Fabiana Rousseaux
“…Entra en el orden de lo in-humano asistir a la experiencia del campo de concentración y exterminio, donde además nacen niños. Creo que lo escribo, pero no entiendo lo que estoy escribiendo…”
Alejandro Kaufman, Nacidos en la ESMA [2]
La lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo pone en evidencia que ese real imposible de significar que fue la desaparición de sus hijas e hijos ha dado lugar a la producción de un nuevo discurso en la Argentina. La experiencia que atravesaron fuera de todo lenguaje estuvo marcada por el encuentro con el horror de saber que los bebés que nacieron mientras sus hijas estaban detenidas-desaparecidas eran literalmente apropiados por los genocidas y que, como mecanismo sistemático, esos bebés eran ocultados de la vista de sus familiares, anotados como propios, cambiadas sus identidades y ubicados en el lugar de “trofeos”. Esa frontera traspasada, sin dudas, da cuenta de una de las actuales marcas que no cesan de interrogarnos cada vez que se restituye un/a nuevo/a nieto/a a la sociedad.
Si la filiación se sostiene en la transmisión de tres generaciones y en la articulación del deseo de la madre y el nombre del padre, ¿qué tipo de transmisión puede darse en la apropiación? En la transmisión se juega un nombre y una imagen. Se trata de la transmisión de un enigma a descifrar. Aquí, al imponerse una verdadera supresión genealógica, que trastoca el impacto estructurante de la filiación simbólica –y teniendo en cuenta las coordenadas particulares que envuelven estos casos–, mi hipótesis es que el efecto de la transmisión falla. La literalidad trágica de esa supresión, pone seriamente en cuestión la posibilidad de transmisión, porque esa literalidad dificulta la construcción del enigma, quedando más del lado de la certeza con su consecuente renegación.
El derecho a la identidad emana de una necesidad básica del hombre, que es aquella de tener un nombre, una historia y una lengua. La lengua es esa voz de la familia que al transmitirse nos humaniza como sujetos y nos da un lugar en un linaje.
Estos/as niños/as fueron inscriptos/as con un falso nombre que oculta el verdadero, y que aunque el aparato jurídico haya estado al servicio de utilizar la letra de la ley para imponer una falsa identidad que intente arrasar con la historia, ello –efectivamente– no ha logrado garantizar el olvido. Hay un “saber” sobre esa historia que estos/as niños/as han tenido, un secreto que –aunque se haya insistido en ocultar– ha producido efectos en sus subjetividades.
Existen modos de inscripción que ninguna ley puede borrar. Por eso, cada vez que se concreta una restitución, el efecto de verdad tranquiliza, pues lo que fundamentalmente se restituye es un sentido, un nombre, una historia. Este momento no puede darse sin dolor porque lo que verdaderamente causó ese dolor inenarrable es lo que nunca debió haber sucedido: la apropiación de niños/as. Allí se quebrantó el límite de lo humano y por lo tanto el límite del lenguaje.
La restitución de niños/as desaparecidos/as se sostiene en un deseo, el de los familiares que los buscan –y también hay un social que sostiene ese deseo. Paradójicamente esto indica que el reclamo no se agota en la exclusiva legitimidad de los lazos de sangre. Sin embargo la obligatoriedad de las pruebas de ADN puede constituirse en la antesala del acto necesario para el advenimiento de una reescritura de estas historias, y es –por otra parte– la única vía probatoria para el Estado, que es quien debe restituir la identidad jurídica a estas personas. Pero sería preciso aclarar que además de tratarse de una obligación, se trata también allí de la necesariedad de un gesto reparatorio que otorgue a esta tragedia social toda su dimensión, ya que fue provocada por el terror de Estado.
Lo que se restituye en estos casos es la transmisión de un deseo que no fue anónimo.
LA GENEALOGÍA CONSISTE EN HACER LUGAR
El padre de la filiación es el que desde el psicoanálisis definimos como el padre simbólico. ¿Cuáles son los actos que nos permiten ubicar al padre que filia y transmite en una determinada trama histórica?
En el derecho romano, el Pater es quien se autodesigna como padre de un hijo por adopción, al alzarlo en sus brazos; por lo tanto la filiación biológica (genitor) apenas es considerada si ésta no es seguida por un gesto o una palabra que demuestre –que el padre “consiente públicamente” en tomar a ese hijo como tal. De ese ritual se deriva la posibilidad de mando del padre en la familia y la sucesión donde se juega una doble transmisión: sangre (semejanza) y nombre.
La Ley como organizador institucional-social impacta también en la legalidad constitutiva de lo psíquico. El efecto de realidad que instaura la letra de la ley, lo escrito, es insoslayable. Algo es a partir de que recibe algún modo de inscripción.
“Los latinos llamaban Genius al dios al cual todo hombre es confiado en tutela en el momento de su nacimiento (…) Y consagrado a Genius era el día del nacimiento, al que por esto mismo denominamos todavía genesíaco. Los regalos y los banquetes con los cuales celebramos el cumpleaños son (…) un recuerdo de la fiesta y de los sacrificios que las familias romanas ofrecían al Genius en el natalicio de sus integrantes.”[3]
Vemos entonces que aquello que constituye la paternidad sobre un hijo/a debe estar ligado a algún modo de ritualidad que haga público ese acto, pero además donde el padre y la familia puedan ofrendar un sacrificio, es decir entregar algo como gesto de renuncia.
Tal como planteaba Fernando Ulloa, en torno a estos casos, se trata de una renuncia a la pulsión de apoderamiento de estos niños/as.
La clandestinidad que atraviesa a las apropiaciones, deja por fuera esta posibilidad, que se plantea como “condición” de la construcción de paternidad.
A la pregunta “¿qué es el padre?” Freud responde “es el padre muerto”; Padre simbólico, para Lacan, que es una función siempre encarnada fallidamente. Es un eje ficticio encargado del sostenimiento del orden genealógico. En definitiva esta pregunta se responde por un deseo: “Soy tu padre”. El padre simbólico es el que ordena las filiaciones, ofrece el linaje, transmite una herencia. El padre como función significa que hay en juego una lógica y un lugar donde el Sujeto está enlazado al Otro.
Por esa misma razón, no es lo mismo transmitir que suceder. Sucedere significa “entrar bajo”, “entrar en”, “someterse a”, “sustituir”. En la transmisión existe una ligazón entre generaciones.
La herencia y la transmisión se juegan en dos órdenes distintos. Lo que se hereda es del orden de un objeto calculable, imaginario-simbólico. En cambio en la transmisión se juega un objeto inestimable[4], escondido, enigmático, real. De allí la transmisión extrae su eficacia, esto es, en lo concerniente a la función de equívoco. Sin equívoco no hay transmisión.
Es de padre a hijo que se transmite la castración, por lo tanto lo que el padre transmite es la posibilidad de que el hijo pueda ir más allá de él, sirviéndose de lo que él inscribió como marca.
Ahora bien, las fisuras filiatorias, presentes –de muy diverso modo– en las apropiaciones de niños y niñas ¿pueden suturarse?
Para poder analizar la complejidad que toca a estos temas necesitamos apelar a otros conceptos que puedan dar cuenta ya no de una espacialidad unidimensional ni de una alternancia dicotómica externo-interno, social-individual, sino de una espacialidad de otro orden. Por eso el recurso a lo éxtimo, concepto referido a lo paradojal de ese lugar de lo externo- interior que Lacan propone y que se funda en la idea de que lo íntimo es el Otro, viene de afuera y nos sirve para ubicar algo del tratamiento de ese real que es el cuerpo por la vía del significante.
Se torna necesario complejizar la lógica que sostiene el valor jurídico porque los acontecimientos que hicieron que ese “cuerpo apropiado” va- ya a convertirse en testimonio del horror vivido no pueden desprenderse del contexto histórico, como tampoco podemos analizar las consecuencias en la constitución psíquica de quienes padecieron estas situaciones criminales desde sentidos unívocos.
“Ser hijo” es entrar en el linaje. En una entrevista, Macarena Gelman[5], refería: “La identidad no es una u otra. Nadie puede resetearte para volver de cero. Vas incorporando un montón de cosas y te acomodás de acuerdo a cómo se van dando. El contacto con la familia biológica, con los amigos, me parece súper importante. Al principio estaba toda la historia de mis padres, el bebé… yo cuento esto y en realidad me pasó a mí. Eso es lo que más cuesta. Cómo sentirse identificado. Más porque yo tenía dos meses y medio cuando me dejaron en la casa de mis padres. Es toda tu vida. No tenés ningún recuerdo de nada. Me pasó de contarlo y hablar del bebé. Y el bebé del que hablan soy yo, el bebé era yo…”[6].
El principio formal de la identidad, la certidumbre del yo soy yo de la pura autoconciencia se ve profundamente conmovida frente a la irrupción de esta verdad. El sujeto comienza a transcurrir en ese entre-dos. Ahora bien, ¿se puede hablar de un sujeto con doble identidad o en todo caso se trata del sujeto habitando dos escenas?
Lacan, en el Seminario 9 plantea la paradoja de Freud al proponer la idea de identidad de pensamiento como fundamento de la existencia del inconsciente. Dice: “(…) esto no tendría literalmente ningún sentido si aquello de lo que se trata no fuera más que esto: que la relación del inconsciente con lo que busca en su modo propio de retorno es justamente eso que una vez percibido es lo idénticamente idéntico, si se puede decir, lo percibido de esa vez, esta sortija que pasó al dedo con la marca de esa vez, y es esto justamente lo que faltará siempre: es que en toda especie de otra reaparición de lo que responde al significante original, en el punto donde está la marca que el sujeto ha recibido de lo que sea que esté en el origen de la Urverdrängt [lo reprimido originario, lo reprimido primordial], faltará siempre a lo que fuera que venga a representarla, esa marca que es la marca única del surgimiento original de un significante original que se presentó una vez en el momento en el que el punto, el algo de la Urverdrängt en cuestión, paso a la existencia inconsciente, a la insistencia en este orden interno que es el inconsciente…”.
¿Hay posibilidad de identidad con la otra escena? Más adelante entonces, en “Problemas cruciales”, va a definir la identidad como “aquello sin lo cual no podría ser la verdad”, la verdad de la privación en la que se funda el sujeto, su división. La identidad del sujeto es su particular división y sus síntomas. Ese es el derecho que se recupera. Derecho a tomar la palabra.
La identificación del sujeto es al significante nos advierte Lacan en el Seminario 9. En este sentido frente a la situación de encuentro con una verdad trágica e inapelable como es la de saberse ligado afectivamente con quienes fueron cómplices de la muerte de los padres para luego ocupar ese lugar, ¿el sujeto con qué responde allí? ¿Cuáles son los significantes a los que apela para dar respuesta a la pregunta “quién soy”? ¿“Soy este o soy otro”? Se trata aquí en esta disyunción alienante de una elección indecidible. Un tránsito inevitable por la destitución subjetiva que podemos pensar en términos de excripción de los significantes que lo determinaron, expulsión de una inscripción perversa, para poder hacer lugar a una reinscripción de la novela familiar.
Este revelamiento de una verdad insalvablemente insoportable toca no sólo la identidad del sujeto apropiado sino también la de sus padres.
Restituir la identidad se nos presenta a los analistas como un problema de estructura, lo que se intenta restituir está perdido para siempre, sin embargo podemos ubicar algunas precisiones en cuanto al estatuto particular que cobra la especificidad de este enunciado en los casos de restitución jurídica de identidad.
Constatar la ausencia de tesoro, ¿no es atentar contra la memoria del padre? ¿Cómo salir de este dilema; negar la realidad o destituir la palabra paterna? ¿Rehusándose a creer lo que uno ve y oye?[7].
“¿Tenés alguna anécdota que guardes como un tesoro? –Mi padre escribía poesía también. Y tengo unos poemas escritos y compaginados. Es una de las cosas que más me llegaron. De mi madre lo que más me llegó son cuentos de una amiga muy amiga. Nada en concreto, cuentos referidos a situaciones familiares, que me encanta escuchar. Me río. Parece que era muy simpática.”
Lo íntimo del sujeto es precisamente lo que él desconoce. En el recorte que vamos a presentar veremos que se trata de unas marcas que ya estaban. Pero que podemos pensar en términos de oposición y diferencia planteando que si hay inscripción de una marca esta lleva inscripto su contrario. Y se tratará de hacer jugar la que ha quedado reprimida.
UNA APROPIACIÓN
“Nuestras madres y nuestros padres no nos abandonaron. Vivimos gracias a ellos, que soportaron las más terribles condiciones durante su cautiverio ilegal. Solamente a la fuerza pudieron separarnos de ellos”.
María Eugenia Sampallo Barragán, marzo de 2008
Voy a plantear algunas coordenadas de un caso en el que me ha tocado intervenir de una manera muy singular. Se trata de un caso paradigmático vinculado a las secuelas trágicas de los años 70 donde una mujer fue separada de su hijo de 20 días en el momento de su secuestro. Paradigmático ya que se trata de una de las poquísimas madres sobrevivientes que ha podido iniciar la búsqueda de su hijo una vez liberada. Búsqueda que le llevó más de 25 años. Su bebé fue apropiado por personas vinculadas a las fuerzas represivas y su identidad fue falseada como en la mayoría de los 500 casos de apropiación que existen en la Argentina. Al plantear la especificidad de este caso debemos analizar una problemática atravesada por un delito cometido desde el Estado y como tal tiene un estatuto jurídico que se enmarca en delitos de lesa humanidad. Partimos entonces de pensar un caso clínico en este marco específico, es decir desde la intersección de múltiples discursos, entre los cuales se destacan el jurídico, el político-social, el estatal y el analítico.
La singularidad de esta historia, la excepcionalidad de su vínculo es sin lugar a dudas productor de identidad. La función de la singularidad es de ser estructurante. Las singularidades son acontecimientos ideales organizadores, “son lugares dentro de las estructuras que distribuyen los papeles o actitudes imaginarias de los seres u objetos que los ocupan”[8].
S. llama a mi consultorio por primera vez el día que se presenta al juzgado donde se tramita la causa de cambio de identidad de su hijo C. de 26 años, cuando se habían cumplido dos años de su recuperación. En la actualidad su hijo lleva jurídicamente el nombre que le han asignado sus apropiadores.
Por esos días, un hijo de desaparecidos apropiado a los pocos días de nacer había hablado en el acto de la ESMA: recientemente anoticiado de su verdadera identidad dijo ante miles de personas que él era Juan, y agregó: “siempre dije que quería llamarme Juan sin saber que ese era el nombre que me había puesto mi mamá”.
Esto conmueve profundamente a S., quien dice estar muy afectada por la doble identidad que en la actualidad lleva su hijo y teme que esto se constituya para él en una situación natural. Intervengo planteando que en cierto modo es real que C. es por ahora dos. Y va a ser necesario que puedas sostener cierto tiempo de este entre-dos, porque a lo que él se ha enfrentado es absolutamente desestructurante. A esta intervención S responde preguntando qué consecuencias puede tener para él no tener una imagen paterna.
Cabe aclarar que su padre lo buscó junto a S. una vez que ella fue liberada y se reencontraron. Él se había exiliado y con la liberación de S. decide volver a su país para iniciar juntos la búsqueda de su hijo. Luego de unos años, al padre del niño se le diagnostica una enfermedad terminal. En ese momento –y dadas las singularidades del caso– la familia decide informarlo rápidamente para evaluar cómo podría hacerse con los datos genéticos en caso de hallar al niño. El padre decide entonces extraerse sangre para dejarla en el banco de datos genéticos.
Le digo a S. que ahí está el padre de C. y que la muerte del padre en nada negaba su existencia. Que había un padre allí donde había dejado en esa muestra de sangre inscripto su deseo.
Esto abre en S. dos preguntas: una ligada al nombre que ella le dio a su hijo, y otra ligada a la transmisión del apellido paterno. ¿Quién se lo transmitirá, el apropiador o el padre? Por otra parte C. es el único hijo de la pareja conformada por S. y su compañero, y por lo tanto el único que puede transmitir el apellido.
Se pregunta qué pasará cuando su hijo decida ser padre, qué será de esa transmisión. Ese nieto hijo ¿de qué padre será? Si C. ha sido el hijo desaparecido de S., y aún no termina de aparecer con todas las letras jurídicas, ¿entonces el nieto será también hijo de un desaparecido? Punto de repetición trágica del linaje familiar. Por otra parte para que esto se conmueva quizás haga falta que el padre biológico pueda aparecer para C. La muerte no es desaparición.
¿Pero cómo opera el N. del P.? El contundente acto del padre cuando decide dejar su sangre, nombra un deseo decidido: hacerse padre de su hijo. Si como decíamos un padre es el que ante un acto público dice “éste es mi hijo”, la muestra sangre entonces podríamos pensarla como ese acto público, puesto a la mirada de otros. ¿Qué implica esa transmisión?
S. me envía una carta que ella escribe –la escritura suele asistirla– en un momento de su larga búsqueda: “Han pasado 10 años desde el nacimiento de C. No sé dónde está, ni qué rostro tiene. Sólo sé que C. es un niño cuyos padres lo han querido mucho… Pero también sé que no pertenece a nadie más que a sí mismo”.
La magnitud de esa afirmación me impactó fuertemente siendo esta posición digna de la resolución salomónica, donde al conmoverse las entrañas de una de las mujeres ante la muerte del hijo, ésta decide hablarle al rey pidiendo: “¡Ah, señor mío! Dad a ésta el niño vivo y no lo matéis. Mas la otra dijo: ‘Ni a mí ni a ti: partidlo’. Entonces el rey respondió: ‘Dad a aquella el hijo vivo, y no lo matéis; ella es su madre’”. (La Biblia, 1 Reyes) En una oportunidad alguien le pregunta si su bebé aún conservaba el cordón umbilical cuando lo separaron de ella. S. no pudo dejar de pensar en eso, hasta que recordó el momento en que había encontrado los restos del cordón en el pañal y lo había guardado en una cajita. Eso la tranquilizó enormemente.
Sin embargo abrió una pregunta que la mortificó de allí en más: ¿qué clase de madre era ella que no recordaba eso? Esto se hizo patético cuando se enfrentó a la situación de considerar como hijo propio un adolescente cuya demanda judicial duró 15 años en su país de origen y tras la cual se confirmó que no se trataba de su hijo aunque había infinitos indicios de que sí podría serlo. Sin embargo la intervención de la Justicia impidió durante 15 años las pruebas genéticas que en este caso hubieran ahorrado mucho dolor a S. y al joven en cuestión, y no la hubieran alejado de la posibilidad de nuevos indicios sobre la suerte de su hijo.
Las consecuencias fueron muy duras para ella que reconoce ese momento como un límite, una frontera, lo traumático irrumpiendo con toda su ferocidad. Punto de aniquilación del sentido. Y la insistencia de la pregunta: “¿Qué madre soy?”.
Aquí estamos frente a una pregunta que no tiene respuesta, ni para ella ni para ninguna madre, e incluso podríamos decir que es en la medida en que esa pregunta no se obture es posible sostenerse en el lugar de madre. Sólo C., su hijo, podrá responder a ello, dado que no hay una clase de madre, sino cada madre para cada hijo jugándose en cada acto.
Nuevamente aquí ese límite que impacta tiñendo de la pregnancia imaginarizante todos los actos de S. en la relación con su hijo. Las palabras cobran un estatuto literal, lo bello como límite se hace complejo en su consistencia.
Efecto singular y perverso de la apropiación como acto genocida cuyo efecto siniestro, al sostenerse en la lógica concentracionaria de la desaparición de los hijos –ese acto impensable– no encuentra punto de sanción para ubicar un freno a lo traumático.
Ella reconoce que el tiempo de la crianza no será restituído, sin embargo –se introduce en el marco del tratamiento– podría ser reescrito. ¿Esa reescritura podría precipitar la decisión de S.? Reescribir para decidir.
¿A qué lugar va a venir? ¿Cuál será la posibilidad de comenzar un proceso de asunción de esa historia?
La apropiación tuvo valor de acta en la medida que inscribió una historia hecha de palabras, de cuerpos, en la medida que tuvo valor significante en quienes la padecieron. ¿Hay desinscripción posible de ese acto?
EL REENCUENTRO
S. publica una carta sobre la maternidad para un periódico de mujeres en un Día de la Madre: “Tener un hijo no debe dejarse al azar, pero tampoco debe ser un acto meramente calculado. ¿Acaso no hay millones de mujeres que tienen un hijo sin más motivo que el amor que sienten por un hombre? ¿Por qué planearlo todo hasta el último detalle? (…) Yo tenía ya treinta y dos años cuando nació C. Más tarde comprendí que ésa era la edad en que nada podía sacarme de quicio. Lo que me tocó vivir después, me lo confirmó duramente…”.
S. dice sorprenderse al escuchar por primera vez la voz de su hijo en el teléfono, allí sentencia: “Esa no es la voz de C.”. Y luego retrocede preguntándose cuál sería la voz de C., qué podría haber de identidad entre el llanto de su bebé y esta voz de hombre.
La voz como objeto, la voz como llamado del Otro. Intento de S. de encontrar alguna identidad de objeto entre el llanto que ya no existe y la voz que puede reconocer. El intento de hacer especularizable el objeto, otorgándole una identidad inexistente a esa sonoridad, da cuenta de la función de la angustia como operador lógico y como signo de lo real, que la empuja a producir el objeto, a hallarlo para poder perderlo.
En el primer encuentro las palabras parecen no cobrar sentido. Me envía un artículo que publicó hace poco tiempo atrás: “Reflexiones en relación a niños apropiados por las recientes dictaduras cívico-militares”.
“Me parece importante que en este material (…) podamos ir mas allá de una descripción de los hechos, para analizar las raíces de la apropiación. Nos permitamos (…) hablar de aspectos que hasta ahora no los hemos encarado (…) entre los que están, sin duda, los miedos que nos despierta la pérdida de la identidad, el hecho que alguien pueda adueñarse de otro tan indefenso como es un niño y que junto con un nombre se le imponga una historia borrando todo pasado.
(…) Sin duda se estaban acercando a un nudo gordiano: el apropiado no es libre para decidir (…) Pero lo más duro no era la búsqueda, de eso tuvimos conocimiento con las primeras experiencias de los encuentros (…) Más de una vez se me presentaba la imagen de una intervención quirúrgica profunda y me preguntaba: ¿puede un cirujano intervenir a su propio hijo?”.
Vemos allí, en el texto, la verdad como cirugía, que deja como resto una cicatriz. La metáfora de la cirugía en S., ¿no podemos suponerla como intento de producir una huella que parece rota en ese hijo, por efecto de la tragedia que vivieron, pero también como evidencia de un lugar donde ella parece no poder desembarazarse de la culpa frente a esa mirada imprecisa del recién nacido, aún con la determinación implacable de la búsqueda? ¿Cuál es la mirada que se tiene en cuenta cuando el sujeto se identifica con una determinada imagen?[9].
IDENTIDAD PARA EL PSICOANÁLISIS
“… jamás podrá ser conquistada una identidad plena ni por la reflexión de la conciencia, ni por el dominio del yo, ni por el ‘autocontrol’. La existencia siempre construye su casa o refugio desde el temblor de las huellas de lo imposible”.
Jorge Alemán
En el rastreo del concepto de identidad hay una referencia sistemática a la restitución de lo igual. Se trata, por otra parte, de un concepto que contiene la idea de cierta coagulación en su estructura, de una fijeza que permite al sujeto asirse de una referencia.
Pero la identidad remite fundamentalmente a la diferencia. Si la identidad se sostiene en aquello que instaura la diferencia entre un sujeto y otro, podemos suponer entonces que toca una huella, Lo Uno del sujeto, su rasgo unario. ¿Qué sería sino lo que se presenta como lo más propio del sujeto, aquello que lo ubica en una alteridad radical respecto de otro?
En los casos de chicos recuperados podemos ubicar distintas respuestas, pero todas ellas surgen del mismo interrogante: ¿de dónde vengo? ¿Quién soy? Pregunta que nos atraviesa a todos. Sin embargo no podemos negar el estatuto particular que cobra para quien ha sido apropiado. Pensar las consecuencias de la apropiación en la particularidad de este contexto es intentar ubicar qué pasa cuando lo que constituyó nuestra propia identidad se nos presenta como siniestro y el cuerpo, convertido en territorio testimonial, emerge como prueba.
La apelación a las pruebas genéticas como veíamos más arriba es –en muchos casos– la única vía posible para el acceso al develamiento de la verdad histórica del sujeto apropiado. Pero la pregunta que nos resuena en tanto analistas es de qué verdad nos habla lo genético. Y si esa verdad hallada se inscribirá efectivamente como significante del nombre de los padres.
Dirá Lacan en torno a la lectura de Antígona, una elección absoluta es una elección no motivada por ningún bien[10].
El acto analítico y el jurídico fundan diversos lugares para el sujeto.
¿Cómo desanudar los efectos que produjo ese acto perverso que fue la apropiación sistemática de niños/as? Ese acto tuvo valor de acta, en la medida que inscribió una historia que tuvo valor significante en quienes la padecieron. ¿Hay desinscripción posible de ese acto?
Como analistas, al intervenir en este campo debemos hacer lugar al tiempo del sujeto para decidirse a escuchar, asumir y aceptar lo que hay en juego en esta historia.
El acceso a la identidad con todas las operaciones que moviliza para el aparato psíquico, no está garantido sólo a expensas del dictamen jurídico, pero un dictamen jurídico puede ser un punto de partida para el reconocimiento de ese acontecimiento en la vida del sujeto, contribuyendo por otra parte a la cancelación inmediata del delito y produciendo incidencias reales en el cuerpo. Todos estos elementos pueden abrir en cada persona, una por una, la posibilidad de comenzar un proceso de asunción de esa historia y de construcción de una nueva identificación.
En este sentido, hay una responsabilidad que le compete al Estado. No se corresponde ni con los jóvenes que fueron apropiados, ni con las familias biológicas que reclaman su restitución. Consideramos que es necesario remarcar esto porque de lo contrario se ubica el eje en una falsa discusión respecto de quien porta la verdad sobre lo ocurrido, los familiares que reclaman o los jóvenes que no pueden o no quieren aceptar la restitución. No se trata de una verdad o la otra, sino de la posibilidad de encontrar una salida que corra el eje centrado en esa vía imaginaria y uno de sus ejes es el saber.
La negativa de algunos jóvenes a realizar la prueba de ADN para verificar la filiación, según lo indica la norma jurídica, es un detalle que nos permite interrogarnos sobre este saber, interpretándolo sintomáticamente.
UNA LETRA PERO FUERA DEL LENGUAJE
Cabe pensar entonces si no es la omisión de esta “perversión particular”, como la denomina E. Laurent[11], la que dificulta la transmisión del saber sobre su origen, es decir, lo difícil de transmitir no estaría en el orden de ser hijos de desaparecidos sino que fueron adoptados como consecuencia del asesinato de sus padres, con el agravante de que en muchos casos los adoptantes son, además, los asesinos.
En el caso que recién planteamos, como tantos otros, los hijos apropiados quedaron por fuera de toda elección responsable. Ahí el sujeto no está en situación de elegir. Sin embargo, no es de esa elección de la que se trata, sino de la posibilidad de ubicar algún margen de decisión, es decir, que hará falta un asentimiento subjetivo que instaure el reconocimiento de su posición como sujeto responsable.
Y es el síntoma en este sentido el que nos puede proporcionar una orientación en el trabajo clínico.
Podemos acotar entonces, parafraseando a Badiou que, en este sentido, “la verdad particular que se constituye a partir del impacto que cada acontecimiento produce en cada sujeto, lo despoja de ese principio de la verdad absoluta, para enfrentarlo a una verdad no-toda”.
Si cada hijo nace del equívoco, en la incertidumbre de diferenciarse hará falta darle toda su dimensión a la verdad que como dice Lacan: despierta o adormece, depende del tono.
BIBLIOGRAFÍA
1. Ibidem, El porvenir de la memoria
2. Agamben, Giorgio, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III, Pre-textos, Valencia, 2005.
3. Ibidem, Profanaciones, Adriana Hidalgo Editora,
4. Badiou, Alain, El ser y el acontecimiento, Manantial, 1999.
5. Cornaz, Laurent, La escritura o lo trágico de la transmisión, Edeelp, 1998.
6. Kaufman, Alejandro, Oficios Terrestres, N° 15-16, año X, 2004.
7. Lacan, Jacques, Dos notas sobre el niño, 1969. 9- Lacan, Jacques Seminario 7.
8.. Lacan, Jacques Seminario 7.
9. Lacan, Jacques, Seminario
10. Lacan, Jacques, Seminario
11. Lacan, Jacques, Seminario
12. Lacan, Jacques, Seminario
13. Lacan, Jacques, Seminario
14. Lacan, Jacques, “El atolondradicho”, en Escansión N° 1, Ed. Paidós, Bs. As., 1984.
15.. Lacan, Jacques, “El atolondradicho”, en Escansión N° 1, Ed. Paidós, Bs. As., 1984.
16. Laurent, Eric, “Segregación y diferenciación”, Revista El niño N° 6, Primavera-Verano,
17. Legendre, Pierre, El inestimable objeto de la transmisión, Siglo XXI.
18. Levi, Primo, Los hundidos y lo salvados, Muchnik editores, Barcelona, 2000.
19- Semprún, Jorge, La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona,
20- Strauss, Levi, Seminario La identidad, Ed. Petrel, España, 1981.
21- Todorov, Tzvetan, Frente al límite, Siglo XXI, México, 2003.
22- Zizek, Slavoj, El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, 1992.
NOTAS
* Parte de este texto fue publicado en Página/12, del 25 de marzo de 2004, y en la publicación semestral Psicoanálisis y el hospital, Nro. 30, Noviembre de 2006, Ediciones del Seminario.
[2] Oficios Terrestres, Nro. 15-16, año X, 2004.
[3] Giorgio Agamben, Profanaciones, Adriana Hidalgo Editora, 2005.
[4] Laurent Cornaz, La escritura o lo trágico de la transmisión, Epeele, México, 1998.
[5] Nieta del poeta Juan Gelman, localizada y restituida.
[6] Entrevista a Macarena Gelman, de Mariana Contreras y Álvaro Pérez García, “Y el bebé del que hablan soy yo…”, en página web: Espace perso d’Isabelle.
[7] Giorgio Agamben, ibidem, pág. 29
[8] Identidad y Catástrofes Jean Petitot, Seminario La identidad, Levi Strauss
[9] Zizek, Slavoj, El sublime objeto de la ideología, Che Vuoi?, 1992
[10] Lacan, Jacques, Seminario 7, La ética del psicoanálisis.
[11] Laurent, Eric, “Segregación y diferenciación”, Revista El niño Nro. 6, Primavera-Verano 1999.
Este texto forma parte del libro Psicoanálisis, Identidad y Transmisión, compiladora: Alicia Lo Giúdice. Centro de Atención por el Derecho a la Identidad de Abuelas de Plaza de Mayo.