Skip to main content
Publicaciones

La privatización del circuito tortuoso

By 3 septiembre, 2016agosto 27th, 2021No Comments

Por Fabiana Rousseaux

Decíamos en un texto anterior, que existe un tema que debemos comenzar a poner en evidencia y considerarlo fuertemente: los desaparecidos vivos que aún hoy se encuentran apropiados. Los nietos en primer lugar. Cuerpos que circulan en el espacio social, con una identidad falseada e invisibles a los ojos de sus propios familiares, que los buscan incesantemente. Pero también convivimos con los cuerpos de muchas mujeres e hijos de esas mujeres que han sido arrastrados a fronteras que están más allá de la clandestinidad. Qué significa eso?
Fueron muchos los casos donde me tocó intervenir cuando dirigía el Centro Ulloa [1]. Sabíamos de la dificultad de hablar y denunciar -aún hoy-, para muchas personas que todavía piensan que al no haber ser vistas por nadie en un CCD [2] no tiene pruebas de lo que vivieron y eso es absolutamente desolador. Esa falta de pruebas se puede deber a muchas razones; o bien que todos los testigos de su secuestro estén desaparecidos o muertos y entonces no hay nadie vivo que pueda dar cuenta de que estuvo en un determinado lugar, o bien haber sido trasladados a lugares donde no había otros detenidos o detenidas que dieran testimonio de haberlos visto.
Hay muchos casos de este orden. Hay mujeres que han sido tomadas por objeto sexual como una parte más del mobiliario de su propia vivienda. Se han apropiado de sus viviendas, han pasado años sometidas a esa clandestinidad y secuestro al interior de sus casas. O de otras casas, aisladas, elegidas por sus torturadores. ¿Es pensable? ¿Es creíble? ¿Es decible? ¿Es escuchable? Hasta que alguien se digna a escuchar… Eso hicimos, nos dispusimos a escuchar lo que no se podía escuchar, porque no se podía entender.
Algunas de estas mujeres pedían entrevistas diciendo que nadie les creía. Que ellas no estaban locas, que habían vivido situaciones que de verdad no querían volver a pensarlas y para contarlo debían pensar y eso les daba terror, pero que volvían en sus sueños una y otra vez, que no tenían paz, que no podían siquiera contárselo a sus hijos. A nadie.
Muchas veces me pregunté en estos años qué frontera de lo humano hace que aún personas que trabajan en ámbitos ligados a estos temas y por ejemplo toman denuncias, escuchan testimonios, tengan a veces, la tentación de responder que eso que se escucha no es verdad, y llegué a la conclusión que eso sucede porque no se sabe qué hacer con lo que se escucha. Me respondí también que eso es un problema ético de quien escucha. Quien enuncia, es hablado por el horror vivido y vívido. Se trata de una frontera que no se puede pasar sencillamente.
Entonces esa es una potente razón que da cuenta de una de las imposibilidades del registro de los hechos. ¿Cómo se cuenta eso? ¿Cómo se denuncia? ¿Ante quién? ¿Con qué pruebas? ¿Con qué testigos? ¿Con qué documentos?
Estamos frente a un problema serio que exige respuestas serias. Estamos en el terreno donde funcionarios del circuito estatal hicieron un uso privatizado de la lógica concentracionaria, y donde era posible mantener conversaciones con sus superiores y decir: “Me llevo a esta secuestrada conmigo” -reproduciendo la lógica concentracionaria a medida-, “Me agarro a estos chicos y me los llevo a mi hogar de menores y los uso para lo que yo quiera”, y así muchos casos. Donde ese goce putrefacto y mortífero de tortura sin tope, se independizaba de los circuitos administrativos y marchaba por sí sólo en nombre de demenciales verdades. Que esto haya sucedido, no significa que sean temas desvinculados de la responsabilidad delictiva del Estado ni que deban ser considerados delitos diferentes, privados como muchas veces se intentó catalogar. Todo lo contrario, porque todo esto fue producto, efecto, y con la aprobación de los responsables del genocidio y en muchas ocasiones eran instancias sostenidas y acordadas entre varios miembros de la patota.
Dos hermanas en un pueblo del interior de Santa Fe, que fueron tomadas como objetos (rehenes) durante meses en su propia vivienda, donde fueron abusadas (una de ellas, una menor de 16 años), se apropiaron de sus cosas, de sus muebles, se apropiaron de uno de sus hijos, usaron esa vivienda como base de operaciones todas las veces que quisieron ocupándola para tareas de la policía, la Brigada Aérea local y personal militar. Condenaron a la criatura apropiada y a su hermana a vivir una infancia plagada de dolor, conviviendo en un mismo pueblo los dos niños y sus padres sin poder encontrarse. Cambiaron así sus destinos para siempre.
El caso de los hermanos que fueron llevados a la Casa de Belén luego de presenciar el secuestro de su madre, tres niños de 2, 4 y 5 años fueron trasladados al infierno de esa institución que reproducía con creces el dispositivo concentracionario. Fueron usados como esclavos y tratados como animales según relata una de las niñas secuestradas, cuando la historia se hizo pública. Cabe destacar que la Casa de Belén dependía de una Parroquia de Banfield y que el “operativo” (hay que llamarlo así dado que intervinieron múltiples instancias burocráticas y coordinadas desde el Estado) estuvo a cargo la jueza de menores Pons, que -recordemos – rompió los papeles de los niños y dió precisas instrucciones a sus empleados estatales de ocultar la identidad de los niños a los familiares que los buscaban, esgrimiendo que “eran hijos de un paraguayo montonero y que no merecían recuperarlos”.
O el caso de una mujer que estuvo secuestrada durante años en una casa totalmente tabicada adonde fue llevada directamente desde el CCD adonde la habían trasladado. Esta situación de aislamiento duró años y su torturador la embarazó forzosamente en varias oportunidades. Esto imposibilitó a esta mujer poder acercarse a dar testimonio sobre estos hechos. ¿Quienes son sus testigos?, se preguntaba ella cada vez que pensaba en denunciar lo que ha vivido durante todos esos años.
Si de algo sirvió la experiencia que nos animamos a abrir en el país cuando la verdad se puso a hablar en los juicios, fue la de haber ofrecido el espacio de escucha a quienes no se atrevían a hacerlo por las vías administrativas. Todos estos casos y muchos más llegaron al Centro Ulloa durante mi gestión, y a partir de allí pudimos acompañar los procesos de denuncia. En esos casos intervenimos varios años antes que se hagan públicos y creo profundamente en que los sujetos son hablados por esa verdad impronunciable y no al revés. De modo que el debate sobre la verdad / falsedad de las cifras cuando aún falta tanto por nombrar y registra,r me parece inadmisible.


1. Fue el primer Centro de Asistencia a víctimas de violaciones de derechos humanos, especializado en asistencia a víctimas del terrorismo de Estado en toda la región, con esa perspectiva específica. Lo fundamos con la convicción de que para una gran cantidad de gente que había atravesado por la experiencia de terror bajo los modos que éste haya tomado, era casi imposible llegar a un circuito administrativo para denunciar lo que había vivido, 20 o 30 años después. Hablo de este tiempo, porque esta experiencia nosotros la iniciamos hace 11 años atrás, en el 2005.
2. Centro Clandestino de Detención

Compartir: