Por Carlos Rozanski 1Carlos Rozanski es Presidente del Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 1 de La Plata, Provincia de Buenos Aires; docente de Postgrado de Universidades Nacionales, de la Universidad de Madrid, España y de capacitación de Jueces y Fiscales de la República Oriental del Uruguay, Chile, Bolivia, Paraguay y Honduras. Además, es autor de trabajos y coautor de libros publicados en el país y en el exterior sobre abuso sexual infantil y violencia intrafamiliar, entre ellos autor del libro Abuso sexual infantil. ¿Denunciar o Silenciar?. Le fue otorgada la Medalla de Honor del Congreso de la Nación Argentina por su actuación en juicios por delitos de lesa humanidad (2012) y fue nombrado Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de La Plata (2015), entre otras muchas distinciones.
Prologar este trabajo representa un honor muy grande no sólo por tratarse de una temática sumamente compleja y dramática, sino muy especialmente por quienes son sus autores. Eduardo Luis Duhalde, más allá de su calidad de “autodidacta irreverente” como se definió a sí mismo, representa un símbolo muy claro de quien transitó los mejores y peores años de su vida, con la misma honestidad intelectual, coraje y osadía que sólo un militante genuino puede exhibir cada día. Su partida no sólo nos afectó por el dolor de perder alguien querido, sino porque nuestra sociedad ha debido despedir físicamente, a un ejemplo de lucha por los Derechos Humanos.
Pero como ha sucedido con los restantes militantes de Derechos Humanos que se han ido, su esfuerzo siempre va a seguir floreciendo en el recuerdo de sus trabajos, sus anécdotas y especialmente en aquella señalada osadía con la que nunca dejó de desenmascarar a los farsantes de turno, sean cuales fueran las corporaciones a las que pertenecieran.
Por su parte, Fabiana Rousseaux, nos aporta en cada una de sus intervenciones, mucho más que la formación de excelencia que tantos profesionales de la psicología de nuestro país, afortunadamente, pueden exhibir. Se trata en este caso de quien, a partir de una historia propia de dolor y pérdidas, de la que ningún ser humano puede desprenderse, logra integrar esa formación profesional con la “conciencia” del dolor, lo que aporta a su actividad cotidiana y a sus trabajos, una profundidad que enriquece la temática, y transforma en ayuda genuina el apoyo a las víctimas del terrorismo de Estado que nuestro país padeció y que en especial en la última década se propuso acompañar.
De ese modo, desde el compromiso personal y profesional de los autores, hasta la actividad específica llevada a cabo desde la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación a través del Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa2Dependiente de la Dirección Nacional de Grupos Vulnerables, a cargo de Victoria Martínez, y bajo la gestión de Fabiana Rousseaux desde su fundación hasta agosto de 2014., este trabajo nos ilustra en ese trágico abanico integrado por el genocidio y la impunidad posterior y luego, afortunadamente, por el proceso irreversible de verdad, justicia, reparación y memoria que transitamos actualmente.
El terrorismo de Estado de los ‘70, irrumpió en el cuerpo y la mente de cada habitante de la región y en especial en la República Argentina. Como todo plan genocida, en este caso impulsado por un proyecto económico a imponer, se trató de un proceso. La decisión desde lo estratégico, fue “reorganizar” la sociedad argentina, para acomodarla a los designios y necesidades de la nueva economía a instaurar, incompatibles con cualquier tipo de oposición material o intelectual que los genocidas nunca estuvieron dispuestos a tolerar. Complejo proceso de elaboración del plan, en el cual, una vez determinado que habría numerosos sectores sociales que se opondrían a la implantación de ese proyecto económico de entrega y exclusión social, se decidió llevar adelante un plan sistemático de secuestro, torturas, desaparición y muerte de miles de integrantes de aquellos sectores.
Ese accionar es el que con su conocida sapiencia y creatividad, Daniel Feierstein3Feierstein Daniel, El Genocidio como práctica social, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007. denominó “genocidio reorganizador”. Aquí, resulta oportuno recordar las palabras que el notable psicoanalista y dramaturgo Eduardo Pavlovsky pone en boca del represor: “por cada uno que tocamos, mil paralizados de miedo; nosotros actuamos por irradiación”. Esa es una de las características tal vez más tremendas de esos procesos, que es la permanencia del terror en general y de la tortura en particular. Precisamente, esa irradiación a la que aludía el personaje de la obra “El Señor Galíndez” del citado autor, es la prolongación en el tiempo no sólo del infinito sufrimiento individual de la víctima, sino además, de cómo esa parálisis que genera la tortura se extiende al resto de la sociedad, a partir de las diversas formas en que la comunidad se entera de lo que cada víctima padeció.
De hecho que, como bien señala Duhalde, parte del plan incluyó la liberación de sobrevivientes para generar esa brutal difusión. De ese modo, el dolor de cada víctima se multiplica por mil, hasta afectar a la comunidad entera, que ya no va a ser la misma, porque después de la tortura, nada es igual. Y esa inmovilidad causada por la irradiación, marcó profundamente las décadas siguientes al cese del proceso genocida puntual. La generalización del terror y sus consecuencias, al trascender lo individual, se instaló en las instituciones y las condicionó de diversas maneras. Allí radica tal vez una de las explicaciones posibles a la secuencia que caracterizó la actitud del Estado argentino, con los diversos actores, durante las tres décadas posteriores a la recuperación de la democracia.
Esa secuencia, se inició con una maravillosa luz de esperanza que significó el denominado juicio a las juntas militares, luminosidad que se fue apagando con las leyes de obediencia debida y punto final primero y luego con los indultos, con los que se volvió a generar en la boca de la comunidad el amargo sabor de la impunidad. Sabor que, con tan trágica premonición, anunciaba “El Señor Galíndez” en 1973. Con ese atravesamiento, el Estado argentino, otrora secuestrador, torturador y asesino, decidió encarar un proceso inédito en el mundo entero, cual fue el de juzgar y sancionar los delitos cometidos durante el genocidio reorganizador. Y decidió hacerlo con sus propios tribunales, con sus jueces naturales y con sus leyes vigentes al momento de los hechos.
Ese respeto por el debido proceso legal, jerarquiza entre otras características la transparencia de esa decisión. Sin embargo, como era de esperar, esa tarea no ha sido ni es sencilla. Como señala Duhalde, al referirse a ese proceso, existen jueces que en la aplicación mecanicista de la norma jurídica, obstaculizan la tarea de asistencia psicológica a los testigos-víctima-ex detenidos desaparecidos y familiares directos. Con buen criterio, atribuye esa actitud, al temor de algunos magistrados de que produzcan inducciones a respuestas de los testigos. Con similar rigor, señala que aplican en esos casos, los mismos criterios que se utilizan con los testigos del hecho criminal reciente y para prevenir influencias externas, los aíslan y preservan. Recuerda al respecto, que esos testigos de los juicios por delitos de lesa humanidad, llevan más de treinta años haciendo oír sus voces en foros internacionales y nacionales, en libros y notas periodísticas y agrega “en cuanto lugar les fue posible contar lo vivido y sufrido”. Y entonces, con un señalamiento más que certero, aclara que esos relatos que se produjeron en los ámbitos citados, lo fueron ante la ausencia de un marco judicial donde poder hacerlo, culpando por esa ausencia, a la complicidad de la justicia argentina que declaró constitucionales las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Suma a esa acusación –que comparto plenamente–, dos factores que no suelen ser mencionados. Uno es el desprecio por la psicología como ciencia –referido a la señalada obstaculización de asistencia adecuada–, y otro la falta de compromiso de algunos jueces con la historia de la impunidad en la Argentina.
Es de todo ello donde surge entonces –a mi entender–, la trascendencia del proceso comenzado en 2003, cuando se abre el espacio actual, no sólo por una modificación del criterio señalado de parte del Poder judicial –en el caso, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación a partir del fallo Simon4“Simon, Julio Héctor y otros” (14/06/2005 – Fallos: 328:2056) CSJN, sino además de la inmensa mayoría de la sociedad que desde aquel año hasta la fecha, apoyó entusiastamente este nuevo ciclo–. Ese apoyo siempre fue en sintonía con la inclaudicable lucha que durante esas décadas de impunidad, libraron los organismos defensores de los Derechos Humanos y que se tradujo en las decisiones fundacionales de designación de nuevos miembros de nuestro máximo tribunal, en la derogación de las leyes de impunidad, y en síntesis en este proceso de verdad y justicia que asombra al mundo.
No menos acertada es su cita del procesalista Carnelutti en cuanto a que lo que “no está en el expediente no está en el mundo judicial…”, remarcando la importancia de considerar obvio que muchas de las cosas que no están en los expedientes judiciales por crímenes de lesa humanidad, y yo agregaría también de otros expedientes, integran sin embargo el mundo. Se trata de todo el contexto político social que rodeó la época de los hechos y las décadas siguientes, y que sin duda debe ser tenido en cuenta a la hora de intentar comprender e interpretar los relatos y demás probanzas de lo sucedido. Aquella afirmación de Carnelluti sobre “exclusividad” del mundillo judicial, es utilizada frecuentemente –como muchas otras frases vacías–, para justificar numerosas decisiones tribunalicias, paradójicamente injustas. No debe olvidarse que cada prueba y cada elemento arrimado al proceso pasa por la subjetividad del intérprete –el juez–, quien finalmente decidirá qué “está en el mundo”, y qué no lo está.
Es precisamente para no quedar “entrampado en la maraña de leyes y códigos” propia de su condición de abogado, que Duhalde, al inaugurar el Centro Ulloa, pone de relieve la necesidad de formarse como “irreverente autodidacta” en distintas disciplinas. Es de esas reflexiones que va apareciendo a medida que se avanza en la lectura de este magnífico trabajo, que el lector puede aproximarse un poco más a la complejidad de un fenómeno como el genocidio, imposible de abordar desde la limitada óptica de saberes encriptados y exclusivos.
Este libro es precisamente lo contrario, como los son sus autores, que han logrado quitarse la pesada carga de la soberbia intelectual tradicional de dominar los conceptos centrales de una disciplina, para no compartirla. Desde esa soberbia, lamentablemente frecuente en muchos operadores judiciales y de salud, surgen los mayores obstáculos que durante décadas frenaron estos avances. Por supuesto, que alrededor de todas esas trabas se encuentra presente el mismo factor que dio origen en su momento al proyecto económico genocida, y luego, a la impunidad posterior necesaria para su consolidación.
Es en la superación de esos obstáculos, brutales y violentos, que con la humildad y sensibilidad de los que saben sin soberbia, se pudo revertir ese tramo de vergonzante impunidad que marcó las tres décadas posteriores al terrorismo de Estado. Para esta nueva etapa comenzada en 2003, era absolutamente indispensable encarar adecuadamente la cuestión de las víctimas-testigo-ex desaparecidos, como los llamaba Duhalde.
Eso, como señala Fabiana Rousseaux, “es un desafío que nos somete a tensiones de todo orden, pero fundamentalmente a tensiones en el campo del lenguaje, de la ética y de la praxis”. Ese desafío, anunciado por Eduardo Duhalde en su aporte a este libro, no es otro que la imperiosa necesidad de sacarse de encima la mochila del derecho dogmático y encriptado, de la medicina fría y ascéptica y en general de todas las disciplinas, aún las de ciencias sociales llamadas “blandas” pero cuyos profesionales también han corrido el riesgo de quedar entrampados en interpretaciones lineales condicionadas por saberes exclusivos en los que fueron formados.
Lo dicho permite una aproximación a la dimensión del desafío al que alude Fabiana, y del que quienes participamos desde uno u otro rol en los juicios que se llevan a cabo, fuimos tomando conciencia desde nuestra propia formación y nuestra propia subjetividad. Cuestiona al respecto igualmente Fabiana, los mecanismos tradicionales de actuación de la justicia, ubicando al testigo-víctima del terrorismo de Estado en el mismo lugar que el testigo de un hecho reciente –como decía Duhalde–.
Esa desubicación del operador judicial, de no aceptar las diferencias sustanciales, esenciales, viscerales entre aquellos testigos-víctima y los demás, no es sólo desconocimiento. Ningún juez puede seriamente desconocer esas diferencias y sobre todo, asumir que todo el tratamiento que reciba el convocado al juicio a relatar sus padecimientos, debe ser acorde a las características de los hechos y no a la fría letra de normas inferiores, vetustas y superadas por nuestra Carta Magna al incorporar las Convenciones Sobre Derechos Humanos. Impedir que los testigos hablen entre sí en la espera de la audiencia, cuando lo han hecho en muchos casos durante treinta años, viola esa normativa superior –y el sentido común–. No cabe duda que cuando en el nombre de la ley se maltrata una víctima en estos procesos, la visión de quien es responsable de los mismos, no es coincidente con los principios constitucionales que los regulan, ni con la riquísima jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de aplicación obligatoria en nuestros tribunales.
Se trata de un sector de nuestro Poder Judicial que forma parte de los obstáculos a los que se alude en este libro y que por fortuna, se contrasta con numerosos tribunales que a lo largo del país interpretan las normas bajo la perspectiva del paradigma actual en la materia que es no sólo el respeto irrestricto del debido proceso a los imputados, sino en idéntica medida, al de las víctimas.
Hay preguntas que se hace Fabiana que dejan planteada la cuestión central del testimonio en estos juicios: ¿Cómo dar con el tono? ¿Cómo no ofender? ¿Desde dónde hablar? ¿Cómo tomar la distancia esencial para poder escuchar? ¿Cómo sostenernos desde una tica en el campo de la técnica? ¿A qué ética acudir? Es imposible responder esas cuestiones desde una sola disciplina y es por eso que el desafío para los operadores judiciales es muy grande. De hecho la respuesta va a depender de la cosmovisión de cada juez, pero de lo que no puede quedar duda es que la reparación debida por el Estado, el mismo que con otros protagonistas, secuestró, torturó y mató, es como señala Rousseaux, un proceso y no sólo un acto.
Resulta ilustrativo para este concepto de proceso y su permanencia en el tiempo, lo declarado por Fabiana en el denominado juicio “Jefatura II – Arsenales II” llevado a cabo en la ciudad de Tucumán, el 22 de marzo de 2013, donde la autora, prestó testimonio. Dijo allí “…No nos olvidemos que el terror de Estado que se aplicó a nivel nacional implicó además una desestructuración y una fragmentación enorme, que impactó sobre toda la sociedad y esto lo vemos incluso en procesos actuales al interior de las familias, al interior de las sociedades y quienes trabajamos en este campo, sabemos que esas secuelas van a propagarse en las generaciones siguientes, tal como ocurrió también en la experiencia que podemos recabar en lo tocante al post-nazismo”.
Todo ese proceso, que encuentra un punto elevado durante la investigación –donde se producen testimonios– y mucho más crítico aún cuando esos testimonios son brindados en juicio oral y público. En esas instancias, el desafío del “nuevo” Estado, el que se dispone a reparar, es cómo acompañar a las víctimas de la mejor manera durante ese proceso. De parte de los operadores judiciales comenzando por los jueces, como se dijo, con el conocimiento, la amplitud de criterio y la sensibilidad necesarias como para discernir entre los delitos tradicionales y aquellos que por su carácter de lesa humanidad, marcaron por décadas a la sociedad toda.
A su vez, los responsables de las decisiones políticas que hicieron posible este proceso de reparación, con el trabajo ejemplar y la dedicación con que el Centro Ulloa llevó cada día a la práctica esas decisiones que le dieron origen, al crear de la mejor manera posible las condiciones para que cada testigo-víctima, suba a los estrados con la contención adecuada y la tranquilidad de que su relato va a sumar un aporte irreemplazable al proceso de verdad, justicia y memoria que vive nuestro país.
* Eduardo Luis Duhalde y Fabiana Rousseaux (2015): El ex detenido-desaparecido como testigo de los juicios por crímenes de lesa humanidad. Buenos Aires, Fundación Eduardo Luis Duhalde
- 1Carlos Rozanski es Presidente del Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 1 de La Plata, Provincia de Buenos Aires; docente de Postgrado de Universidades Nacionales, de la Universidad de Madrid, España y de capacitación de Jueces y Fiscales de la República Oriental del Uruguay, Chile, Bolivia, Paraguay y Honduras. Además, es autor de trabajos y coautor de libros publicados en el país y en el exterior sobre abuso sexual infantil y violencia intrafamiliar, entre ellos autor del libro Abuso sexual infantil. ¿Denunciar o Silenciar?. Le fue otorgada la Medalla de Honor del Congreso de la Nación Argentina por su actuación en juicios por delitos de lesa humanidad (2012) y fue nombrado Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de La Plata (2015), entre otras muchas distinciones.
- 2Dependiente de la Dirección Nacional de Grupos Vulnerables, a cargo de Victoria Martínez, y bajo la gestión de Fabiana Rousseaux desde su fundación hasta agosto de 2014.
- 3Feierstein Daniel, El Genocidio como práctica social, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007.
- 4“Simon, Julio Héctor y otros” (14/06/2005 – Fallos: 328:2056) CSJN