Por Joaquín Frías
Joaquin Frías es el hijo de Federico, desaparecido en el marco de la llamada Contraofensiva. El Tribunal Oral Federal 4 de San Martín está llevando adelante el juicio donde se acusa a los Jefes de la Inteligencia del Ejército, mientras las víctimas, familiares, y los militantes dan testimonio del derecho a la resistencia contra la dictadura.Joaquin es uno de ellos, y compartimos aquí la reconstrucción del vínculo con su padre a través de los recuerdos y la búsqueda incansable de justicia.Compartimos la segunda entrega de este Relato de Archivo “Transmisiones”
Ahora estoy en una casa nueva, tengo una familia nueva. Tengo a pa, que es mi papá aunque no lo sea. Y un hermano de la misma edad que yo; no vive con nosotros pero viene seguido, la gente arriesga que somos mellizos. Y dos hermanas que nacen poco tiempo después.
Neuquén es una ciudad perfecta para rescatarse, hay mucho trabajo y casi todos son de otro lugar. Somos parte de una colonia bastante numerosa de platenses, prácticamente todas las sociales las hacemos con ellos: fines de semana, cumpleaños, ski weeks.
No se habla mucho de política en casa. Pero sí recuerdo bien la expectativa con la que se espera el resultado de las elecciones del 83, todos concentrados en el living escuchando la radio a oscuras, iluminados apenas por los vapores verde fluo del dial.
Y la primera vez que veo mucha gente junta caminando por la calle, por la Avenida Argentina, ondeando una bandera roja, mamá me da una explicación que vagamente recuerdo como política.
En casa tampoco se habla mucho de los desaparecidos. Cuando pasan por la tele el juicio a las juntas militares algo se dice, o yo pregunto algo que descoloca a todos, no sé bien. Todos saben que mi papá es un desaparecido pero nunca nadie me saca el tema.
Tampoco yo siento ganas de preguntar o hablar de eso. O por los menos no con mis primos ni con los amigos de la colonia platense. Una vez, estando en la casa de uno de estos amigos, como yo hablo rápido sin parar, su papá me bautiza “metralleta Frías” y de alguna manera capto que hay un doble sentido aunque no entiendo el chiste.
En el living de casa hay un globo de vidrio; sé que se lo regaló a pa un amigo suyo muy querido, un amigo desaparecido. Como primera aproximación, meto granos de arroz por el cuello angosto. Después, elaboro un sistema para que estalle en mil pedazos, que consiste en desplegar hilos de nylon por todos lados (tuercen a veces por el cuello del globo) y pulsar alguna parte del tejido.
Si en el tocadiscos suena Mambrú se fue a la guerra, en la parte de «Ajajá, ajajá…» me dan ganas de llorar pero me las aguanto. A veces me largo a llorar de la nada; muy raro.
Tengo una habitación para mí solo. Casi todas las noches me cuesta dormirme porque tengo miedo. Del otro lado de la ventana, oculto por la esterilla, hay un vampiro flotando. Esto por supuesto no lo hablo con nadie, me da vergüenza.
Al único que le cuento que soy hijo de desaparecido es a mi mejor amigo de la primaria. Pa me lleva todas las mañanas en alguna de las camionetas de la empresa. Cuando salgo de la escuela, camino hasta la empresa con unos amigos que también son los vecinos de enfrente.
De vuelta a casa, comemos rápido y salimos de nuevo al centro, pero esta vez cruzando toda la ciudad, también el puente que lleva a Cipolletti, para ir a inglés. Una vez a la semana mamá me lleva a mi y a otros chicos a la Chacra -así le decimos al instituto- y el resto de los días le toca a otras mamás.
Paso mucho tiempo con mis abuelos, todos los viernes me voy a dormir a su casa. Se hicieron una casa más chica al lado de la otra. Mi casa nueva está a dos cuadras, pero cortando por un terreno baldío es todavía más cerca.
Ellos tienen una biblioteca que me parece inagotable, puedo agarrar cualquier libro que quiera (me encanta uno de la Isla de Pascua que tiene muchas fotos). Al fondo hay un taller de herramientas donde también hago lo que quiero.
La abuela se la pasa contando historias de la edad de oro, que vendría a ser cuando mamá y los tíos eran chicos y vivían en La Plata. La casa de la calle 3 se torna mítica. El abuelo, en cambio, se fascina con Neuquén. Dice que la provincia tranquilamente podría ser un país independiente, que tiene todos los recursos necesarios. Con ellos tengo conversaciones de grande, eso me gusta.
Algunas vacaciones me voy con los abuelos a una casa que tienen en Valeria del Mar. También viene mi prima Lu que ya no vive más en Neuquén.
Hacemos el viaje en una combi que el abuelo acondicionó como motorhome con todo lo necesario. En unos de esos viajes, con Lu nos asomamos por la ventanilla y vemos los campos llenos de luces voladoras.
La casa de Valeria es un museo de la edad de oro, todos los objetos seguro fueron utilizados en aquella época espléndida y me resulta increíble que ahora estén a mi disposición.
Los abuelos a veces cuentan algunas historias protagonizadas por mi prima y yo cuando éramos todavía más chicos, anécdotas del tiempo que vivimos en Montevideo. Yo no puedo recordar casi nada aunque fue apenas unos años antes. Hay, sí, imágenes de una excursión en carretilla hasta la playa para buscar arena, pero no estoy seguro si eso me lo contaron y yo lo incorporé como recuerdo.
Lo de Uruguay parece que fue una temporada larga en la playa. El único registro son estas anécdotas, casi no hay fotos como siempre suele haber de todos los capítulos de la historia familiar. Me parece que solo ellos hablan de eso.
Toda la familia de papá vive en La Plata, pero mucho no los registro. Mi abuela es la única excepción. Para mi cumpleaños me manda unos juguetes buenísimos. Empezamos a ir más seguido a La Plata y yo la visito en su departamento.
En el living tiene una foto de papá a la vista; las que yo tengo siempre están guardadas en la caja de las cartas. Vive sola con la misma perra cocker blanca y negra que yo vi en algunas fotos de papá.
Un día vamos a dar una vuelta en auto y me muestra un agujero que hay en el asiento del acompañante y dice que lo hizo mi sillita de bebé. Ese dato es un flash para mi. No sé si habla mucho de papá en ese momento, sí que le dice Fredy.
En el 89 vamos a pasar todo el verano a San Martín de los Andes porque se está terminando una obra importante. Al final nos quedamos a vivir. Fue algo imprevisto, justo el año que empezaba la secundaria.
Me hago amigos pero no le cuento a casi nadie que soy hijo de desaparecido. Solo a mis nuevos mejores amigos cuando llega el momento. No conozco a ninguna persona que tenga un familiar desaparecido. Sigo sin hablar o pensar mucho en eso, creo que hasta menos que antes.
Un día pasa por el pueblo uno de los mejores amigos de papá de la infancia, quiere conocerme. Pero cuando viene a casa me quedo en mi habitación. Tres veces suben a buscarme y nada. No puedo explicarme esa reacción (igual tampoco me hago mucha historia). Mamá y pa creo que se preocupan un poco pero no me dicen nada.
Cuando termino el secundario me voy a vivir a La Plata para empezar la universidad.