Jueces y fiscales ante las palabras de las víctimas de delitos de lesa humanidad
Por Fabiana Rousseaux
Frente a esa lengua hecha de lo innominable que portan quienes sufrieron extremas violaciones a los derechos humanos, se juega un vacío de sentido que se sostiene en lo íntimo, no ya de quien testimonia, sino del que escucha. En Argentina, la experiencia de juzgar los crímenes de la dictadura enfrentó a jueces y fiscales a los relatos de víctimas de hechos atroces. Lejos del terreno probatorio que el derecho exige y de cara a la imposibilidad real del horror, nadie salió indemne.
En el marco de una entrevista realizada al juez Díaz Gavier, presidente del Tribunal Federal Nº 1 de Córdoba, en ocasión de la sentencia del histórico juicio por los delitos de lesa humanidad cometidos en los centros clandestinos de detención (CCD) La Perla y Campo de la Ribera, la periodista Marta Platía interpela un aspecto subjetivo del funcionario al comentarle: “hubo dos momentos en este larguísimo juicio en los que lo vi acusar el impacto de lo que estaba escuchando. Uno fue la declaración de una sobreviviente, quien contó terribles abusos sexuales. El otro, cuando un hombre atestiguó que lo habían violado”. Díaz Gavier asiente y dice que, ciertamente, fue terrible escuchar tales horrores mencionados en esas audiencias. Pero su respuesta va más allá, apunta a otro orden de lo conmocionante y revela que, aún frente a lo irrepresentable de la palabra imposible de revelar, se juega un vacío de sentido que sólo se sostiene en lo íntimo, no ya del sujeto que testimonia, sino de quien escucha. Pues repara en un detalle que alude al pudor como frontera de lo humano, que al arrasarse deja caer todos los sentidos y quebranta el límite de cuajo: “otra cosa que me conmovió, no por lo físico, sino por lo psíquico, lo íntimo, lo espiritual de [una chica], que le encuentran un papelito […] donde ella ponía que estaba enamorada de otro chico […] Y la delatan en algo que el pudor humano es tan evidente a esa edad, cuando se es adolescente es tan secreto. Uno se muere de vergüenza por esas cosas. Cuando es más grande no, le encanta decirlo. Pero cuando es más chico provoca un sufrimiento tan brutal. Armarles esa parodia (de cena romántica) inmunda, miserable… Quizás le haya dolido más eso que los tormentos físicos”[1], analiza el juez, pensando en la escena que le tocó escuchar mientras estaba al frente de aquel tribunal.
El testimonio jurídico exige una lógica interna sostenida por la función extractiva de la verdad objetiva y sin fisuras, aun a sabiendas de la imposibilidad que tiene quien testimonia de responder desde esa estructura discursiva limitada por la técnica normativa del positivismo a secas.
Luego de Auschwitz ya no se puede hablar del mismo modo, tal como Adorno advierte en torno a la poesía, a la escritura. Hay una imposibilidad real en el horror. Lo innúmero[2] –tela de la que está hecha esta saga de crímenes que se juzgan– es aquello que no puede ser reducido a un hecho cuantificable. El exterminio, la desaparición, jamás pueden ser alcanzables, descifrables ni medibles en su totalidad. En todas las ocasiones, algo de esa verdad exigiblemente objetiva, pero estructuralmente “atrocinante”[3], escapa al sentido volviéndolo no-todo.
En una intervención reciente, el psicoanalista Jorge Alemán planteaba –respecto de la problemática de los testimonios en estos juicios y tomando conceptos del mundo griego– que “Aidos (vergüenza) y Diké (Justicia) son la precondición para que el orden jurídico entre en funcionamiento”. Y, considerando el impresionante esfuerzo de memoria que se desarrolla en la Argentina, agregaba que aquí “se inventó un nuevo sujeto político, que es algo muy distinto a formar parte del capítulo o sección de derechos humanos que todos los países tienen. Se articuló el testimonio a una política de Estado, pero se sostuvo la tensión permanente entre la verdad y el derecho, dado que no se redujo a lo administrativo esa relación con lo imposible de decir. Lo interdisciplinario, introducido desde el discurso del psicoanálisis en este campo de intervención, posibilitó un nuevo interrogante: no ya qué puede decir el psicoanálisis de esto, sino cómo es el psicoanálisis después de esto”.[4]
En efecto, cuando un pequeño grupo de psicoanalistas iniciamos en 2006 la tarea de acompañamiento a las víctimas-testigo en los juicios por delitos de lesa humanidad, pensamos en quiénes iban a testimoniar y armamos un esquema destinado a tal fin, como parte de una política estatal que, muy tempranamente, se ponía a disposición de estos circuitos testimoniales, apuntando a tomar con la máxima seriedad todo lo que allí iba a desplegarse. Poner a hablar al horror era algo que sabíamos, de entrada, que iba a traer sus consecuencias.
En cuanto comenzaron las declaraciones testimoniales, recibí el llamado de un juez. La consulta fue concreta: “¿Ustedes van a contener también a los jueces? Estoy soñando…”. Este fue el primer hecho que, al señalar el surgimiento de las pesadillas, del miedo, puso en evidencia que las fronteras empezaban a derribarse por medio de las palabras extraídas de los CCD. Palabras producidas allí que, sacadas de esa topología, destruían las vallas, incluso las de las investiduras discursivas de los magistrados y magistradas.
En otra ocasión, un juez de la causa ESMA que se había cruzado con la mirada de Alfredo Astiz en una de las audiencias, con quien dialogábamos acerca de cómo implementar el esquema de acompañamiento a los testigos, relató que en ese cruce algo gélido lo atravesó: “Me quedé paralizado”, advirtió.
Este episodio que el juez abría dio lugar a una conversación que cuestionaba profundamente qué era lo que allí se estaba juzgando y cuáles serían las posibles respuestas que ese terreno imponía. Recuerdo que debatimos la imposibilidad ética de “hacer careos” en estos juicios, de sostener la exigencia de relatos minuciosos frente a lo imposible de nombrar o, al menos, a aquello que al nombrarse produce efectos subjetivos riesgosos. Nadie sale de allí indemne. ¿Cuál podría ser la consecuencia de esa mirada si quien se cruza con ella es una víctima que ya se enfrentó a la misma en la ESMA?
Porque, no bien iniciamos este relato, salimos del terreno probatorio que el derecho exige. Incluso salimos de inmediato del campo de la subjetividad para entrar al terreno de los intersticios del “discurso extremado”. Se impone la dimensión de objeto que apunta a lo íntimo: la mirada, la voz, el calor, el frío, los sonidos, lo espectral, el miedo, lo que no tiene consecuencias jurídicas. Ingresamos a este terreno y ya no podemos pisar firme.
La breve pero contundente conversación con el juez evidenciaba que el impacto sobre quienes iban a escuchar durante uno o dos años consecutivos los relatos sobre estos hechos terribles, en audiencias que durarían alrededor de nueve o diez horas diarias, implicaría una dimensión que no sólo nunca habían escuchado, sino tampoco advertido.
Sobre esta cuestión consulté a algunos/as jueces y fiscales, proponiéndoles dos interrogantes. El primero, partiendo de la experiencia inédita a nivel internacional de juzgar crímenes de lesa humanidad sin crear tribunales especiales –que hizo que quienes estaban habituados a intervenir con otro tipo de delitos tuvieran que enfrentarse a testimonios de víctimas de hechos atroces–, fue el interrogante sobre si esto generó una escucha nueva. Y el segundo se refirió a qué impacto les produjo a estos/as jueces y fiscales a nivel personal escuchar este tipo de testimonios.
Las respuestas fueron variadas y plasman, en términos generales, el atravesamiento discusivo radical que se impuso en el cuerpo de los operadores judiciales, pero también la defensa propia del lenguaje jurídico para hacer de frontera a esa “lengua” hecha de lo innominable que portan quienes tuvieron que soportar estas extremas violaciones a los derechos humanos.
Gabriela Sosti, una fiscal ad hoc que trabaja en causas por delitos de lesa humanidad, expresó que “el desafío de haber asumido el rol de representar al Estado implicó un compromiso ético fundamental que supera cualquier otro compromiso normal de encarnar por quienes llevan adelante las acusaciones en los casos comunes. Estos juicios implican enfrentarse con el detritus de la sociedad, con el crimen más horrendo que uno no puede ni imaginar porque escapa a toda decodificación posible. Uno, como funcionario público, se maneja, en general, en un contexto donde lo emocional está contenido, más o menos acotado. Pero frente a violaciones masivas, frente a la tortura, hay una certeza de que hay un sujeto que es la herramienta del Estado que convierte a otro sujeto en objeto para atormentarlo, y eso es imposible de decodificar. No hay parámetro funcional ni marco teórico que lo soporte, y eso desborda la emocionalidad y corre el compromiso subjetivo que uno tiene como funcionario a otro plano. Es inevitable involucrarse desde un lugar que desborda y afecta lo emocional, lo psíquico. Ningún fiscal que haya trabajado con estas causas quedó de la misma manera. En mi caso, a lo largo de todos los juicios y de haber tenido una dinámica de trabajo que implicó vincularme, en la medida de lo posible, con todos los sobrevivientes y los familiares, a nivel personal y a nivel físico directamente, entendí que la función del Estado abarca una dimensión ética importante, porque es el mismo Estado que torturó el que hoy abre la posibilidad de la catarsis a través del relato en ese espacio tan particular que es un juicio. Y por lo menos yo, salí de mi función específica y me involucré en lo personal de una manera definitiva. A lo largo de estos años puedo decir que los juicios me hicieron mejor persona. Muchas veces los funcionarios, sobre todo desde el Poder Judicial, sentimos que el derecho alcanza para todo: para curar, calmar, acomodar. Y acá nos damos cuenta de que no es así. Tenemos el desafío de la catarsis a partir del relato, más allá del acomodamiento de la realidad con una pena”.
Por su parte, Mercedes Soiza Reilly, fiscal ad hoc de una megacausa por estos crímenes cometidos por el Estado, planteó lo siguiente: “Para los operadores judiciales que fuimos parte de los procesos de memoria y justicia sucedidos en las salas de audiencia, el estar frente a un testimonio representó una nueva forma de escucha. Al igual que nos permitió reflexionar sobre la difícil tarea que acarrea para el testigo que denuncia graves violaciones a los derechos humanos llevar al juicio el peso de lo traumático. La Justicia se presentaba ante ellos con sus excesos de rito, con normas procesales que a las claras no estaban pensadas para procesos atravesados por esta complejidad. Durante el juicio donde se investigan los crímenes cometidos en la ESMA, una joven nacida en cautiverio dijo frente a los jueces: ‘a los sobrevivientes se los ha juzgado históricamente y desde el comienzo se los ha inhabilitado en su papel de víctimas’. Ella nos estaba diciendo que el sistema judicial debía prepararse para nuevas formas de escuchar los dolorosos relatos; que la declaración venía cargada con el peso de lo traumático. Es decir, debimos repensar, generar espacios de contención para el testimoniante. Los operadores judiciales, entonces, nos situamos frente al testimonio de otra forma, reflexionamos sobre lo que siente el testigo al deponer y evocar su experiencia traumática. Ser parte de estos juicios y escuchar este tipo de testimonios me convirtió en testigo de los testigos. Escuché su dolor, sus miedos, la angustia de lo vivido, pero también las historias de lucha, de vida, de amor y de resistencias. Me fortaleció profesionalmente”.
En este sentido, el juez Leopoldo Bruglia, que intervino en varias causas por crímenes de lesa humanidad, reflexionó: “Llevo ya más de veinte años interviniendo en juicios orales en materia federal penal, y la experiencia en estos juicios, sin duda, ha significado una vivencia muy difícil de describir en forma sintética. Cientos de testimonios de víctimas, con descripciones de una crudeza inimaginable. De miedo, terror y dolor ensamblados. Conceptos abstractos hasta entonces, como la reparación del testimonio y la revictimización, tomaron dimensión y fueron claramente comprendidos a través de la experiencia adquirida. El dolor en sus puntos límites y la descripción de situaciones de degradación absoluta de la condición humana fueron crudamente expuestos en los testimonios de víctimas”.
Otro juez, Pablo Bertuzzi, respondió que “en cuanto al impacto que la recepción de los testimonios de las víctimas pudo haber causado en los magistrados, cabe reflexionar que habitualmente los jueces con competencia en materia penal van forjando su carácter, de alguna manera, de acuerdo con las vivencias que les toca transitar en los procesos en los que intervienen. Diferentes pueden ser las situaciones y sensaciones que uno advierte en el ejercicio del cargo. Ello nos exige a los magistrados un máximo esfuerzo en el tratamiento y consideración de sus testimonios, los que no sólo constituyen aportes de índole probatoria para los procesos, sino también situaciones que afectan directamente sus sentimientos más profundos”.
La jueza María Roqueta, quien llevó adelante el juicio por el plan sistemático de apropiación de menores durante la dictadura, dijo que “los jueces y juezas penales van acostumbrando su escucha sobre relatos de las acciones más miserables de las personas. Con los juicios por crímenes de lesa humanidad fue un aprendizaje constante y continuo, porque además de tener enfrente a las víctimas de hechos aberrantes se debe contemplar el tiempo que ha pasado. Reconocer que la memoria es fluctuante y que las víctimas, mientras hacen su relato, van teniendo una sensación muy distinta en cada caso, en cada declaración, y que también difiere en cada persona. Quienes deben juzgar y analizar esos testimonios tuvieron que aprender cómo se construye esa verdad y reconocer que se debía transitar una nueva escucha sobre características distintas. Mientras se iba produciendo la prueba, me generó mucha ansiedad, tal vez buscando saber todo lo posible por más insignificante que fuera. Después de terminados los juicios, tuve una profunda tristeza”.
Dolor, tristeza, aprendizaje, pesadillas, interrogantes, ansiedad, esfuerzo de escucha, reflexión, puntos límites, miedo, crudeza, afectación, involucramiento, compromiso emocional. Todos modos de la división subjetiva que atraviesa no ya a quien habla, sino a quien escucha.
El concepto mismo de “testigo-víctima” es un concepto límite. Los juicios que se llevan a cabo en la Argentina hacen que se ponga en juego esta categoría jurídica, tensando y extremando su significado, lo que nos obligó, desde un inicio, a cuestionar el saber que sobre la figura del testigo-víctima porta el derecho penal.
Este dilemático campo de lo testimonial plantea dificultades serias para las víctimas-testigo, pero, como hemos visto en estos años, también sobre los operadores del campo jurídico.
Para restituir el sentido de lo ocurrido, ya nadie puede dudar de la complejidad de este proceso, dado que es justamente tal proceso de verdad el que, anudado a la Justicia, restituirá ese sentido.
En aquella misma entrevista a Díaz Gavier mencionada al comienzo, el juez lanza una frase que nos interpela como corpus social, cuando recuerda que el día de la sentencia del juicio “La Perla-Campo de la Ribera” los hermanos de una de las víctimas presentes en la sala de audiencias vieron a Héctor Vergez –el asesino que acribilló a balazos a su joven hermano frente a sus padres– que, simulando un revólver con su mano, disparó contra la foto del joven que sostenía uno de ellos. Díaz Gavier expresa que no sabe cómo los familiares de las víctimas de estos delitos pudieron soportarlo, y subraya: “Mantuvieron esta conducta increíble ante las provocaciones de estos imputados y sólo reclamaron justicia. Nada más que justicia”.
Allí es donde la disrupción de los hechos y lo inabarcable por la vía del lenguaje se evidencia rotundamente. Un juez en el marco de una sentencia que, frente a lo que excede toda frontera humana, plantea nada más que justicia.
Este texto fue publicado en Maíz, Número 8. Revista de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata, diciembre de 2016. http://www.revistamaiz.com.ar/2016/12/juzgar-y-ser-tocado.html
Agradecemos a los jueces Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y María Roqueta, y a las fiscales ad hoc Mercedes Soiza Reilly y Gabriela Sosti, por su participación en esta nota a través de sus valiosas opiniones.
[1] “Reportaje a Jaime Díaz Gavier, Presidente del Tribunal Federal 1 de Córdoba”. Diario Página/12, 28 de agosto de 2016. Disponible en: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-307960-2016-08-28.html.
[2] Véase Rousseaux, Fabiana. “30000: el in-número de la ‘dimensión del crimen masivo’”. En: Agencia de noticias Paco Urondo. Disponible en: http://www.agenciapacourondo.com.ar/secciones/relampagos/20502-30000-el-in-numero-de-la-dimension-del-crimen-masivo y reproducido en http://tecmered.com/30-000-el-innumero-de-la-dimension-del-crimen-masivo/
[3] Neologismo producto de lo atroz y lo alucinante.
[4] Presentación en el Centro Cultural de la Cooperación del equipo “Territorios Clínicos de la Memoria, Red de Profesionales en Derechos Humanos y Subjetividad”, el 5 de septiembre de 2016.