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Memoria y verdad. Los juicios como rito restitutivo

By 9 mayo, 2018agosto 27th, 2021No Comments

Fabiana Rousseaux

 

Al fin empiezo a liberarme del testimonio jurídico. En ese terreno instigador de precisiones, el entrevero que rodea a los acontecimientos y la diversidad de focalizaciones con las que uno encara los recuerdos, quedan anulados. Me animo ahora, en estos relatos experienciales y de no ficción, a escarbar con interrogantes que no tienen respuestas unívocas, y con preguntas no acabadas.[1] (Ana Mohaded, testigo en el juicio a Menéndez en Córdoba)

 

Verdad textual y verdad textualizada

Dar cuenta de la invención de un dispositivo de trabajo desde el Estado, en el campo de la asistencia a víctimas del terrorismo de Estado, tres décadas más tarde de los hechos que se relatan, es un desafío que nos somete a tensiones de todo orden. Pero fundamentalmente a tensiones en el campo del lenguaje, de la ética y de la praxis.

Si hablamos de invención, entonces, no hablamos de experticia, eso es lo que reflejan todos los trabajos expuestos en este material. Y renunciar a la experticia, lejos de ser una pérdida, es entendido por nosotros como una condición necesaria para dar lugar a lo que -consideramos- es nuestra herramienta de trabajo más valiosa: hacer un lugar a la palabra singular de cada testigo del horror y garantizar así el derecho que asiste a las víctimas, que es hablar en nombre propio para esgrimir su verdad, sin dejar de lado que esa verdad habla de un acontecimiento social.

El concepto mismo de «testigo-víctima» es un concepto límite. Los juicios contra el terrorismo de Estado que se llevan a cabo en el país hacen que se ponga en juego esta categoría, en la medida en que se tensa y extrema su significado. Esto nos obliga a replantearlo y a cuestionar el saber que sobre la figura de testigo-víctima porta el derecho penal.

Consentir en utilizar la categoría de «testigo-víctima» para hablar de sujetos que atravesaron o fueron tocados, en cualquiera de sus dimensiones, por la experiencia concentracionaria, peca de convertirse en una rápida y rígida conceptualización que, si bien nos permite «hacer serie» con el discurso jurídico y sociológico, nos limita en cuanto a todo lo que dentro de esa categoría encontramos cada vez que escuchamos a un testigo. Si hay algo que no podemos anticipar es con qué nos encontraremos cuando citamos a una persona, que se convertirá en un recurso del dispositivo judicial.

En este sentido, quizás valga la pena hacer referencia a las condiciones sociales donde se desarrolló y tomó consistencia la figura del testigo en materia de crímenes de lesa humanidad. Tal como plantea Elizabeth Jelin, fue cuando luego de Auschwitz, en el juicio a Eichmann, en 1961, los relatos de los sobrevivientes se convirtieron en la prueba fundamental de la existencia del holocausto. Allí //aparece el ‘testigo’ como elemento central del juicio, y a partir de entonces se instala lo que Wieviorka llama ‘la era del testimonio’, reproducida en escala ampliada en los años 80 y 90″[2].

Sin embargo, esos testimonios, a pesar de haber sido escuchados y utilizados como prueba, no fueron suficientes para hacer existir el holocausto. Tal como plantea el historiador italiano Enzo Traverso en torno a la remoción de la memoria del holocausto: «No fue durante la guerra, cuando los judíos eran exterminados en las cámaras de gas, sino cincuenta años después, cuando el nazismo pertenecía ya a un pasado lejano»[3].

Es decir, no fue durante Auschwitz donde existió Auschwitz, sino cincuenta años después cuando el mundo estuvo dispuesto a escuchar lo que había sucedido. En el mismo sentido, Laub plantea: «los testimonios no fueron transmisibles, o integrables en el momento en que se producían los acontecimientos. Sólo con el paso del tiempo se hizo posible ser ‘testigo’ del testimonio, como capacidad social de escuchar y de dar sentido al testimonio del sobreviviente»[4].

 

Los umbrales del discurso

En la Argentina, miles de personas portan en sus cuerpos la memoria de lo imposible.

Frente al límite de la experiencia impensable, el lenguaje requiere un «más allá de él». Las palabras no alcanzan para nombrar lo que hay que testimoniar. Por eso el testimonio de la experiencia concentracionaria, ese modo particular de narrar lo inenarrable, es siempre posible a condición de no extremarlo.

La «maquinaria desaparecedora que devastó la identidad y el lenguaje»[5] produjo cuerpos marcados por efecto del límite transpuesto en la implementación del terrorismo de Estado, cuya metodología privilegió la clandestinidad como modo contundente de inoculación del terror.

Sin embargo los testigos realizan un esfuerzo inmenso, al intentar no perder los detalles que puedan «hacer pasar» a la sociedad lo que sucedió en los centros clandestinos de detención (CCD)[6]. Esa sociedad que no es ni más ni menos que la destinataria del mensaje del Estado terrorista, que no es ni más ni menos que la dañada, la que continuó su cotidianeidad con esa marca, con esas desapariciones, con esas apropiaciones de niños y niñas, todos ellos, nombres del horror impensable que retorna en cada hecho social actual.

Quienes, como plantea Giorgio Agamben, viven de ser los testigos, en tanto ofrecen su testimonio cada vez que sea necesario a efectos de evitar el olvido, se convierten en autores; pero los lectores -es decir quienes escuchan esos testimonios- estarán siempre en relación directa con el texto que se escribe.

«El autor no es otra cosa que el testigo, el garante de su propia falta en la obra en la cual ha sido jugado; y el lector no puede sino asumir la tarea de ese testimonio, no puede sino hacerse él mismo garante de su propio jugar a faltarse».[7] Esto significa que en nuestro lugar de «lectores» del testimonio que produce cada testigo, somos convocados a la pregunta sobre la consecuencia ética de escuchar esos relatos. ¿Qué se hace con lo que se escucha? Nadie sale igual de allí, ni los jueces, ni los fiscales, ni los profesionales de la salud mental, mucho menos los familiares, los hijos, los compañeros que muchas veces escuchan lo ocurrido por primera vez en las audiencias. Es decir que lo que se pone en marcha dentro del esquema «técnico» de los juzgados, en el momento del juicio, arroja sujetos subvertidos en su posición por las palabras que los tocan, pero también por los límites de éstas para enunciar lo irrepresentable. Porque poner a hablar al dolor extremo tiene sus límites. No podemos pretender ir más allá de lo posible.

Todos sabemos que los testigos deben atravesar las barreras del pudor para narrar -de un modo lógico siempre fallido- poniendo en juego su existencia de manera radical, asumiendo lo que Agamben define como una vida ética: «Una vida ética no es simplemente la que se somete a la ley moral, sino aquella que acepta ponerse en juego en sus gestos de manera irrevocable y sin reservas»[8].

Contar y volver. ¿Cómo hacer para volver a la vida común luego de contar lo vivido en un centro clandestino de detención? ¿Qué decir luego de haber soportado lo que nadie siquiera imagina? ¿Cómo volver sin hundirse en ello?

El llamado «campo de la victimología» nos arrastra rápidamente al terreno de la compasión y la piedad, como bien señala el psicoanalista uruguayo Marcelo Viñar en varios de sus textos, y nos pone de narices frente a nuestro propio límite ético de la escucha y el silencio.

¿Cómo advertirnos lo suficiente para no resbalar en el terreno pantanoso de la victimología «a secas»? ¿Será que cuando una víctima se constituye como tal, entonces ya no se puede escuchar otra cosa? ¿Será la pesquisa de este hecho lo que llevó a sobrevivientes de varios genocidios a levantar sus voces para exigir ser escuchados como sujetos, es decir, como personas responsables, tal como planteaba Primo Levi?[9]

«En un nivel histórico general, sostiene Laub, el exterminio nazi logró, durante su propio desarrollo temporal, convertirse en un evento sin testigos. Ni testigos internos -aniquilados en su capacidad de ser testigos frente a sí mismos en la figura límite del musulmán- ni testigos externos. Había quienes captaban y denunciaban, quienes en el interior de los ghettos y los campos enterraban sus diarios y sus escritos. Lo que estaba ausente era la capacidad humana para percibir, asimilar e interpretar lo que estaba ocurriendo. El mundo exterior no logró captarlo, y en consecuencia nadie ocupó el lugar de testigo de lo que acontecía. Podría decirse que los marcos interpretativos culturalmente disponibles no contaban con los recursos simbólicos para ubicar y dar sentido a los acontecimientos»[10].

En nuestra experiencia de trabajo nos topamos con que no todos los testigos llegan en similar posición respecto del acto de testimoniar. Incluso, a veces arriesgamos algunas categorías en ese afán positivista de clasificar lo inclasificable de la experiencia para organizarla, y decimos que existen categorías de testigos. En verdad se trata de nuestra propia tentación de intentar una traducción a esa posición subjetiva que asume quien decide enfrentarse al testimonio jurídico. Entonces, desde el afán clasificatorio, definimos algunos tipos de testigos:

a) testigos que han dado declaración inmediatamente luego de su liberación en los CCD. Son los que muchas veces se denominan «testigos históricos». Han aportado datos acerca de lo vivido por ellos en su cautiverio y sobre el funcionamiento de los CCD, y han brindado testimonio en innumerables oportunidades;

b) los hechos de acuerdo a lo que han vivido en tanto familiares de detenidos-desaparecidos, constituyéndose ellos mismos en testigos-víctimas, porque estos hechos han marcado sus vidas de modo radical;

c) testigos que relatan lo ocurrido como compañeros de militancia o de trabajo, vecinos, etc. de detenidos-desaparecidos;

d) testigos que habiendo integrado de modo forzado alguno de los circuitos concentracionarios como conscriptos, enfermeros o empleados de las morgues y cementerios, describen lo visto y oído;

e) testigos-sobrevivientes o familiares directos que nunca han dado testimonio y lo hacen por primera vez, luego de tres décadas o más. Son testimonios nuevos que impactan por la estructura que recubre al relato en relación a la actualidad que cobran las palabras, una vez que éstas se ponen en marcha.

En todos ellos se juega el temor intenso de no recordar todos los detalles, debido a la cantidad de años transcurridos. La sacralización de la memoria, el mandato moral sobre la memoria intacta, se torna un peso muy difícil de domeñar cuando se aproximan las fechas de juicio. Los testigos se sienten aprisionados entre el deber memorístico y las evidencias de los desfiladeros de la memoria, que siempre se articulan a un recuerdo, y los recuerdos se inscriben en una lógica temporal y subjetiva totalmente diversa a la temporalidad de los hechos históricos. Es por esto que los dilemas que se abren en este campo del testimonio, desde el punto de vista jurídico, son insoslayables.

Quisiera extremar aún más este punto y arriesgar una línea de análisis respecto de las razones por las cuales sería diferente pensar estos dilemas en el universo de los testigos-víctimas del terrorismo de Estado, y los testigos de otro tipo de delitos. Y la primera respuesta es que allí el Estado es el responsable del delito. Esta ligazón entre Estado y delito cambia de raíz las coordenadas del sentido. Esta obviedad del discurso tiene una consecuencia directa y es que el Estado debe reconocer su responsabilidad en todos los actos que sea posible, tal como lo determina la legislación referida a la reparación integral de las víctimas, es decir, «.la plena restitución (restitutio in integrum), lo que incluye el restablecimiento de la situación anterior y la reparación de sus consecuencias.»[11]. Los juicios que en la actualidad se sustancian en la Argentina son un pilar central para la reparación de la memoria dañada y de los efectos devastadores sobre lo social, razón por la cual se hace imprescindible abrir el debate acerca de los tradicionales mecanismos de administración de la justicia, en los cuales la figura del testigo es central.

Esta concepción hace que un tratamiento del testimonio y del testigo, por exceso técnico, termine ofendiéndolo, ya que deja de ser reparador al ubicar al testigo-víctima del terrorismo de Estado bajo las mismas disposiciones que a cualquier otro testigo. Por ejemplo, cuando se lo cita a declarar a través de una notificación policial o cuando se le advierte que cualquier cambio, contradicción o incoherencia en su testimonio puede ser leído como incurrimiento en falso testimonio.

Una testigo expresaba los días previos a su declaración: «Es impresionante lo que dispara una palabrita nueva, parece que todos los recuerdos se trastocan y me da miedo que ahora que me enteré de este cachito de verdad que desconocía, se me desorganice el testimonio y trastabille cuando tenga que hablar«. Cabe aclarar que este «cachito de verdad» al que se refería era saber por primera vez en qué centro clandestino de detención había estado su hermano desaparecido hace treinta y dos años.

En otra audiencia un testigo declaró que en esta oportunidad iba a relatar hechos que serían divergentes de una declaración efectuada hacía varios años, dado que en ese momento el recorte que él había podido realizar era totalmente distinto al reconstruido en la actualidad, ya que a medida que pasaban los años iba ampliando esos hechos a partir de testimonios de otros sobrevivientes con los que se iba encontrando. Eso lo llevó a aclarar frente a la jueza que aquel testimonio aportaba un dato que no coincidía con el actual testimonio. No podemos soslayar que las situaciones de clandestinidad (mecanismo privilegiado de la implementación y eficacia del terrorismo de Estado) y el tabicamiento[12] permanente de los detenidos-desaparecidos hacía difícil el reconocimiento de sus lugares de detención y de sus torturadores, por lo cual la memoria apela a otros mecanismos y se enriquece a medida que con los años se restituye la memoria colectiva del horror vivido[13].

Por otra parte, existe una suposición muy arraigada, y a veces sostenida por los profesionales de la salud mental, de que el simple hecho de hablar alivia el dolor sufrido. Basta pensar en las experiencias de Bruno Bettelheim, Primo Levi, Paul Celan, entre muchos otros, que luego de destinar años de su vida a escribir y buscar sentido a sus existencias luego de la experiencia del campo, se suicidaron. Esto guarda su sustento en lo que Mariano Horenstein[14] plantea respecto de los supuestos teóricos de raigambre «annafreudiana», donde la generalización de los conceptos analíticos puede llevarnos a lo peor, si olvidamos que «los recuerdos pueden hacer enloquecer»[15].

Debemos ser precisos en esto y no perder de vista que, en un sentido estrictamente psicoanalítico, lo traumático es aquello que retorna y está ligado a la repetición, y no tiene tanto que ver con el hecho en sí, sino con la imposibilidad de nombrarlo. Y por otra parte debemos decir que el problema de la verdad guarda una relación directa -desde el discurso psicoanalítico- con quien la enuncia. En este sentido no se trata tanto de lo que el testigo enuncia de su verdad, sino de «cómo esa verdad habla». Estamos diciendo que el testigo es hablado por su verdad, ya que el intento de transmitir la experiencia insondable a través del lenguaje es siempre fallido.

Como sabemos, toda ética se liga a una estética, que podemos nombrar como el velo necesario ante el horror. El vacío que bordeamos con palabras para intentar suturar lo imposible de nombrar, hace que debamos detenernos frente a eso. No podemos empujar a un sujeto a nombrarlo todo a cualquier precio. Si bien este es un axioma válido para orientarse en el trabajo terapéutico, esta prudencia cobra un estatuto singular en la clínica atravesada por los derechos humanos en el trabajo con sobrevivientes y, en particular, en lo tocante al problema del testimonio.

Nos toca escuchar el grito del síntoma e introducir a veces el silencio, sin que ello signifique callar. En todo caso el silencio está sostenido en una ética que Wittgenstein[16] propone pensar como el punto donde nos enfrentamos al lazo del hombre con el lenguaje pero también a sus límites. Sin este límite no podemos crear las condiciones para volver a ligar lo que el terror dejó congelado, porque allí se juega la posibilidad de reestablecer un derecho al sentido.

Treinta años después no se trata de demostrar los hechos sino de producir un sentido de lo ocurrido. Es decir, que además de la producción de verdad surja un sentido, que es el derecho aún negado a los sobrevivientes. Y podemos arriesgarnos a la pregunta sobre cuál es el valor de verdad que se demanda treinta años después. Estos son algunos de los inconvenientes a los que nos somete el problema de la literalidad de la verdad en los juicios contra el terrorismo de Estado.

Por otra parte se le exige al testimonio un «tiempo normal», un tiempo cronológico. Sin embargo, los testimonios traen a un presente actual los crímenes cometidos y enterrados en el pasado. Y ese «actual», se entrelaza con el tiempo lógico de la historia y del inconsciente, resignificando el sentido, la magnitud y las consecuencias de esos crímenes.

En La Escritura o la vida, Jorge Semprún escribió: «…Pues la muerte no es algo que hayamos rozado, con lo que nos hayamos codeado, de lo que nos habríamos librado, como de un accidente del cual se saliera ileso. La hemos vivido… No somos supervivientes, sino aparecidos…».

Entonces, ¿cómo dar con el tono? ¿Cómo no ofender? ¿Desde dónde hablar?, y ¿cómo tomar la distancia esencial para poder escuchar?

¿Cómo sostenernos desde una ética en el campo de la técnica? ¿A qué ética acudir? Ya es hora de avanzar en estos interrogantes porque mientras nos debatimos en argumentaciones ilimitadas, las víctimas del terrorismo de Estado argentino enfrentan día a día los estrados judiciales, donde la valentía de hablar es de ellos pero la responsabilidad de escuchar y acompañar es nuestra.

El trabajo de acompañamiento incide sobre estos puntos de sutura, pero también de apertura de absolutos, de suavizar la textura de los recuerdos. Muchas veces sin esa posibilidad el testimonio no puede llevarse adelante.

Nunca sabemos qué se toca cuando se pone en marcha la palabra.

Daniel Schiavi[17], asesor del Archivo Nacional de la Memoria situado en el Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos, ex CCD ESMA, propone acudir a una figura topológica interesante y novedosa: el géiser[18]. Y dice: «Géiser, y no abismo ni fosa ni otros posibles topológicos. Estos son concavidades pasivas donde sólo se puede caer. El géiser trae de lo profundo a la superficie y vuelve a lo profundo, en forma incesante. Como figura, sólo pide ser mirado para activarse. Y los ojos se abren y se cierran con él»[19].

Cómo no remitirnos, quienes desarrollamos nuestra práctica en la intersección del campo del psicoanálisis con los derechos humanos, a ese texto fundamental de Fernando Ulloa sobre la ética del psicoanalista frente a lo siniestro, escrito en 1984.

Allí Ulloa decía: «El psicoanálisis se sostiene en un propósito: el develamiento de aquella verdad que estando encubierta, para el propio sujeto que la soporta, se presenta como síntoma.

Alcanzar o no este propósito suele ser aleatorio, pero que el psicoanalista no desmienta en su práctica lo que afirma teórica y técnicamente, fundamenta la calidad ética de su quehacer».

Se trata entonces de la capacidad de responder por lo que uno hace, por los efectos que produce quien interviene en un dispositivo terapéutico -y el acompañamiento lo es-, aunque esos efectos nunca puedan ser previsibles. Por eso es mejor hablar de éticas, para no caer en el riesgo de moralizar nuestra práctica suponiendo la imposición y normativización del «para todos», que arrasa con el padecimiento singular de los sujetos que escuchamos y acompañamos.

Ya hablamos anteriormente de los problemas que acarrea la exigencia de verdad intacta y literal, pero nos cabe hacer una referencia a su reverso, ya que tampoco se trata de escuchar todo a cualquier precio. Podemos escucharlo todo, y en todo caso, ¿qué decimos cuando enunciamos esto? ¿Cómo se relaciona esto con la abstención o abstinencia analítica? En el libro No se lo cuente a nadie, la psicoanalista brasilera Helena Besserman Vianna escribe acerca del episodio que cobró alcance internacional, cuando el periódico de la resistencia brasileña «Voz Operaria» publicó la noticia según la cual un analista en formación era integrante de un equipo de tortura. Se trataba de Amílcar Lobo, cuyo nombre había sido propuesto por un analista perteneciente a la IPA20 para integrar la Sociedad Psicoanalítica de Río de Janeiro (SPRJ). Esta denuncia llegó de la mano de Helena Besserman a la revista argentina Cuestionamos, dirigida en esa época por Marie Langer, quien junto a Armando Bauleo hizo circular la denuncia.

Amílcar Lobo pertenecía al grupo de torturas del Primer Batallón de la Policía Militar de Río de Janeiro cuando fue candidateado para integrar la lista de la SPRJ.

La IPA respondió corporativamente culpando a Besserman de calumniadora, ya que había sido ella quien había escrito de puño y letra el nombre de Amílcar Lobo en uno de los márgenes de la revista que fue enviada a la Argentina, lo cual le valió la persecución política durante varios años.

«No se lo cuente a nadie» fue la respuesta institucional de la IPA[20] que ella recibió en ese momento, con el agravante de que finalmente fue ella quien quedó en el lugar de sospechosa por incriminar al analista-torturador y revelar su nombre.

Debemos sostener un cuidadoso manejo de la abstención, porque si bien el terapeuta no decide sobre los actos del sujeto, no puede ser neutral. La única neutralidad posible es la que se juega en la medida que no empujamos a nuestros pacientes a ninguna decisión de la que no puedan hacerse responsables. Esto es central en la política de nuestro campo y constituye una ética.

Justamente es eso lo que se ha arrasado en los campos de concentración, la dignidad humana que se sostiene en la posibilidad de asumir decisiones propias y el derecho de asentir subjetivamente los propios actos. Allí nadie es dueño de nada, ni siquiera de lo más íntimo, sus decisiones.

Si la responsabilidad es lo que define al sujeto de derecho, ese es también el sujeto que podemos causar con nuestra intervención.

La lógica concentracionaria apunta contra la dignidad humana, contra la esencia de lo humano, la palabra.

Ritvo ubica en un ejemplo impecable la dimensión que la destrucción del lenguaje cobró en los campos nazis cuando escribe: En el film Shoá, de Claude Lanzmann, hay un reportaje a un sobreviviente del campo de exterminio de Vilna, donde relata que los alemanes los obligaban a desenterrar cuerpos ya reducidos a lonjas que se les deshacían entre las manos. Los guardias les prohibían, so pena de castigo brutal, usar términos tales como muerto o víctima. ‘Nos decían que eso era como un taco de madera; mierda; algo que no tenía ninguna importancia: no era nada’. Los forzaban a decir figuren, marionetas, muñecas, o bien schmattes, trapos.[21]

La aplicación de estas denominaciones implica el traspaso sin retorno del velo del pudor, la vergüenza, la dignidad, todos mecanismos humanos que protegen al cuerpo de su desintegración, agrega Ritvo.

Lo traumático nos enfrenta a la suspensión de la palabra, lo que se plantea como lo imposible de pasar por el lenguaje. La extrañeza que invade al testigo del relato que emana de sí mismo implica la confrontación con una verdad íntima que se torna extranjera para quien la porta y es enunciable en tanto verdad-extraña, ya que en tanto «mi verdad» se torna imposible.

La subjetividad, en la medida en que compromete a un sujeto múltiple social, plantea otros dilemas, y en ese sentido nuestro trabajo en el campo de los derechos humanos nos obliga a pararnos en ese pliegue. La verdad que portan los testigos nos pertenece a todos.

Ese sujeto múltiple es quien otorga a estos casos que estamos analizando un sentido de la historia. Nuestro lugar de «testigos de los testigos» es una valla central y radical frente a la fragilidad y vulnerabilidad del testigo integral que analiza Primo Levi y retoma Giorgio Agamben, es decir aquel que, habiendo atravesado la experiencia hasta el fin, es paradójicamente el que no puede testimoniar, por ser el verdadero testigo, el testigo absoluto, encarnado en una figura que él llama musulmán.

Si Auschwitz produce un nuevo paradigma, es porque plantea la existencia de una posibilidad terrorífica: que el propio concepto de humanidad pueda ser erradicado. Aparece un «Todo es posible», lugar de la muerte producida, una «muerte en serie». Como plantea Hanna Arendt, en Auschwitz no se moría, se producían cadáveres[22], donde ya no se trataba del poder de matar, sino de la invasión entera del cuerpo del viviente.

 

La reparación como proceso

El Estado reparador y un acompañamiento específico: ser testigos de los testigos

Ahora bien, ¿cómo se articula todo eso con el deber reparador del Estado en el contexto de los dispositivos de acompañamiento y asistencia a víctimas del terrorismo de Estado?

En nuestro trabajo concreto, y en los modos de operativizarlo, definimos nuestro campo de acción en los límites de la asistencia a las víctimas del terrorismo de Estado, es decir, delimitamos allí nuestro campo de intervención.

Nos preguntamos diariamente: ¿qué es lo reparador para las víctimas? Sabemos que las medidas reparadoras en sí mismas no otorgan sentido a la reparación, pero también sabemos que esa significación se construye en el proceso alrededor del cual se da la medida reparatoria. La reparación entonces es un proceso y no sólo un acto.

En este sentido cobran un valor central las medidas simbólicas que apuntan a efectivizar desde el Estado una actitud de ruptura con el pasado donde se han violado todos los derechos, y que permite instaurar un nuevo significado de garantías de no repetición por las cuales todo Estado reparador debe bregar.

Las medidas simbólicas muchas veces se dan en un marco invisible de trabajo, sin resonancia en las agendas políticas de los Estados, y tienen que ver con acompañar todo el proceso de reconstrucción de confianza por parte de los afectados, como ocurre por ejemplo con el trabajo a nivel de asistencia en salud en centros y hospitales.

Así como una pregunta improcedente en el marco de un proceso penal puede ser un insulto para las víctimas, la atención inoportuna o con desconocimiento, y sin garantías de confianza, puede resultar tan ofensiva como lo anterior. Lo que en términos de Fernando Ulloa se define como el «destrato» a los pacientes en los servicios públicos, va incluso más allá de ese problema, y detectamos que muchas veces el desconocimiento de lo ocurrido -por parte de los profesionales- provoca en las víctimas una sensación muy fuerte de desamparo y consecuente desconfianza. Este «desconocimiento» también impacta a nivel simbólico porque vuelve a pedir al testigo una «explicación» que dé cuenta una vez más de lo ocurrido. El retorno es siniestro, y basta consultar la amplísima bibliografía producida sobre este aspecto en torno a los sobrevivientes de la Shoá como testigos mudos de lo que nadie vio.

Es central, entonces, para hablar de los procesos reparadores, incluir no sólo lo ocurrido con las víctimas sino sus consecuencias, para -recién allí- entender retroactiva y verdaderamente la dimensión de lo que produjo el terrorismo de Estado.

Ya hemos resaltado en varias oportunidades que otorgar valor a la palabra de las víctimas, dignificándola, es un hecho fundamental en la significación de «lo reparatorio», para intentar evitar la revictimización de los sujetos.

El concepto de restitución está relacionado con la reparación de daños. Surge para reemplazar a los sistemas más primitivos, y se produce históricamente una evolución desde sistemas retributivos a sistemas reparadores.

Por lo tanto, el objetivo principal del derecho de daños es la restitución de las cosas a un estado anterior, «en todos los casos en que ésta sea posible». Desde ya que no hay manera de no introducir el resto imposible de reparar, para producir efectos en esta tarea.

Las dimensiones más clásicas del derecho vinculadas a la prevención y reparación, como son las medidas vinculadas a la restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción de garantías de no repetición y acceso a la verdad, son componentes transformadores de esa realidad ya violada, como afirma Baudrillard, y profundamente necesarios. Sin embargo nos enfrentamos, en el trabajo cotidiano, con el hecho de que estos principios no son de fácil acceso para los sobrevivientes si no se dan en un proceso de construcción de confianza.

Por otra parte, los dispositivos atravesados por las denominadas ideologías «re» (que apuntan a la reeducación, readaptación, reinserción, etc, y están sostenidas en una lógica correccionalista preocupada en clasificar, separar, corregir, tal como lo plantea el jurista lñaki Rivera Beiras) operan sobre un sujeto inexistente. El Estado debe introducir, en sus medidas reparatorias (y las protectorias son también parte de ellas), el verdadero sentido de lo afectado o dañado y la verdadera dimensión de lo que debe reparar, para poder aplicar medidas efectivas y acordes a la magnitud de los daños causados.

Tal como plantea el sociólogo uruguayo Gabriel Gatti[23] , el trauma, el acontecimiento y la catástrofe importan diversas consecuencias, pero para abordar el problema de la desaparición forzada utiliza el concepto de catástrofe como acontecimiento intenso a la vez que permanente, anomia hecha norma, excepción normalizada, que produce un impacto sobre la narrativa del sentido y sobre la identidad. Y se pregunta: ¿cómo se gestiona, cómo se cuenta, cómo se narra la catástrofe de la desaparición forzada, de la identidad quebrada?

¿Cómo se supera la catástrofe? ¿Reconstruyendo la identidad rota? ¿Restituyendo el sentido?

Frente a esto, los sobrevivientes, tratando de escribir una versión diferente, dicen: «¿Quién podría contar (e inocular) el terror en cada habitante…? …El relato del horror… debía quedar en boca de un puñado de sobrevivientes, que enteraran a la sociedad de lo que le sucedía a las personas que, de pronto, dejaban de ir al trabajo, al colegio, a su propia casa… Un relato del horror aterrorizado y aterrorizante… el liberado era un ser destruido por la experiencia soportada, que relataría y sostendría en el tiempo -con sus palabras o con su locura, con su mutismo o su desesperación, con su ruina física o su delirio de perseguido- el horror… el mandato represivo para nosotros fue «aterro- ricen»… Ese fue, creemos, al menos parte del plan de dejar con vida a un número reducido de prisioneros»[24].

El derecho a la verdad de lo sucedido no es sólo un emblema irrenunciable, se trata del derecho al sentido.

Por las características de clandestinidad y ocultamiento masivo de los crímenes, en la Argentina, treinta años después, los testimonios son la prueba central de lo ocurrido y, como plantean algunos fiscales comprometidos con los juicios que se llevan adelante en el país, ya nadie puede dudar de ellos[25] porque sería inadmisible, y el hecho reparador del proceso de justicia se tornaría revictimizante.

La ética que sostenemos implica una lógica, la de la inclusión de la particularidad y lo específico de cada caso como una forma de lo reparatorio.

En ese sentido sostenemos que nuestra función comienza ya en ese momento en que nos disponemos a escuchar a ese sujeto. No podemos escuchar desde cualquier lugar ni en cualquier circunstancia. Lo reparatorio se instituye en lo que denominamos «el tratamiento del testimonio» al estilo de lo que LoYc Wacquant plantea como «la denegación organizada de justicia, si la sanción penal es menos del orden de un castigo moral que del tratamiento que reciben durante todo el proceso judicial quienes se presentan»[26].

Los profesionales de la salud mental sabemos que no podemos hacer entrar en el entramado judicial aquello que entendemos es la prueba más contundente de las secuelas vividas por quien testimonia, que es la imposibilidad de hablar acerca de eso, y otras manifestaciones que se ponen en evidencia, porque no puede obviarse la instancia probatoria y lo probatorio está vinculado a demostrar la objetividad de los hechos, cosa que deja por fuera la dimensión que eso tuvo para quien debe relatar lo vivido. Ese es uno de los dilemas de este campo.

En la memoria apelamos a un desciframiento, no hay en ella la presencia completa de lo vivido. No se trata entonces de un simple juego dicotómico entre la memoria y el olvido, sino de un trabajo de ficción y de escritura.

Y es en este sentido que la memoria se vuelve acto del sujeto, porque es a partir del encuentro con lo indecible que el sujeto produce nuevas significaciones.

En un campo concentracionario, una de las razones que pueden impulsar a un detenido a sobrevivir es poder convertirse en testigo de lo ocurrido.

Al describir los hechos en un proceso judicial y en su calidad de testigo que relata, debe, en todo momento, hacerlo desde el plano de lo demostrable, de lo probatorio, sin entrar en detalles que puedan confundir o correr el eje de la lógica que el juez quiere consolidar. En este sentido la metáfora del grabador, empleada por Graciela Daleo[27], es interesante en tanto «offIon» serían los tiempos que marcan el relato dejando por fuera a quien habla.

Desde el punto de vista del Sujeto que habla, veremos que al testimoniar, la verdad en la cual se apoya para poder realizar el relato de lo vivido por él, y ningún otro, no es la misma verdad que persigue el juez. Siempre existe una divergencia en este sentido. Divergencia necesaria, porque lo que se pone en juego al hablar y volver a transitar por el horror de lo vivido toca una memoria corporal y una memoria compleja que tiene efectos en el cuerpo.

Al tomar la palabra, el sujeto del testimonio se erige en un nuevo sujeto. Citando a Graciela Daleo: «Si me preguntás si yo siempre me siento libre te diría que no. Después de haber salido de la ESMA creo que empecé a sentirme libre cuando públicamente pude testimoniar ante alguien y pude dar algún paso para cuestionar lo que estaba pasando en Argentina.»

Como escribió Todorov en Frente al límite, «los muertos demandan a los vivos: ‘recordadlo todo y contadlo, no solamente para combatir los campos sino también para que nuestra vida, al dejar de sí una huella, conserve su sentido».


*Este texto forma parte de la publicación Acompañamiento a testigos en los juicios contra el terrorismo de Estado. Primeras experiencias. Eduardo Luis Duhalde … [et.al.]. – 1a ed. – Buenos Aires : Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos de la Nación. Secretaría de Derechos Humanos, 2009. Disponible en http://www.fepra.org.ar/docs/Salud_Mental_y_DDHH_Cuadernillo_III.pdf


[1] Mohaded, Ana, «Relatos de no ficción». En: Identidad, representaciones del horror y derechos humanos, Compiladores: Barrionuevo A. et al., Encuentro Grupo Editor, Córdoba, 2008.

[2] 2 Jelin, Elizabeth, Los trabajos de la memoria. Capítulo 5, «Trauma, testimonio y ‘verdad». Ed. Siglo XXI, Madrid, 2002, pág. 83. En este capítulo, Jelin hace referencia al libro de Annette Wieviorka, L’Ere du témoin, Plon, París, 1998.

[3] Traverso, Enzo, «Trauma, remoción, anamnesis: la memoria del Holocausto (Apuntes)». En: Sandra Lorenzado; Ralph Buchenhorst (editores), Políticas de la Memoria, tensiones en la palabra y la imagen. Ed. Gorla y Universidad del Claustro de Sor Juana, Buenos Aires-México, 2007.

[4] Jelin, E., op. cit., capítulo citado, pág. 84, en referencia a Laub, Dori, «An Event without a Witness: Truth, Testimony and Survival». En: Felman, Shoshana y Laub, Testimony. Crises of Witnessing in Literature, Psychoanalysis, and History, Nueva York: Routledge, 1992.

[5] Gatti, Gabriel, El detenido-desaparecido. Narrativas posibles para una catástrofe de la identidad. Ed. Trilce, Montevideo, 2008, capítulo 2.

[6] Si bien en la actualidad existe una discusión respecto a la denominación de los centros clandestinos de detención, donde la denominación varía según el agregado de exterminio, tortura y desaparición, en este trabajo dejaremos la denominación con la que se los ha reconocido en el espacio social durante los últimos años.

[7] Agamben, Giorgio, Profanaciones. Capítulo «El autor como gesto», pág. 93, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2005.

[8] Íbid., pág. 90.

[9] Primo Levi, Los hundidos y los salvados. Muchnik Ed./Ed. Biblos, Barcelona, 2000.

[10] Jelin, E., op. cit., pág. 82-83.

[11] Nash Rojas, Claudio, Las reparaciones ante la Corte lnteramericana de Derechos Humanos. Ed. Universidad de Chile, Chile, 2004, pág. 57.

[12] El tabicamiento consistía en mantener a los detenidos-desaparecidos con los ojos vendados como método de tortura. Esto se sostenía aun en el caso de las mujeres embarazadas, que en el momento del parto continuaban tabicadas; de este modo, se les impedía mirar a sus bebés recién nacidos. Esto debe entenderse como otra tortura que se suma a la anterior, y que también recae sobre el recién nacido, dado que esa mirada es un hecho esencial en la constitución de lo psíquico como así también, una necesidad absoluta en el momento del nacimiento, al tratarse de la consecuencia del lazo amoroso y protector que una madre siente en relación a su hijo.

[13] Sobre este tema, ver en este cuadernillo la experiencia relatada por el equipo de Chaco, y el artículo «Memoria Traumática» de Mario Bosch desde un punto de vista jurídico.

[14] Horenstein, Mariano, «Psicoanalizar después de Auschwitz,,. En: Docta, Revista de Psicoanálisis, Figuras del

Mal, Año 6, Córdoba, Otoño 2008, Premio BERGWERK.

[15] Íbid., pág. 164.

[16] Fonteneau, Fran<oise, La ética del silencio. Wittgenstein y Lacan. Ed. Atuel/Anáfora, Buenos Aires, 2000.

[17] 17 Schiavi, Daniel, Proposiciones despeinadas para el CCO ESMA. Ponencia presentada en el Seminario lnternacional sobre Políticas de la Memoria, Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos (ex ESMA), octubre de 2008.

[18] «¿Qué es un géiser? Un afloramiento de agua hirviendo, a veces, sólo chorros de vapor, que brota de la tierra profunda. Emerge con violencia hasta alturas considerables y luego se apaga, en intervalos periódicos. Explota, y al explotar, se alivia». En: Schiavi, D., op.cit.

[19] Íbid.

[20] Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA).

[21] Ritvo, Juan, «La memoria del verdugo y la ética de la verdad». En: Conjetural Revista Psicoanalítica, Nº 31, Buenos Aires, 1995.

[22] Arendt, Hanna, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Ed. Lumen, 4ta edición, Barcelona, 2001.

[23] Gatti, Gabriel, op. cit.

[24] Del artículo «¿Por qué sobrevivimos?», (primera versión). Extraído del sitio web de la Asociación de Ex detenidos-desaparecidos (www.exdesaparecidos.org.ar).

[25] Alegato de la fiscal Filoñiuk en el juicio a Menéndez (Córdoba): «Los testigos tienen conocimiento directo de lo que pasó; constituyen el puente de plata que nos lleva a saber lo que aconteció. No se puede dudar de los testimonios ya que, cuando los testigos pudieron huir del país, testificaron sus vivencias en las embajadas de los respectivos países, declararon ante organismos internacionales, ante la CONADEP, algunos fueron testigos en el Juicio a las Juntas Militares, otros ante la Cámara Federal de Córdoba, para el juicio que no fue, el que quedó ahogado por las leyes de la impunidad y por el decreto de indulto. Otros declararon en las actuaciones para lograr la deportación del represor Barreiro, y ahora en este juicio, y siempre, declararon igual. Declararon reviviendo el espanto».

[26] La Recomendación Nº R (97) 13 del Comité de Ministros del Consejo de Europa sobre la intimidación de los testigos y los derechos de la defensa (Concerning the intimidation of witnesses and the rights of the defence) -del 10 de septiembre de 1997-, regula las medidas a tomar respecto de testigos vulnerables -capítulo IV-. Entre ellas, destaca «la conveniencia de interrogar al testigo vulnerable, dentro de lo posible, en la fase inicial del procedimiento, y tan pronto como sea posible, de manera atenta, respetuosa y profunda (principio 25), la proposición, dentro de lo posible, de evitar la renovación de los interrogatorios y, a tal fin, el asegurar que sea conducido por una autoridad judicial, o en presencia de ésta asegurando a la defensa ocasión suficiente de confrontar el testimonio (principio 26), dado el caso, la recomendación de que se registren en video los interrogatorios a fin de evitar una confrontación directa o que los interrogatorios inútilmente repetidos traumaticen al testigo, así como en el juicio mismo, la de utilizar técnicas audiovisuales que permitan a las autoridades competentes oír a las personas pertinentes sin que ellas se encuentren las unas en presencia de las otras (principio 27)».

[27] Sobreviviente del centro clandestino de detención que funcionó en la ESMA.

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