Joaquín Frías
Joaquin Frías es el hijo de Federico, desaparecido en el marco de la llamada Contraofensiva. El Tribunal Oral Federal 4 de San Martín está llevando adelante el juicio donde se acusa a los Jefes de la Inteligencia del Ejército, mientras las víctimas, familiares, y los militantes dan testimonio del derecho a la resistencia contra la dictadura.Joaquin es uno de ellos, y compartimos aquí la reconstrucción del vínculo con su padre a través de los recuerdos y la búsqueda incansable de justicia.Compartimos la quinta entrega de este Relato de Archivo “Transmisiones”
Después hablé con todas las personas que pude. Al principio, grababa las conversaciones pero me di cuenta que incomodaba y que lo mejor iba a ser tomar notas. Pero ni siquiera durante las charlas, recién cuando me quedaba solo escribía una síntesis de las cosas más interesantes que me habían contado. Este material también lo clasifiqué y archivé.
Empecé por Gustavo; se habían conocido con Fredy en el jardín de infantes del San Luis, un colegio exclusivo de La Plata regentado por los Hermanos Maristas, donde hicieron toda la escuela primaria y el colegio secundario.
En una hojita de libreta, leo que Gustavo describió a su amigo como “prudente”, “inteligente”, “medido”, “observador”. Dijo que de chico vivía dibujando prototipos de coches de carrera o adaptaciones. Dijo también que mi abuela era una de las madres del colegio con la que mejor se comunicaban, y que mi abuelo tenía una mirada taciturna que Fredy también tenía.
Hay una nota con una fecha subrayada: 1 de mayo de 1974. Gustavo dice que nunca se va a olvidar de ese día. A la tarde, había pasado por el departamento de calle 48 porque era el cumpleaños de Fredy. Recuerda muy bien la amargura que traían de la plaza, dice que parecía que los habían molido a palos.
La última vez que Gustavo vio a su amigo fue cuando nací yo, en junio del 76. Lo llevaron tapado hasta el departamento donde estábamos viviendo, aunque él igual se dio cuenta que quedaba por Tolosa. Los últimos apuntes resumen un sueño recurrente que Gustavo tuvo durante años: secuestraba a su amigo, lo llevaba a su casa, no lo dejaba salir para salvarlo.
Después hablé de nuevo con Carlos, el que me había dado los documentos falsos. Me contó de la época en que se hizo realmente amigo de Fredy, así dijo, que fue cuando los dos estaban peleados con sus novias. Para él esos días quedaron estampados en una imagen: Fredy tocando en la guitarra Te recuerdo Amanda, una y otra vez.
Hay anotaciones, también, de un campamento que hicieron con Chichi (desaparecido) y el Negro Alfredo (desaparecido) en Santa Teresita. Una mañana Fredy fue a mear y en eso vinieron de una obra a pedirles ayuda para un trabajo pesado; tres horas después volvieron al campamento y lo encontraron recostado en la arena. Carlos dijo que de ahí le quedó Dandy, otro de sus apodos.
En un momento de aquella conversación, Carlos dijo algo así como que él se acordaba de la época en la que no estaban desconectados de la sociedad. Puso como ejemplo otro viaje de amigos que hicieron al sur, en febrero del 75. Contó que viajaban en un tren repleto y que en el vagón comedor se armó una payada de contrapunto con los mozos; uno de sus cantos, nunca lo olvidará, era así:
Lo dice Batman
Lo dice Kung Fu
Cuando entra el Loco
El silencio es salud
(El Loco era el jefe de la cocina)
Reviso ahora las notas de la charla que tuve con Eduardo y Horacio, compañeros de Económicas, veo que hablamos sobre la militancia en la facultad, yo no conocía muchos detalles.
Me explicaron que Fredy empezó militando en FAEP, que después se fusiona con la FURN y de ahí nace la Juventud Universitaria Peronista (JUP). El primer responsable de Económicas fue el Chichi y cuando se va a otra estructura, dijeron, Fredy pasa a ser el responsable.
De él dependían cuatro unidades compuestas por cinco personas. Recuerdan que habló en las asambleas del 74 (creo que no les pregunté qué fue eso). Cuando meten preso al responsable de la JUP La Plata, Fredy y otro compañero lo reemplazan por un tiempo breve.
«Cuando se pasa a la clandestinidad», dijo Horacio, «la gente se dedicó a hacer propaganda, que es lo que hace la gente cuando está al pedo». Pintadas denunciando la Triple A (VillAr IsAbel López RegA), quema de cubiertas, en calle 7 soltaron un chancho enjabonado. Unos meses después del golpe, en octubre del 76, caen las citas nacionales y fue algo así como un pase a la clandestinidad al cuadrado; también hablamos de eso.
En esa charla les conté del libro de Uceda, también del milico que decía haber visto fusilamientos en Campo de Mayo. Les dije que estaba tratando de ubicarlos, que quería hablar con ellos. Horacio -sobreviviente de un chupadero-, perdiendo algo de paciencia, creo, me preguntó qué era lo que yo estaba buscando. Y dijo que si yo tuviera la filmación de mi papá secuestrado no podría entender nada, que sería como asomarme a una caja de visiones.
«Tu papá era un tipo como nosotros…», dijo por último Horacio, como diciendo “qué más podemos decirte”.
Un tiempo después, Carlos me mandó por email una carta escaneada de Fredy bastante más larga, tres hojas mecanografiadas, fechada en abril del 78. Un registro que nunca iba a encontrar en las cartas familiares. Allí menciona una “casita” y una “pareja macanuda” que vive con él. Dice que “tienen una inserción increíble” y que le hubiera gustado ofrecerle todo esto a mamá y a mí, que es «tan distinto a todo lo choto que vivimos en La Plata y Capital».
Su deseo era ofrecernos una vida militante en un barrio obrero en plena dictadura, no hay un gramo de ironía en sus palabras. En esa carta está claro que para él era un error irse del país, era una derrota política, había que estar junto al pueblo.
También hace un análisis del momento político:
La situación actual la definimos como el agotamiento de la ofensiva del enemigo. Esto debido al fracaso de sus tres objetivos fundamentales: 1) Aniquilarnos (no solo no lo han logrado, sino que nuestra fuerza se está reorganizando e incluso regenerándose) 2) Eliminar la capacidad de lucha del pueblo argentino (la resistencia popular aumenta día a día) y 3) Solucionar el problema económico (han tenido el fracaso más estrepitoso).
Todo esto los ha llevado a darse cuenta que no pueden quedarse hasta el año 2000 como pensaron en un principio y se han puesto a pensar en qué salida ofrecer. Esto significa ni más ni menos que un plan de retirada. Ya se escucha hablar todos los días de plan político, de diálogo, de salida institucional, del cese de intervención militar en los sindicatos, etc. etc.
En otra parte de esta carta, dice que «la tarea más importante tal vez sea reorganizar la fuerza propia y tenerla en óptimas condiciones para conducir la contraofensiva popular a mediados del 79». Hacia el final hay una referencia a la estrategia para el Mundial: «la verdad es que estamos un poquito manijeados, cosa peligrosa, pero después de todo no viene tan mal después de tantas amarguras».
Fue muy loco porque enseguida me conectaron con Juanita, alguien que también tenía unas cartas de papá que quería darme. Resultó ser la compañera de Néstor, la “pareja macanuda” mencionada en la carta de Carlos. Ellos tenían un hijo más o menos de mi edad, el Chanchi. Después de dejar nuestro departamento en Capital, papá vivió en casas de compañeros por poco tiempo, a salto de mata, hasta que llegó a la casa de Juanita y Néstor, a quienes conocía de la militancia en La Plata.
Juanita me contó que la casita estaba en Loma Hermosa y que vivieron allí casi un año. «Hacíamos y deshacíamos alianzas permanentemente», dijo. También me contó que en un momento salieron a buscar trabajo. Fue decisión de ellos, no querían depender de la guita de la orga. Tuvieron que armarse identidades de cobertura. Iban a la terminal de Retiro, por ejemplo, y uno de ellos revisaba los documentos perdidos y memorizaba el nombre de alguien parecido al otro, quien poco después se presentaba con esa identidad preguntando si habían encontrado su documento.
Cuando consiguieron trabajo, se les ocurrió que podían saltar afiliaciones duplicadas. Entonces visitaron a los dueños de los documentos perdidos como encuestadores y les preguntaron a qué se dedicaban. No hubo problemas. Algunas noches hacían pintadas por el barrio, salían con unos pasamontañas que habían comprado en el Once para eso. Bastante tiempo funcionaron así, como una célula autogestionada.
Se turnaban para cocinar, parece que a mi papá eso le gustaba; insistía en la forma correcta de condimentar las ensaladas. Por esas cosas, dijo Juanita, también por no descuidar el lustre de los zapatos, le decían el Dandy. Se relacionaron mucho con la gente del barrio. El día del 6 a 0 contra Perú, el Dandy se subió a un camión lleno de gente y fueron a festejar al obelisco. Ella daba apoyo escolar a los chicos del barrio, la cagaban a pedos porque la casita estaba enfierrada, embutes por todos lados.
Después de un viaje a Brasil de Néstor, se reengancharon. Trajo instrucciones en diapositivas que vieron en una piecita. Se cagaron de risa, ahora había que usar el uniforme montonero durante las acciones. Tuvieron que fabricarse sus propias pastillas de cianuro por si los agarraban. Como no sabían si había que usar cianuro de potasio o de magnesio, testearon con un perro (que sobrevivió).
Néstor también había traído el último disco de Chico Buarque, música de fondo de aquellos días.
Cuando le mostré fotos de papá había dos que recordaba muy bien porque las había tomado ella. Detrás de una de estas fotos -sentado en un tronco, chomba clara, pantalón oscuro y los famosos mocasines de Guido- escribió la primera carta que me mandó, en junio del 78. En la otra foto está con ropa de trabajo, sosteniendo una bicicleta; parece más chico. Yo pensaba era de otra época, aunque la fecha sobre el marco blanco estuvo siempre. Por primera vez miraba estas fotos una al lado de la otra. Ninguna duda, fueron sacadas en el mismo lugar. «El patio de la casa», dijo Juanita.
En una de las cartas que el Dandy le escribió a Juanita, y que ella me dió, dice «hoy hace un año exacto de lo de Néstor, parece que fuese ayer, pasó tan rápido este año». También dice que se acuerda cuando se encontró con Néstoren el 77, que le tuvo confianza y lo ayudó en un momento muy jodido.
Juanita me contó cuando deciden con el Dandy irse de la casa porque su compañero no volvía de una cita. En colectivo, con el Chanchi a upa. Y que unos días después volvieron a levantar cosas. No se mucho de lo que pasó inmediatamente después, me parece que de alguna manera lograron salir a Brasil.
No hay nada en los apuntes que tomé ese día, se ve que me olvidé de preguntar o por alguna razón no lo hice.
Por aquellos días también me reuní con Roberto Perdía, ex número 2 de Montoneros. Al verme me dio un larguísimo abrazo, como de ser querido. Yo me había anotado varias preguntas, aunque en realidad lo que quería era saber algo sobre el primer secuestro, el secuestro del que nadie sabía nada.
Perdía arrancó diciendo que no era mucho lo que podía contarme, que no se sabía cómo había sido el asunto. Dijo que Frías y su grupo entraron en febrero o marzo de 1980, que la misión era asentarse en el territorio. «Ninguno cayó en la frontera, mandaron un mensaje telefónico clasificado de que habían llegado bien».
Mencionó la existencia de un archivo montonero guardado en una caja de seguridad en La Habana, dañado lamentablemente por una inundación. Lo estaban tratando de recuperar. «Ahí puede haber cosas, claro, por qué no llamás en unos meses».
Venía así la charla hasta que pasó algo bastante curioso. En un momento Perdía hizo un gesto veloz: con cierta gracia, una de sus manos cayó en picada sobre el escritorio captando toda su atención, y dijo algo y después siguió como si nada. Me fui de su oficina pensando qué me había querido decir, o, más bien, si realmente me había dado a entender lo que creo que entendí.
Lo volví a ver muchos años después; delante de otros familiares de desaparecidos dijo «a tu viejo seguro le quebraron los papelitos», no me olvido más.
Al tiempo de ese encuentro viajé a Lima, un viaje que recuerdo como se recuerda un sueño. El periodista Ricardo Uceda fue muy amable conmigo. Me ubicó en un hostel en la zona de Barranco y me presentó a sus colegas del Instituto Prensa y Sociedad (IPYS). Y, por supuesto, arregló un encuentro con Alvarado, el militar peruano retirado que había hablado para su libro. Almorzamos en un restorán sobre la playa. No sentí nada especial cuando lo vi.
Lo primero que hice fue mostrarle la foto de Fredy desaparecido. Lo reconoció inmediatamente, ninguna duda. Pero después no agregó mucho a lo que ya le había contado a Uceda. Que Frías estaba vestido con un ambo marrón. Que la patota se movía con un avión del Estado argentino, pero no un avión de tipo militar. Medio que yo tuve que recordarle algunas cosas que él había dicho y que ahora parecía haber olvidado o confundido.
Alvarado agregó que él había sido el que le convidó a Frías el cigarrillo con el que quemó la tanza que tenía por debajo del pantalón el día que intentó escapar. Que la patota argentina lo había cagado a pedos por este descuido. Quizá porque notó cierta decepción, antes de despedirse prometió hablar con alguien que también había participado del operativo, un tal Chávez.
El almuerzo fue al otro día de haber llegado. Alvarado se despidió prometiendo que en los próximos días se iba a contactar, cuando hablara con el chofer que había llevado a los otros secuestrados a la frontera con Bolivia. Sin nada que hacer, pasé horas en el Parque de Miraflores mirando la iglesia de la Virgen Milagrosa. Me paré en todas las baldosas de la explanada. Y, como no, caminé por la calle Schell hasta el cruce con Grimaldo del Solar varias veces. Esos juegos tristes los jugué todos.
Pasaban los días y yo no sabía qué carajos estaba haciendo en Lima. Mi único contacto con la realidad era Uceda, que me invitaba a tomar tragos a mediodía o a comer asado a lo de sus amigos. Hice turismo, cumplí algunos encargos. Una tarde tomé un taxi diminuto al centro para conocer la Plaza Mayor. Era justo la celebración de Santa Rosa de Lima, la policía descansaba en su día y niños boy scouts dirigían el tránsito (esto no se si me lo estoy inventando).
Un día antes de irme de Lima me encontré de nuevo con Alvarado, esta vez solo. Había hablado con Chávez. Chávez le dijo que recordaba que los argentinos, antes de irse de apuro, lo hicieron subir al avión. Ahí le dieron unos maletines con pelucas, barbas postizas y otros elementos de camuflaje, regalo de despedida por los servicios prestados. Y en un asiento de la fila del medio, le dijo Chávez a Alvarado, vio al que se había intentando fugar. Había otras personas que no había visto antes.
Cuando volví me propuse ubicar a Nelson González, el sargento retirado que había aparecido en la tele en los 90. Busqué en el padrón electoral su DNI y después contraté un servicio online que pasó el número por la base de ANSES. Saltó que González estaba levantando la cosecha en una empresa del Alto Valle.
Mandé una carta a esta empresa dirigida a su nombre con mi celular, una botella al mar. Pero a la semana González me devolvió un mensaje de texto. Fue tan raro que viviera en Plottier, prácticamente las afueras de Neuquén.
A los pocos días me encontré con González en la terminal de ómnibus de Plottier, a la vera de la ruta 22. Reconoció la foto de Fredy desaparecido y me contó lo que ya había contado antes:
- Que vio el fusilamiento de Frías, Zucker y dos personas más en el Polígono de Tiro de Campo de Mayo.
- Que el jefe máximo de Campo de Mayo llamó a jefes y subjefes de todas las escuelas militares y les dijo «ahora se van a ensuciar en esta guerra como nosotros estamos sucios» y les ordenó que fusilen con el arma reglamentaria, pistolas 9 milímetros.
- Que Frías tenía los ojos vendados.
- Que los disparos no los mataron, «quedaron temblando en el piso», y que los del Batallón 601 los remataron con un tiro en la cabeza.
- Que los enterraron cerca del Polígono de Tiro.
Viajar a la ciudad de tu infancia para escuchar a un tipo que te cuenta cómo fusilaron a tu papá, no sé, sentí que había alcanzado un grado máximo de algo.
Después me fui a caminar, caminé por calles de tierra, junto a canales de riego y alamedas rompevientos, entré a una chacra cualquiera, me tendí bajo unos manzanos, no sabía bien qué hacer.
El relato de González puede ser una fábula, o puede ser cierto, o puede tener partes verdaderas y partes inventadas. Durante años me rompí la cabeza tratando de comprobar los hechos pero ahora ya no me importa, simplemente decidí creerme la historia.