo que demostrar para que el Estado reconozca lo que el propio Estado ha hecho con mi vida?
La ley dice que eso debe ser dictaminado por profesionales de hospitales públicos, que diriman si estos acontecimientos provocaron o no, un daño en estos sujetos.
Decisión que nos interroga como comunidad científica, pero sobre todo como funcionarios públicos de este país que no puede dejar sus marcas de lado para pensar las categorías clínicas que mejor se ajusten a las tabulaciones clínicas.
En la edición de 1976, de Si esto es un hombre, se añade un apéndice al libro que incluye respuestas de Primo Levi a las frecuentes preguntas que le hacían sus lectores.
“Por ello, meditar sobre lo que pasó es deber de todos. Todos deben saber, o recordar… Los monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios listos a creer y obedecer sin discutir”.
* Este caso fue presentado en el XV Congreso Mundial de Psiquiatría, llevado a cabo en Buenos Aires del 18 al 22 de septiembre de 2011, en la Mesa: “El concepto de daño en el trabajo con víctimas del terrorismo de Estado”. Posteriormente fue publicado en portugués, en la Revista Psicanálise: invenção e intervenção, de la Associação Psicanalítica de Porto Alegre (4-42), jul. 2011 / jun. 2012