Los espectros de las dictaduras militares en América Latina*
Por Javier Alejandro Lifschitz**
Resumen
En este texto discutimos la cuestión de los espectros en la política, tema que fue abordado por Derrida en relación al legado marxista y que nos parece elocuente para discutir una dimensión que los testigos del terrorismo de Estado abrieron en el campo político y jurídico en los países de América Latina. El testigo es una figura emblemática del campo jurídico, pero en los casos en que existieron violaciones a los derechos humanos adquirieron una proyección política y cultural singular al permitir dar voz a los desaparecidos. Instauraron así una dimensión espectral que puso en cuestionamiento toda una concepción política y jurídica hegemónica, que se intentó conjurar de diferentes formas.
Palabras clave: memoria política; dictaduras en América Latina; espectros y política.
INTRODUCCIÓN
En un congreso en la Universidad de California, cuyo tema era ¿Para dónde va el marxismo?, Jacques Derrida realizó una conferencia titulada Espectros de Marx (DERRIDA, 1994). En ese momento, ese texto causó impacto y posteriormente continuó siendo debatido, por autores como, Antonio Negri, Fredric Jameson, Terry Eagleton y otros, que tomaron posición frente a esa provocación tanto filosófica como política, como dice Jameson (2002). Vale la pena destacar el contexto político en que irrumpió ese texto, marcado por lo que Derrida designaba como una nueva Santa Alianza, que había conjurado la “muerte del marxismo” y el bautizado por algunos historiadores como el “fin de la historia”, como si estos ya fuesen cadáveres sobre los cuales solo restaba hacer el luto. Ese escenario incluía la situación política de Francia, en un momento en que parecía que los partidos de izquierda habían desaparecido. Pero el texto no era destinado apenas a esa coyuntura social y política específica. El motivo de la intervención filosófica y política era desconstruir críticamente algunos de los legados de Marx y se detenía, principalmente, en uno de ellos. En algo que habría obsesionado a Marx a lo largo de toda su obra y sus luchas políticas: la presencia de espectros en la política. Derrida nos hace recordar que el proprio Manifiesto Comunista comienza con la frase: un espectro ronda Europa y que las referencias a esa dimensión espectral atraviesan toda su obra. Se trata de un Marx lector de Shakespeare, que convoca espectros al mismo tiempo que es perseguido por ellos. En Marx sólo se habla de espectros -dice Derrida. Se lo desea al mismo tiempo que se teme su aparecimiento y es esa trama espectral que él habría elegido para simbolizar y dramatizar la historia de la Europa moderna:
Un espectro recorre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en una santa jauría, todas las potencias de la vieja Europa, el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes. ¿Hay algún partido de la oposición, a quien el gobierno no califique de comunista? ¿Hay algún partido de la oposición, que de los partidos más progresistas o de los enemigos más reaccionarios no reciba la acusación estigmatizante de comunista? De este hecho se desprenden dos consecuencias: La primera, que el comunismo ya se halla reconocido como un poder por todas las potencias europeas. La segunda, que ya es hora de que los comunistas expresen a la luz el día y ante el mundo entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del fantasma comunista, con un manifiesto de su partido. Con este fin se han reunido en Londres los representantes comunistas de varios países, y han redactado el siguiente manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa, alemana, italiana, flamenca y danesa (MARX; ENGELS, 2000, p. 11).
¿Que es un espectro? Una aparición sensible suprasensible, visible-invisible y un efecto espectral, que Derrida define como aquello que nos ve, aunque no lo veamos, una voz sin cuerpo que nos habla, una imagen que nos mira, una aparición que nos contiene mismo en su ausencia. El espectro es la voz de un muerto, la voz inesperada y definitiva de un cuerpo ausente y que remite antes a Shakespeare, quien lo hizo aparecer ficcionalmente en las luchas por el poder, de tal forma que se tornó un personaje importante en su literatura. Principalmente en Hamlet, marcado desde el inicio de la obra por una aparición fantasmal: la aparición del espectro del rey asesinado. Se trata de una representación sobre la usurpación del poder, sobre el asesino ocupando el lugar del rey asesinado, en las versiones más canónicas (BLOOM, 1994), pero también propone una reflexión sobre la dialéctica muerte/vida y realidad/fantasma, que Derrida articula a partir del pensamiento de Marx. El espectro del rey Hamlet, que retorna para decir lo que fue omitido, para hablar sobre su muerte y sobre la filiación, sobre la justica y postura ética reivindicativa que debería exigirse de los vivos. En el Manifiesto Comunista ya no será el espectro de un rey, sino un pueblo, una clase que irrumpe políticamente, pero como en Hamlet, el comunismo también aparece en forma de espectro. Aparece para enunciar algo fundamental, que fue omitido y que impone una conducta ética, una acción.
En la década de 1840 la primera Internacional permanecía casi como una organización secreta, pero el comunismo ya se había manifestado y “tomado cuerpo” y los aliados de la vieja Europa, como decía Marx, ya lo veían como una amenaza real que intentaban conjurar. Por eso, como observa uno de los comentaristas del texto de Derrida, el sociólogo indiano Aijaz Ahmad (2002), el espectro también está siempre asediado, “hay un fantasma en el fantasma”, hay un antagonismo en el seno de propia la dimensión espectral, algo a ser conjurado, para que desaparezca, para que no vuelva a aparecer. Por lo tanto, lo que Derrida habría puesto en juego es que la figura de lo espectral tiene efectos políticos, que la política tiene una dimensión de aparición, pero que también, como observa Ahmad, los espectros intentan ser conjurados de muchas maneras. Este artículo gira en torno a esa tensión que provoca la aparición de los ausentes en la política, pensando ahora en lo que sucedió en la política latinoamericana después de las dictaduras militares, cuando los testigos del terrorismo de Estado, término que se consolidó en la cultura política de América latina en la década de mil novecientos ochenta (DUHALDE, 2013), tomaron la palabra de los desaparecidos. Al mismo tiempo en que se implementaban políticas de Estado que intentaban conjurar esa aparición, la voz de los desaparecidos y de los muertos por las dictaduras militares no la hicieron acallar. Fue a través de los testigos que, durante las décadas de mil novecientos sesenta, ochenta, y noventa, declararon ante las Comisiones de verdad y/o justicia, en los tribunales y en la midia y los movimientos sociales y de derechos humanos, que “espectralizaron” la política, al hablar de los genocidios cometidos por el Estado. Pero durante esas décadas y hasta la actualidad, los discursos del poder buscaron también silenciar esas memorias y neutralizar sus efectos en el plano político y jurídico.
GENOCIDIO, POLÍTICAS DE MEMORIA Y DE OLVIDO
La historia latinoamericana está atravesada por golpes militares. Desde el período de la independencia ese es un fantasma que nos acosa, pero las dictaduras militares más recientes (en el año 1964 en el Brasil; 1973 en Chile y Uruguay y 1976, en la Argentina) fueron mucho más allá, en sus efectos humanos destructivos, que las precedentes dictaduras militares. Durante esas décadas los militares, con el protagonismo y respaldo de muchos civiles (de ahí la denominación de “dictadura cívico-militar”, que es un término más reciente y utilizado también de manera consensual en los países de la región), quisieron actuar de forma más radical y contundente para alterar de forma violenta y pretendiendo ser definitiva, las relaciones de fuerza en el campo social y político. Las acciones represivas contra organizaciones populares fueron más extensivas y sistemáticas, pero a su vez más sigilosas. Eso se tornó evidente por el hecho de la destrucción de documentos y pruebas sobre detenciones y capturas, en gran parte ilegales y sobre la propia acción represiva, que sucedió dentro de instituciones públicas y también en casas, espacios privados y campos de concentración. Ese accionar fue una represión extensiva y subterránea que estuvo coordinada a nivel regional, con el Plan Cóndor y que después de una la gran cantidad de testimonios y comprobados delitos de lesa humanidad es posible caracterizar ese accionar en la categoría jurídica de genocidio. Como observa Feirenstein, (2008) el genocidio aparece como término legal en el contexto de la Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio, sancionada por las Naciones Unidas, en 1948. Se define el genocidio como una acción de asesinato colectivo, en que no es el asesinato de individuos lo que es condenado, sino la acción de aniquilamiento de grupos, sea raciales, religiosos o nacionales. Cabe destacar que esta cuestión, bastante reciente en el derecho internacional, estuvo estrechamente vinculada a lo real del exterminio nazista y de los campos de concentración. Es de destacar que en los debates sobre la caracterización jurídica del genocidio se haya decidido excluir a la situación de aniquilamiento de grupos políticos.
Los argumentos para justificar esa exclusión fueron diversos, pero uno de los más recurrentes fue el que sustenta que los grupos políticos son menos estables que los grupos raciales o nacionales (FEIRENSTEIN, 2008, p. 41). Esa posición es sumamente cuestionable, como indica el autor, resultando evidente los límites de una legislación que no contemplaba la violencia del Estado contra grupos políticos y de hecho quedaron así denegados muchos genocidios cometidos en el pasado y otros que irían a ser perpetrados posteriormente. En esa categorización podría incluirse el genocidio indígena[1], perpetrado por el Estado brasileño durante la dictadura militar y nunca reconocido, pero no el genocidio político en la Argentina, que fue en gran parte de cometido contra militantes políticos[2].
En el año del golpe militar llegaron a existir en la Argentina 610 centros clandestinos de detención y de tortura en todo el territorio nacional, controlados por fuerzas militares y paramilitares. En Chile, se estima que habrían existido 1.168 Centros de detención y/o tortura, entre los cuales 12 fueron considerados campos de concentración (HERCEG, 2016). En el Uruguay, se identificaron 30 sitios de detención clandestinos, bajo jurisdicción militar y/o policial. Dos de esos centros de reclusión y exterminio de personas detenidas desaparecidas se situaban en edificios bajo jurisdicción militar, que fueron bases de operaciones del Plan Cóndor, implementadas de forma conjunta por Ejército brasilero y argentino. Según relata Calveiro (2004) esos campos de concentración no eran destinados solo para militantes de organizaciones armadas. Los campos de concentración también fueron para asesinar sindicalistas, militantes barriales, líderes religiosos, familiares e inclusive personas que solo habían presenciado determinados hechos, porque lo que estaba en juego en esa estrategia era la diseminación de una disciplina:
El campo de concentración aparece como una máquina de destrucción, que cobra vida propia. La sensación de impotencia frente al poder secreto, oculto, que se percibe como omnipotente, juega un papel clave en su aceptación y en una actitud de sumisión generalizada. Por último, la diseminación de la disciplina en la sociedad hace que la conducta de obediencia tenga un alto consenso y la posibilidad de insubordinación sólo se plantee aisladamente (CALVEIRO, 2004, p. 6).
Los testigos declararon sobre esos campos de concentración y exterminio que Pilar Calveiro, una de las sobrevivientes de esos campos que existieron en la Argentina, denominó de “experiencias concentracionarias”:
Una operación de “cirugía mayor”, así la llamaron. Los campos de concentración fueron el quirófano donde se llevó a cabo dicha cirugía – no es casualidad que se llamaran quirófanos a las salas de tortura; también fueron, sin duda, el campo de prueba de una nueva sociedad ordenada, controlada, arenada (CALVEIRO, 2004, p. 5).
La acción represiva practicada por el Estado durante esas décadas fue contundente. En el Brasil, con el Plan de Integración Nacional que buscaba crear nuevas fronteras agrícolas y de explotación minera mediante la expulsión o exterminio de poblaciones indígenas y en la Argentina, con el Proceso de Reorganización Nacional, que buscaba quebrar lazos sociales de movimientos populares y urbanos para producir una nueva matriz de relaciones económicas y de hegemonía (CALVEIRO, 2004). Lo espectral en América latina se enlaza de diversas maneras con los testigos de esos genocidios, porque fueron ellos que dieron voz a los muertos y desaparecidos. Fueron los testigos que posibilitaron que esa verdad atravesara las transiciones democráticas y que los gobiernos tuvieran que dar respuestas políticas a esos acontecimientos.
Como observa Derrida, las situaciones históricas condicionan las formas de aparición y de retorno de lo espectral y en América Latina esas condiciones históricas de enunciación estuvieron muy relacionadas con las diferentes políticas de la memoria y de derechos humanos que se gestaron después de las dictaduras. A lo largo de estas décadas, los gobiernos democráticos tomaron diferentes posiciones institucionales frente a ese pasado y esas políticas abarcaron un amplio panorama, que va desde el indulto a la cadena perpetua y de la amnistía a las políticas de verdad, memoria y justicia. En el inicio de las transiciones democráticas, en la década de mil novecientos ochenta, puede decirse que imperaron las políticas de indulto y amnistía (JELIN, 2017). En la Argentina se realizó el juicio a las Juntas Militares y se instituyó la primera Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas – CONADEP, que tornó público los relatos de los testigos y víctimas del terrorismo de Estado. También se promulgaron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que amnistiaba a militares responsables por crímenes de lesa humanidad. En el Uruguay, la transición se encuadró en el criterio de corresponsabilidad civil- militar y en Chile y en el Brasil se decretaron leyes de amnistía (BIELOUS & PETITO, 2010). Ya en la década de noventa, el pasado de las dictaduras parecía ya conjurado. En la Argentina, el presidente Menem (electo en los periodos presidenciales de 1989-1995 y 1995-1999) legitimaba los indultos y la ley de Punto Final[3]; en Chile, continuaba la transición pactada y también la amnistía en el Brasil. Sin embargo, surgía una nueva generación de militantes y participantes en movimientos de derechos humanos que, con diferentes narrativas y formas de acción, se sumaban a los que ya existían desde la década de mil novecientos setenta. Principalmente fueron muchos jóvenes que renovaron las formas de activar ese pasado, “con la entrada en escena de las organizaciones de hijos e hijas, con sus innovaciones en la manera de plantear sus reclamos, con la innovación performatica de los “escraches” (JELIN, 2017, p. 51). Esos movimientos que se inscribieron en la historia política de la región en la defensa de los derechos humanos y que se diferenciaron del accionar de los partidos políticos, tanto por su lógica de representatividad, como de acción (LIFSCHITZ, 2014). Otra diferencia fundamental consiste en la cuestión temporal. Mientras que los partidos políticos, en su lucha “por los recursos políticos objetivados” (BOURDIEU, 1981), se adhieren al presente y al futuro inmediato, estos movimientos tuvieron como referencia el pasado, actualizaron el pasado operando esa disyunción temporal, a la que se refería Derrida. El espectro como una formación simbólica que produciría la superposición de tiempos políticos, imagen está muy presente en escritos políticos de Marx, como en el 18 Brumario, en el que se narra la aparición de fantasmas oriundos de otro tiempo irrumpiendo en la política.
O sea, que los movimientos de derechos humanos no solo se inscriben en una temporalidad distinta a la que predomina en la visión de los partidos, superponiendo tiempos, aproximándolos y creando efectos que Derrida caracteriza como espectrales, sino también producen un saber sobre la política, que indaga sobre la alteridad temporal y las temporalidades cruzadas que sacuden el escenario político. La “lucha por el pasado” fue así una de las características de estos movimientos, que consiguieron conjurar uno de los discursos más difundidos sobre el periodo de la dictadura, imposibilitando así estrategias de saltos para el futuro. Nos referimos a la “teoría de los demonios”, que fue una política discursiva que al equiparar la violencia de las fuerzas armadas a la de los grupos guerrilleros pretendía que los militares no fuesen responsabilizados por los crímenes cometidos. Con esa posición intentaban justificar el terrorismo de Estado y sus “excesos”, sustentando que habría sido la única alternativa que habría sido posible frente a la violencia de grupos armados. En el prólogo informe de la CONADEP, el Nunca Más, así se sintetizaba en el prólogo esa narrativa sobre los acontecimientos durante la dictadura militar: “durante la década del setenta la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda. Dos grupos, “los terroristas” y “otro infinitamente peor, las Fuerzas Armadas, porque contaban con el poderío y la impunidad del Estado”. Ese relato que alude a un supuesto enfrentamiento de “dos demonios”, de hecho, implicaba no problematizar radicalmente las responsabilidades morales y jurídicas por el terrorismo de Estado, aunque ya había claras distinciones entre víctimas y victimarios.
Si en la década de mil novecientos noventa los gobiernos implementaron políticas de olvido, como las denominó Robin (2012), en la década subsecuente las legislaciones fueron alteradas o extintas dando lugar a políticas de memoria que adoptaron una postura totalmente diferente. En casi todos los países de la región se derogaron los indultos y se crearon Comisiones de Verdad y/o Justicia. En el Uruguay, con el triunfo del Frente Amplio se reabrieron las investigaciones sobre violaciones a los derechos humanos; en la Argentina, el presidente Néstor Kirchner deroga las leyes de Punto Final y Obediencia Debida; la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, instaura la Comisión Nacional de Prisiones y Torturas y en el año 2011 la presidenta Dilma Rousseff creó la Comisión de la Verdad en el Brasil. Con base en estas nuevas estructuras institucionales y procesos judiciales se convocó al espacio público a los testimonios sobre los crímenes de Estado, un sujeto político que convocó a la espectralización de la política.
LOS TESTIGOS Y LA OTRA ESCENA DE LA POLÍTICA
El testigo es una figura emblemática del campo jurídico, pero en los casos en que existieron violaciones a los derechos humanos adquirieron una proyección política y cultural singular. Se convoca a los testigos porque son la única prueba disponible ante la destrucción y ocultamiento de material documental, porque fueron víctimas de tortura o vieron a las víctimas en centros clandestinos. Tratase de testigos cuyas memorias se inscriben en los cuadros jurídicos de la verdad testimonial y que por lo tanto declararon sobre hechos que tuvieron consecuencias en términos penales, aunque eso no haya sucedido en todos los países de la región. Esos testigos que inscribieron su verdad en el marco de la justicia institucional, lo que de por sí implica en la existencia de un transcurso temporal entre los acontecimientos relatados y el momento de su enunciación. Por lo tanto, se trata de un proceso, diferente al referido por el paradigma del desvelamiento, que separa la verdad que se descubre, de la mentira que se encubre (KAUFMAN, 2012). La gran mayoría de los testigos declaró más de una vez y en ciertas causas sus declaraciones fueron pronunciadas mucho tiempo después de los hechos sucedidos. A esto se agrega la reapertura de las causas, que a veces suscitaron reformulaciones de las declaraciones, agregados, desmentidos o narración de nuevos hechos que habían sido silenciados. Por eso, la verdad del testigo de violaciones a los derechos humanos no debe ser interpretada en el registro de lo que fue desvelado una vez y para siempre, sino más bien como una política discursiva que habla del carácter irreductible de un sujeto marcado por una experiencia límite. Estamos frente a políticas discursivas, que como observó Varsky (2011) con relación a los testigos en los tribunales de justicia argentinos, fueron cambiando y recreando referencias. Este autor afirma que en los años mil novecientos ochenta las declaraciones se concentraron principalmente en la identificación de los represores y en el propósito de mostrar que había existido un plan sistemático de exterminio. Los testigos declaraban sobre quienes habían sido sus compañeros de cautiverio, quienes habían pasado por determinado centro de detención clandestino, quienes habían sido los torturadores y en general realizaban sus relatos en tercera persona. Ellos aludían muy poco a su experiencia, a su propia condición durante el cautiverio. Durante el periodo marcado por el Juicio a las Juntas Militares, la fiscalía instruía a los testigos a no hacer referencia a su militancia política, ya que se consideraba que “la teoría de los dos demonios” vigente en la época podía reforzarse al hacer alusión a su militancia política.
Durante el gobierno de Nestor Kirchner, al reabrirse las causas sobre el terrorismo de Estado, los testigos pudieron pronunciarse con menos censuras sobre su experiencia vivida. Comenzaron a aludir a un antes y un después de la tortura, todo el padecimiento sufrido desde el momento del secuestro, a la vivencia dentro de los centro clandestinos, a la recuperación de la libertad y a la repercusión que todo ese proceso tuvo en sus vidas. Es a partir de esos relatos discontinuos, con grietas, con profundos vacíos y perplejidades que ese plan sistemático de exterminio se hizo público. Surgían nuevas pruebas testimoniales, documentales y periciales, ya que como la represión destruyó deliberadamente pruebas y documentos las declaraciones orales de parientes y víctimas continuaba siendo decisiva. La mayoría de los testigos eran mayoritariamente sobrevivientes o familiares, pero al reabrirse las causas comenzaron a sumarse vecinos y otros declarantes que no habían testificado, por no haber estado directamente imputados. Se ampliaba así la concepción de testigo y se multiplicaban las narrativas al mismo tiempo en que los testigos comenzaron a hablar de su militancia política en la época. Fue un cambio significativo en la actitud discursiva de los testigos, que estuvo asociado no solamente a una nueva etapa en la elaboración de la memoria colectiva y en la reconstrucción de identidades sociales, sino también a nuevas demandas sobre un campo jurídico que no consideraba, hasta ese momento, los efectos del terrorismo de Estado.
LA ESPECTRALIZACIÓN DE LA JUSTICIA
Como comentamos, el texto de Derrida provocó debates y posteriormente dio lugar a un nuevo texto del autor en respuesta a esas críticas, titulado Marx e hijos (SPRINKER, 2002). Se trataba de un texto donde se destaca algunos de los presupuestos que estaba en juego en esa reflexión sobre lo espectral y que retomamos ahora para referirnos al terrorismo de Estado en América Latina. Podemos destacar por lo menos dos temas debatidos por el autor, que contribuyen de manera más directa con nuestra discusión. La primera cuestión que destacamos es que Derrida sitúa lo espectral en el terreno de la filosofía-política, lo que implica identificar tradiciones, herencias y legados, que en ese caso retornan a Marx. Pero fundamentalmente lo que Derrida propone es una crítica descontructiva a la ontología de la presencia, al “discurso sobre la efectividad del ser-presente”, inherente a representaciones seculares sobre la política. Una ontología, que por atenerse a la materialidad del ser presente habría denegado otras formas del fenómeno de lo político, como lo que no está presente, las ausencias, las fulguraciones y el repentino real, que no tiene forma definida de aparición. Es decir, esa ontología alude a otras formas de pensar la política en la que podemos ver también otros autores de la “izquierda lacaniana” (STAVRAKAKIS, 2010), como Zizek e Badiou, que identifican lo político como un hiato que se produce entre lo simbólico y lo real, como un (no) lugar donde se produce la política. Esto quiere decir, entre otras cosas, que la positivización de la política deniega el hecho de que lo simbólico no puede captar totalmente lo real, que lo real siempre excede a la conciencia del ser presente. O sea, que lo fantasmal produce política.
Derrida considera –como venimos señalando desde el comienzo– que esa visión de lo espectral atraviesa toda la obra y la acción política de Marx. Es sobre espectros y espíritus que discute en la Ideología Alemana y es a través de espectros que ve el movimiento político en la Francia del 18 Brumario. Pero considera que Marx no habría sido muy consecuente con esa visión, ya que habría percibido los espectros como algo a ser superado. El espectro del comunismo debía abandonar su forma fantasmal para pasar a ser así una realidad manifiesta. Se trataba de una frontera, entre el fantasma y la realidad efectiva, que Marx creía que debía ser transpuesta a través de una transformación radical, de una revolución. Contrariamente, para Derrida las realidades políticas son constitutivamente atravesadas por emergencias fantasmales. Lo espectral no solo sería un momento de los fenómenos políticos, sino algo que habita la política: “la esencia de la política siempre tendrá la figura de lo inesencial, la no esencia misma de un fantasma” (DERRIDA, 1994, p. 252).
En suma, la ontología piensa la política a partir de presencias, no se permite concebir lo que no es ni presencia, ni total ausencia, ni una cosa ni la otra, lo que persiste más allá de la muerte. Surge otra perspectiva ontológica, que constatamos con fuerza en las “apariciones” de los desaparecidos del terrorismo de Estado. Fueron los testigos que hicieron presente la ausencia de los que estuvieron en centros clandestinos de tortura y que describieron hechos aterrorizadores que comenzaron a ser escuchados en Tribunales, en los medios de comunicación y también tuvo repercusión en toda una “literatura postdictatorial” (BADARÓ; FORNÉ, 2011). Según uno de los primeros autores que escribieron sobre los campos de detención, “permitió desenterrar ciertos arcanos que a veces se niegan a salir dentro de las pautas más racionales de la crónica histórica, el testimonio de denuncia o el documento político” (BONASSO, 1994, p. 404). Cabe comentar que uno de los capítulos de ese libro, Recuerdo de la muerte, editado en Argentina en 1984, se denominó precisamente Espectros, aludiendo “a las descripciones de la vida en el centro clandestino de detención como experiencia cercana a la “alucinación colectiva” o al “reino de los espectros”, que difumina las fronteras entre vivos y muertos”.
Otra de las críticas a Derrida apuntaba para el uso estético de lo espectral y este responde que justamente no tenía la pretensión de utilizar esa imagen como un recurso estético. Más allá de sus figuraciones shakesperianas, observa que la imagen del espectro no obedecía a razones estéticas, búsquedas literarias o efectos de estilo. Se trataba sí, de una postura éticamente comprometido, con una concepción de la política entendida como responsabilidad más allá de toda inquietud limitada al presente. Por eso se vinculaba con una idea de justicia que intentaba recuperar la herencia del marxismo: no claudicar ante la injusticia, aun en los casos en que la idea de justicia haya sido suprimida o donde nunca lo estuvo presente, y por una justicia que nunca se reduce apenas a las normas efectivas del derecho. Por eso argumenta que no se trataba de agregarle estética a la política, sino de un compromiso político de hacer justicia, a pesar del tiempo transcurrido. Se propone una política entendida como algo situado más allá del tiempo presente, como trans-temporalidad, como afirma Badiou (2012) y que se relaciona con una idea de justicia que no se limita al espacio de la ley. Por lo tanto, escribir sobre lo espectral era fundamentalmente una posición política, que valorizaba las herencias políticas y la necesidad de establecer puentes entre generaciones, en las que convergen, los vivos, los muertos y los que aún no han nacido. Podría afirmarse una aproximación entre los que no están más y los que vendrán, en el futuro, a recuperar de nuevo una herencia política. Por eso puede vislumbrarse un marxismo espectral que precisa hablar del fantasma, al fantasma y con él, “porque ninguna ética, ninguna política, sea revolucionaria o no, parece ser posible, pensable y justa, sin reconocer como principio el respeto a esos otros que no están más” (DERRIDA, 1994, p. 11).
Con relación a las dictaduras militares, esa articulación con la justicia se dio en diversos planos, principalmente en Argentina, porque gran parte de los militares que participaron de las desapariciones y violaciones a los derechos humanos fueron juzgados y tuvieron penas carcelarias. Como apuntamos, eso fue posible en el marco de políticas de la memoria que tuvieron como meta el cumplimiento de la justicia, que en estos casos constituyó uno de los ámbitos principales de la lucha por los derechos humanos. Una acción que buscaba esclarecer y responsabilizar al Estado por algunas prácticas siniestras, como el secuestro de bebés, despojados de sus padres cuando estaban en campos de detención y tortura. Durante la dictadura argentina fueron secuestrados aproximadamente quinientos bebés, que en su mayoría son hijos de desaparecidos. También hubo secuestros de niños en Chile, aunque los procesos jurídicos por usurpación comenzaron a instituirse más recientemente[4]. Y con la usurpación de bebés también surgieron movimientos políticos absolutamente inéditos en América latina, como el de las Abuelas de Plaza de Mayo. La intervención de las Abuelas, una categoría social asociada al lazo afectivo y a la vejez, convocó solidaridades sociales muy amplias y, aún en nuestros días, continúan siendo una permanente referencia de resistencia política para los jóvenes. Se estableció así un lazo intergeneracional, que continúa siendo activado en el campo político. Pero la demanda por la búsqueda y restitución de los familiares desaparecidos fue también un fuerte cuestionamiento a una ontología jurídica vigente, que no incluía la figura jurídica de la desaparición de personas por acciones de terrorismo de Estado; lo que complicaba la efectividad de sus reivindicaciones era el proprio hecho de no tener evidencias de sangre que permitiesen establecer esas relaciones parentales. Esto llevó a que principios y categorías jurídicas, como las de identidad y lealtad familiar, adquirieran nuevos cuestionamientos en el marco del terrorismo de Estado. Por eso, muchos casos, como el de filiación a partir del asesinato de los padres -un tema que atraviesa toda la política de lo espectral- ocasionaron controversias en el ámbito jurídico. Se cuestionó re la adecuación de esas categorías, cuando lo que estaba en pauta era el quiebre de la filiación por motivo de secuestros, en los que habían operado agentes del Estado.
Los procesos jurídicos interpuestos por las Abuelas de Plaza de Mayo, aún durante la dictadura, fueron por ocultación de la identidad de sus nietos y construcción forzada de otra identidad, creada por los padres adoptivos, que en algunos casos fueron los propios usurpadores. Eran identidades forjadas y denegaciones existenciales, que no necesariamente significaron, como se lee en las declaraciones de muchos de los nietos, desprotección y desamparo, pero que situaron la duda en muchos jóvenes sobre si eran hijos de desaparecidos. Otra de las realidades políticas que heredamos de los gobiernos dictatoriales de esas décadas y que no tiene equivalencias en la historia política de nuestros países, en los que no faltó guerras, pero en los que las fuerzas armadas nunca habían operado de forma tan sistemática como una máquina de violencia y desapariciones. Los hijos de desaparecidos, una identidad que puede considerarse al mismo tiempo adentro y afuera del orden jurídico, porque está basada en el encubrimiento de una filiación y en el cambio de una identidad, con todo lo que eso implica en términos de la construcción de la subjetividad. Por eso, al mismo tiempo que en que se clamaba la legitimidad en el terreno de la ley se desafiaba los propios presupuestos ontológicos de ese sistema jurídico, y eso en cuestiones tan sensibles como la identidad de un sujeto.
Desde inicios del siglo veinte ya había sido reconocido en los sistemas jurídicos de los países de América latina lo que se conoce como pruebas de paternidad. Consiste en un procedimiento técnico, un examen de sangre, que rápidamente permite dirimir dudas sobre la paternidad biológica. Se compara la sangre del hijo y del supuesto padre para comprobar los lazos de filiación atestiguando así la paternidad.
¿Pero cómo esto se resuelve cuando los padres están desaparecidos?; ¿Cómo probar cuando la sangre fue borrada por el propio Estado? Puede haber otras evidencias, como las fotos, los recuerdos, pero jurídicamente eso no es suficiente para probar una filiación. Por lo tanto, las Abuelas se confrontaron con ese límite, científico y jurídico, de cómo probar la filiación de hijos de desaparecidos. Colocase la cuestión de cómo identificar a sus nietos sin estar sus padres, ni la sangre, ni otro vestigio de sus padres. Surge una cuestión inédita para las Abuelas y para una arqueología de saberes, biológicos y jurídicos, que fueron excedidos por esa demanda ética que colocaba en suspenso todo fundamento de sus arqueologías constitutivas.
Desde el aspecto científico, sin tener la sangre de los padres, los ausentes, no existían pues elementos comprobatorios que pudiesen demostrar la filiación. Y para avanzar en esa compleja cuestión, las Abuelas convocaron a científicos del área genética de instituciones internacionales que se comprometieron a desarrollar dispositivos biológicos para dar respuesta a esa demanda ética de permitir legitimar, familiar y jurídicamente, la restitución familiar. Equipos científicos fueron gestando así nuevos dispositivos de pruebas de identidad que permitieron recrear esos lazos que tenían una fuerte dimensión afectiva, porque fue esa la vía del reencuentro familiar y que causó un gran impacto en términos jurídicos, porque a partir de ese momento fue posible dirimir causas que hasta el momento eran insolubles, porque existían límites científicos para la determinación de la identidad. En esas investigaciones científicas constataron que existía un elemento constitutivo de la sangre que sólo se manifestaba en personas pertenecientes a la misma familia, de forma que era posible establecer la filiación, no a partir de sus padres biológicos, sino a partir de la sangre de familiares.
Uno de esos dispositivos fueron los denominados antígenos de histocompatibilidad, que eran utilizados para evaluar la compatibilidad de órganos en el caso de trasplantes y que fueron adaptados para comprobar vínculos biológico familiares de jóvenes que se presumía que podía ser hijo de desaparecidos. Así fueron desarrollándose dispositivos cada vez más complejos, como los que derivaron del estudio del ADN mitocondrial, una molécula que se transmite exclusivamente a través de la línea materna y que permitió alcanzar mayores posibilidades de identificación. A partir de la sangre de los abuelos pudo comprobarse la identidad de los hijos. La ciencia se conectaba con el terror de Estado al mismo tiempo que campos del saber, presumiblemente distantes, como la genética y la memoria política, se aproximaban. En este sentido, veamos un texto de las Abuelas:
¿En qué lugar persiste ese recordar? ¿Acaso en las células? Aunque esto contradiga alguna obviedad, no reside en las células, sino en aquellos que sostienen esa historia con su búsqueda empujados por el amor filial y alojan ese dato en una forma de tradición y de herencia que no es biológica sino humana, es decir, histórica (ABUELAS DE PLAZA DE MAYO, 2004, p. 112).
El ADN comenzó a funcionar como conector entre lo público y lo privado mostrando marcas de una historia que se pretendió conjurar de múltiples maneras. Se fue estableciendo así, desde la instauración de la democracia, un nuevo paradigma científico para dirimir cuestiones de identidad jurídica. Ese nuevo paradigma incluye también prácticas de arqueología forense, como la formación del Equipo Argentino de Antropología Forense, que resignificó sus saberes para dilucidar las identidades de los restos humanos enterrados durante el gobierno militar. Técnicas arqueológicas para la exhumación de cadáveres, posibilitaron identificar personas desaparecidas en cementerios clandestinos y a través del estudio de los huesos pélvicos pudo determinarse si las madres embarazadas, en condiciones de cautiverio, habían gestado sus hijos en esa situación. Pero todas estas articulaciones de saberes presuponían también una nueva base técnica e institucional, una base de datos genéticos, que pudiese congregar la memoria genética de las familias de las Abuelas que esperaban reencontrase con sus nietos.
Entonces, fue creado un banco genético[5] para probar si una persona pertenece o no al grupo familiar que reivindica la paternidad. Fue instituido en la década de mil novecientos ochenta cuando el parlamento argentino aprobó una ley para la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos, para obtener y almacenar información genética y esclarecer conflictos relativos a la filiación. Surgía así una estructura institucional que permitía el reconocimiento de personas que de otro modo jamás irían reencontrar. Un puente biológico de la memoria intergeneracional que hasta la actualidad permitió que 121 nietos se reencontraran con sus abuelos de sangre después de atravesar el fantasma de ignorar el paradero de sus padres, gracias a las pruebas de identidad, que posibilitó enfrentarse a la incertidumbre de un vínculo familiar. Acontecieron profundos desmoronamientos existenciales que no siempre resultaron en afirmaciones de una identidad secuestrada, pero que sensibilizaron a lo sociedad a pesar de las enormes tentativas políticas de hacerlas callar. Dice Guido Montoya (el nieto recuperado ciento y catorce, después de treinta seis años de búsqueda) en sus primeras declaraciones públicas:
Esto ha movido la ciudad hasta los cimientos y eso no se puede negar. Ha salido al común de la gente un montón de información que estaba negada o no la querían ver. De pronto, el hecho de que la población pueda ver que uno de los casos más representativos de hijos de desaparecidos se encuentre justo frente a sus narices también los hace pensar un poco (PAGINA 12, miércoles 27 agosto 2014).
Los nietos recuperados significan todo eso, el retorno de lo solapado, lo oculto porque insoportable, porque improbable de ser definitivamente clausurado y son también una parte de la sociedad que da un salto en dirección a la comprensión, más plena, de lo que significó el exterminio de gran parte de una generación. Los hijos de desaparecidos tomaron de nuevo la palabra, la palabra de los muertos y sus propias palabras, comenzando así nuevos relatos y nuevos movimientos de la política de afirmación de una identidad. En el caso de Guido, ese encuentro con su identidad fue voluntario; él mismo decidió a hacer el examen de ADN. Pero en otros casos no hubo tal decisión y eso nos remite a otros efectos que esas pruebas de identidad tuvieron en el campo jurídico.
En el derecho penal argentino el secuestro de niños o la sustitución de la identidad ya eran considerados crímenes. Esa fue la figura jurídica utilizada cuando se iniciaron los procesos penales: delitos de supresión, retención y ocultamiento de la identidad de menores. Por esa razón, algunos años después del golpe militar, previendo los posibles problemas que surgirían si sus nietos fueran legalmente adoptados, las Abuelas solicitaron a la Corte Suprema de Justicia que prohibiera la adopción de niños registrados como NN y exigiera investigaciones exhaustivas sobre niños que tuvieran tres años o menos en adopción. Una exigencia que ya indicaba de por si la dimensión del genocidio y preanunciaba las perturbaciones para una ontología jurídica que se pautaba en principios que debieron ser reinterpretados, relativizados o cuestionados.
En los procesos penales de restitución se adoptaron esos nuevos dispositivos, pero continuaba siendo necesaria la extracción de una gota de sangre del supuesto descendiente de desaparecidos, para comparar con la información genética de los familiares. Como en algunos casos los involucrados se negaban a realizar el examen sanguíneo, las Abuelas presentaron ante la justicia la autorización de efectuar la prueba de identidad de forma compulsiva. La Corte rechazó la presentación y se declaró incompetente para tratar el problema, pero el equipo jurídico de Abuelas de Plaza de Mayo logró revertir la situación y justificar el derecho a efectuar la prueba de identidad de forma compulsiva, considerando que en muchos casos se acusaba a los supuestos padres de haber secuestrado ellos mismos a los hijos o de haber sido cómplices de esos secuestros. Se planteaba así la cuestión de la legitimidad del examen sanguíneo compulsorio y en uno de los primeros casos presentados ante la Corte de Justicia en Argentina colocaba esa cuestión de forma visceral:
¿Qué es mejor? ¿Continuar conviviendo con los padres supuestos en la familia ya formada con los otros hijos verdaderos, o quedar privada de padres para pasar a cargo de los tíos verdaderos? Yo no tengo dudas –decía uno de los Ministros de la Corte, doctor Augusto César Belluscio– que la primera alternativa era la más positiva para la chica, que no habría sufrido el trauma del cambio forzado del hogar, que no habría perdido a sus padres y que podría haber entablado relaciones normales con tíos y abuelos. Adviértase que no se trata del conflicto entre los padres usurpadores y los verdaderos, pues estos ya no existen sino entre los primeros y los otros parientes (ABUELAS DE PLAZA DE MAYO, 30 años de búsqueda, 2007).
Ese fue uno de los primeros casos sobre esa cuestión y en el fallo final el Ministro de la Corte concluyó que el derecho a no realizar el examen compulsorio colidía con otros motivos como la reconstrucción de la identidad de los nietos, la postergación de los vínculos familiares de sangre, el recuerdo de sus padres y la integración cultural con los parientes legítimos. Pero en otro caso, la Corte Suprema rechazó el pedido de Abuelas argumentando que el vínculo con quienes habían se apropiado de una joven fue a partir de una “forzada situación de orfandad”, justificando la negativa de la joven a realizar los estudios genéticos por el estado de intensa subordinación afectiva e intensos lazos afectivos con aquellos que la criaron. Existía también el argumento de la cosa juzgada, es decir, que esos niños ya tenían una sentencia de adopción y por lo tanto no se podía rever el caso. Por ese motivo, la situación generó grietas en el entendimiento jurídico, porque el derecho a no someterse al examen se confrontaba con una situación límite: el quiebre violento de una identidad que podía ser demostrable por esa vía. De forma que la posibilidad de extracción compulsiva de pruebas llegó a provocar serias contradicciones en pilares da jurisprudencia, como lo son la identidad y la lealtad familiar.
La posición de no colaboración con la realización de análisis sanguíneos se apoyaba en dos principios jurídicos: el derecho del hijo a no contribuir con evidencias a la persecución penal de sus padres adoptivos y el derecho a la privacidad (FERRANTE, 2011). El primero está amparado en las reglas del derecho procesual, que atribuyen a los hijos de los acusados el derecho de no actuar como testigos en los procesos penales en que sus padres son acusados. El fundamento, de ese pilar jurídico, es que existe el deber de proteger la lealtad en las relaciones familiares. Cooperar en la persecución penal de un padre adoptivo, sabiendo que se le impondrá un castigo, implicaría incurrir en un comportamiento desleal y por lo tanto una acción que agrede esos deberes, o, en otros términos, si existen razones para proteger las relaciones familiares también existiría argumentos para inhibir los comportamientos que la puedan colocar en cuestionamiento.
Por lo tanto, la prueba compulsoria de la identidad tendría que detenerse ante el derecho moral del individuo a no colaborar en la persecución penal de sus padres, aunque hayan sido adoptados en situaciones amorales. La situación llegó a tal grado de tensión que fue discutida en el Congreso Nacional, que instituyó una ley permitiendo realizar extracciones compulsivas de material genético, pero restringía su uso, considerando el principio de inviolabilidad de la privacidad, aprobándola solamente en los casos en los cuales era imprescindible para la investigación del delito. Era reconocido el deber de imponer un castigo legítimo a los culpables, pero este no prevalecía frente al derecho a no interferir en la vida privada. El derecho a la privacidad se confrontaba con el derecho de los familiares de personas desaparecidas y a este argumento se sumaba otro, tan potente como el anterior, que era la necesidad de imponer castigo a los delitos de lesa humanidad. Comenzaba a ser discutido en la Justicia el derecho a la identidad. Por eso, la actual ley sobre ese tema obliga a los padres adoptivos a comunicarles a los hijos la existencia de padres biológicos. Tratase del derecho a la identidad, que a partir de la lucha de las Abuelas y de sus nietos, que tomaron la palabra, la palabra de los muertos y sus propias palabras, se tornó un nuevo principio jurídico y político. De nuevo emergió el espectro de los desaparecidos, movilizados por Abuelas de Plaza de Mayo, que coloco en jaque normas jurídicas establecidas, al punto de hacer tambalear la ley retorcerse hasta hacerla dudar de su propia ontología.
EL RETORNO DEL INICIO
Una de las críticas más importantes a los Espectros de Marx, de Derrida fue que el autor se habría detenido, para sustentar sus tesis sobe lo espectral, solo en las primeras escenas de Hamlet. Se habría concentrado en un personaje que solo interviene en los primeros actos de la pieza teatral (JAMESON, 2002). De hecho, pasadas esas primeras escenas el espectro no vuelve a aparecer. Es perceptible que, tanto en el Manifiesto como en Hamlet, el espectro tiene que ver con la aparición, con el fenómeno de la aparición de lo político y esa idea es tangible en ambos. En ese sentido, si lo espectral es algo estructural y constitutivo de la política, eso quiere decir que tiene que ver con el retorno de la aparición, con la perpetua aparición de lo político, como estremecimiento y demanda. Lo espectral, así, se manifiesta en la irrupción de los desaparecidos, a través de la voz de los testigos, como la irrupción de una ética instituyente ante los genocidios políticos. ¿Pero qué sucedió después de la irrupción de esos fantasmas? ¿Cómo mantener viva esa memoria después de los juzgamientos a los militares y civiles involucrados?
Si lo espectral puede ser un parámetro para pensar las situaciones políticas, muchos vieron en la última de escena de Hamlet –en la que Fortimbrás, rey de Noruega, ocupa Dinamarca– la anticipación, en el plano ficcional, de la transición entre dos formas de Estado y de sistemas morales antagónicos, “la nueva cosmovisión racionalista de siglo XVII y las viejas tradiciones”, entre los cuales Hamlet no se consigue decidir (RINESI, 2011). Una escena donde se desarrollaría la tragedia de la acción política, que se anunciaba en Maquiavelo y que prefiguraría la solución hobbesiana a la cuestión trágica: la construcción de un relato oficial que clausure las incertezas y las exigencias éticas en el cuerpo de la nación. Un Estado que clausure lo espectral en un relato, porque lo que estaba “podrido” en Dinamarca:
(…) No era tanto de que el poder político se sostenga sobre un hecho violento o criminal (¿cual no lo hace?), sino que ese mismo poder político, así erigido, no consiga hacer del relato que ha construido sobre sí mismo, sobre su fundamento, sobre su historia y sobre sus acciones, el único relato aceptado de las cosas, una narración única de la historia, esto es, un relato único de lo que ocurrió en el pasado y correlativamente una justificación igualmente monolítica de la legitimidad del poder político presente (RINESI, 2001, p. 80).
Pero esta solución hobbesiana no fue la que adoptaron los presidentes, de la Argentina, Néstor Kirchner, al derogar las leyes de Punto Final y Obediencia Debida; la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, al instaurar la Comisión Nacional de Prisiones y Torturas y la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, al crear la Comisión de la Verdad en el Brasil y José Mujica, presidente de Uruguay, que acató la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconociendo la responsabilidad del Estado por la violación de los derechos humanos durante la dictadura militar. Con excepción de Néstor Kirchner, todos esos presidentes fueron víctimas de torturas en los sótanos de la dictadura e instauraron políticas de memoria, en que pese a las grandes diferencias entre los países con relación al juzgamiento de los responsables, no permitieron el encubrimiento del terrorismo de Estado.
Durante el gobierno de Cristina Kirchner (2007- 2015), con el objetivo de acelerar los juicios contra los militares y civiles involucrados en torturas, secuestros y desapariciones se sancionaron cinco leyes de reforma del Código Penal y se modificó el régimen para la conformación de los Tribunales Orales Federales. Se agilizó la posibilidad de llevar a juicio las causas que estuvieran pendientes por motivo de recursos de apelación. Se consolidó así una política que se materializó en el avance del juzgamiento a los represores. En el Brasil, las organizaciones de derechos humanos presionaron a los gobiernos democráticos para anular la ley de amnistía, argumentando que Brasil era signatario de acuerdos internacionales en los cuales la tortura es considerada imprescriptible, pero el Supremo Tribunal Federal se manifestó sistemáticamente contrario a esa revisión de las normas que garantían la amnistía (TELES; SAFATLE, 2010). Esa situación no cambió pese a la sanción internacional de Corte Interamericana de Derechos Humanos, que condenó el Brasil por no juzgar y condenar a los culpables por los crímenes de desaparición, asesinato y tortura en los acontecimientos conocidos como la “guerrilla de Araguaia” (sucedida entre los años de 1972 y 1974). Recién en la década de mil novecientos noventa se instauran Comisiones que dieron voz a los testigos, como la Comisión Especial de Muertos y Desaparecidos Políticos (1996) que reconocía la responsabilidad del Estado por la muerte de 136 personas e inició la identificación de cadáveres enterrados en fosas comunes (TELES, 2001). Por primera vez se hacía público un genocidio político cometido por el Estado, pero estos espectros de la política fueron contenidos y rápidamente salieron de escena. Durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso no hubo una política de olvido, como había sucedido en los gobiernos democráticos anteriores, pero si un movimiento de desplazamiento de esa dimensión espectral. La ley de los Desaparecidos se proponía investigar y buscar la verdad sobre los hechos denunciados, pero el Estado abdicaba de esas investigaciones transfiriendo a las familias la incumbencia de presentar pruebas de los crímenes de terrorismo de Estado. O sea que la búsqueda de los cadáveres, algo que se gestó en la matriz del Estado, se transfirió a las familias y el Estado abdicó de punir los culpables. La justicia adoptaba un rumbo que colocaba así armaduras sobre el pasado. Pero durante el gobierno de la presidenta Dilma Rousseff se institucionalizó, en el año 2011, la primera Comisión Nacional de la Verdad, que investigó las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el periodo de 1946 a 1988. La comisión escuchó a víctimas y testigos y convocó a personas identificadas como represores para prestar declaraciones. También se constituyeron grupos de pericias, para elucidar las circunstancias en que sucedieron las muertes y se identificaron los lugares, instituciones y estructuras donde se realizaban torturas y crímenes. En el año de 2014, la Comisión de la Verdad entregó la relatoría final, en la que se constataba 434 casos de muertes y desaparecimiento de personas y una estructura de planeamiento de la represión sobre el comando del Estado (COMISSÃO NACIONAL DA VERDADE, 2014). Esta Comisión trabajó también intercambiando documentos e informaciones sobre el Plan Cóndor y ampliando la línea de las políticas de reparación, como el Proyecto Clínicas del Testimonio, para atender a las víctimas y familiares dentro de una concepción de dispositivo clínico-político (VITAL BRASIL, 2015).
Pero en los últimos años, los espectros retornaron y las escenas muestran la tragedia de la acción política. Una tragedia de la cual se pretende salir instituyendo una narrativa que retorne al inicio, antes de los juzgamientos de los crímenes de las dictaduras y que conjure nuevamente lo que no se consiguió con las políticas de olvido. En el año 2015, Mauricio Macri asume la presidencia de la Argentina y las políticas de la memoria cambian nuevamente de dirección. El Estado busca recuperar una antigua historia oficial conjuratoria sobre ese periodo, “la lucha entre dos demonios”, reactualizada por el presidente Macri en el día 24 de Marzo de 2016, cuando se cumplía cuarenta años del golpe militar (INFOBAE, 10 agosto 2016). En el mensaje para referirse a la fecha, el presidente sostuvo que lo que se vivió en ese período fue una guerra, en la que se enfrentaron “la violencia institucional”, de un lado y la “violencia política” de otro. La referencia a la corporación militar desaparece y la idea de violencia política se torna vaga (PAGINA 12, 26 marzo 2017). El presidente argentino también cuestionó la cantidad de desaparecidos, diciendo que el número de treinta mil era arbitrario. Pero las acciones del gobierno no fueron solo discursivas. En ese mismo año la Corte Suprema de la Argentina declaró aplicable, para las penas de prisión por delitos de lesa humanidad, el beneficio conocido como 2 × 1, que había estado vigente entre los años 1994 y 2001. Esa ley permitía computar doble a los días que los militares y civiles incriminados estuvieron en la cárcel sin sentencia, de manera a reducir significativamente las penas.
En el Brasil la trayectoria no fue diferente. En el año 2016 se consolida un golpe parlamentar, inédito en cuanto a la articulación de instancias de poder que participaron en la destitución de la presidenta Dilma Rousseff que fue liderado por el entonces vicepresidente y actual presidente Michel Temer. Es de destacar que una de las primeras medidas del gobierno fue la de substituir a la mayoría de los miembros de la Comisión de Amnistía, que desde su fundación estuvieron comprometido en garantizar el relato de los testigos de los crímenes cometidos por la dictadura. Siete de sus miembros fueron exonerados y fueron nombrados diecinueve nuevos integrantes, inclusive uno de ellos fue denunciado por testigos, en la propia Comisión, como participante en los crímenes.
Pero los espectros del genocidio siempre retornan, aunque ya no siempre como una aparición fantasmal. Después de una masiva movilización, la ley del 2×1 fue derogada por el Congreso argentino y en el día 24 de Marzo de 2016, a cuarenta años del golpe de Estado se sintió, como dijo el titular de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, “una sensación de vuelta a los primeros tiempos” (PAGINA 12, 24 de Marzo de 2017). Era el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia y una gran multitud se concentró en la Plaza de Mayo, junto a las Madres de Plaza de Mayo, las Abuelas de Plaza de Mayo, Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio y un gran número de personas que se autoconvocaron. Grandes multitudes, para continuar convocando una herencia que interpela al Estado en una cuestión visceral: somos en la medida en que heredamos y si somos impedidos del legado de nuestros muertos no podemos ser.
Referencias
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[1] 1 En la Relatoría final de la Comisión de la Verdad instaurada en el Brasil en 2011, consta que durante el período de la dictadura militar, de 1964 a 1988, fueron asesinados 8.350 indígenas. Entre los casos relatados está la masacre de las tribus Parakanãs, en el Estado de Pará, e os Tapayuna, en Mato Grosso, que fueron prácticamente diezmados al ser diseminados, por agentes públicos del servicio nacional, productos de alta toxicidad. Hubo surtos de disentería, sarna, ceguera y enfermedades contagiosas, que comprobadamente fueron provocados intencionalmente. El objetivo fue el de evitar resistencias contra la expansión de las fronteras, la construcción de rutas y enriquecimiento de grupos económicos. En la Relatoría final de la Comisión de la Verdad, que fue entregada a la presidencia de la Nación en el año 2014, hay un capítulo dedicado al tema de las “Violaciones de los derechos humanos de los pueblos indígenas”. Este informe relata, por ejemplo, crímenes de lesa humanidad contra la población de indios Waimiri-Atroari, que fue prácticamente diezmada y lo mismo con el grupo étnico Cint s regiones de Mato Grosso y Rondonia.
[2] 2 Sin embargo, a fines de la década de mil novecientos noventa, el juez español Garzón abrió una causa contra militares argentinos y chilenos por el delito de genocidio, argumentando que en esos países se había implementado un proyecto sistemático de exterminio de “grupos nacionales”, por la supuesta amenaza que estos erados occidentales y cristianos.
[3] La ley de Punto Final fue promulgada en Argentina, por el presidente Raúl Alfonsín, en 1986. La ley establecía la caducidad de las acciones penales contra los imputados de haber cometidos crímenes de desaparición forzada, torturas, homicidios, entre otros delitos de lesa humanidad, perpetrados durante la dictadura militar (1976-1983). E eclarada nula por el Congreso Nacional.
[4] Según datos oficiales del Instituto de Derechos Humanos durante la dictadura militar (1973-1990) en Chile hubo 40.000 víctimas de tortura, de las cuales 3.095 fueron asesinadas por agentes represivos y más de 1.000 personas están desaparecidas. Se confirma que al menos 10 mujeres fueron detenidas embarazadas y luego desparecidas. Tenían entre 26 y 29 años y con tres a ocho meses de gestación. Amnistía Internacional reconoció 26 casos de niños muertos por militares durante la dictadura en Chile. Instituto de Derecho cl>. Consultado el 15 abril 2018.
[5] El Banco Nacional de Datos Genéticos es un organismo autárquico, creado en 1987, que preserva material genético y muestras biológicas de familiares de personas que han sido secuestradas y desaparecidas durante la dictadura militar argentina. Su objetivo es garantizar la obtención, almacenamiento y análisis de la información genética que sea necesaria como prueba para el esclarecimiento de delitos de lesa humanidad durante el periodo de la dictadura. Según la actual, frecuentemente pasan por mes aproximadamente entre 100 y 120 personas que sospechan que pueden ser hijos de desaparecidos. “La identidad es más que los genes, Pagina 12, Buenos Aires, 30 mayo 2017.
*Este texto fue publicado en Estudos Ibero-Americanos, Porto Alegre, v. 44, n. 2, p. 340-353, maio-ago. 2018. Disponible en http://dx.doi.org/10.15448/1980-864X.2018.2.29323
**Profesor Adjunto del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Federal do Estado do UNIRIO). Profesor Adjunto del Departamento de Filosofía y Ciencias Sociales y del Programa de Posgrado en Memoria Social de la Universidade Federal del Estado de Rio de Janeiro (UNIRIO); Doctor en Sociologia en el Instituto Universitário de Pesquisas do Rio de Janeiro (IUPERJ). Coordinador del Núcleo de Estudios en Memoria Política (UNIRIO). Entre sus principales libros publicados: Comunidades tradicionais e neocomunidades, Contracapa, Rio de Janeiro, 2012; La memoria política y sus espectros, Editorial Acadêmica Española, Saarbrucken, Alemania, 2015; A presença dos ausentes: identidades arcaicas em cenários contemporâneos, Contracapa, Rio de Janeiro, 2016; La memoria política desde una visión latino-americana. En: Narrativas de la memoria, Peter Lang, Frankfurt, 2017.