Fabiana Rousseaux
El discurso de los derechos humanos proviene del campo jurídico. Desde la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789) los derechos de las personas se inscriben en el entramado ideológico que sustenta lo jurídico. Desde el punto de vista del ciudadano, el discurso jurídico sostiene el ideal de igualdad, «todos iguales ante la ley»; desde el punto de vista del sujeto del inconsciente, dividido por el lenguaje; el interrogante se abre respecto de su verdad particular. Podríamos entonces ubicar del lado del sujeto del derecho o sujeto jurídico, la categorización del “ciudadano”, y del lado el sujeto el inconsciente, un sujeto dividido.
Los diversos efectos que se producen en el proceso de tramitación de los duelos, particularizados por la desaparición, introducen una discusión respecto de las incidencias que el vacío simbólico produjo en los sujetos. Los modos de sutura que se movilizan en la búsqueda de una respuesta, interrogan sobre la dimensión del resto insignificantizable de la desaparición. Resto que no sutura ni aún con la posterior certeza de la muerte, porque en el intervalo que va de la desaparición a la muerte, se instala el horror, das radikal Böse[1], la incertidumbre y la impunidad.
El valor del texto legal
Hegel interpreta la obra de Antígona como el conflicto entre la ley del Estado dictada por Creonte y la ley de la familia a la cual Antígona debe someterse por encima de todos los peligros.
En el caso argentino, a partir de la promulgación de las leyes de Obediencia Debida, Punto Final y los decretos de Indulto, se produjo un texto jurídico que impunizó las acciones criminales y clausuró la vía de acceso a la verdad respecto de los hechos ocurridos, produciendo una tensión entre las leyes y el recorrido de la verdad como estatuto imprescindible para alojar alguna dimensión de lo justo, instancia diferente de la justicia.
Si pensamos a la sanción como aquello que posibilita la no repetición, podemos incluir allí mismo la función de lo escrito como valor. Se tratará de un valor que instituye un sitio para alojar algo, una proporción de lo acontecido. Proporción que nunca recubrirá todo el sentido de lo ocurrido, porque aquí no sólo nos enfrentamos a un hecho de estructura, sino al encuentro con un absoluto irrepresentable, un goce no cuantificable.
Entre los efectos fundamentales que la política de la desaparición instaló en las personas afectadas, la incertidumbre fue una de las más decisivas. Este modo de la incertidumbre, no es del mismo estatuto que el “no hay certidumbre toda para el ser”. Este mecanismo toca un punto de in-creencia. Nadie desaparece. La desaparición desafía uno de los principios fundantes de la existencia humana.
Ya no se trata de lo que los analistas proponemos como el encuentro con lo imposible de significar que atraviesa a todo sujeto como tal, sino que el registro en juego es más bien del orden de un atravesamiento brutal al otro margen de la existencia. La muerte es un agujero que se produce en lo real. El duelo es un agujero en lo simbólico, y el comienzo de un trabajo de movilización significante para intentar bordear algo de ese agujero. La desaparición, en cambio, se instala en ese espacio que va de la incertidumbre a la construcción de una muerte. Lo que no hace serie.
La certeza en estos duelos es un punto de llegada y no de partida. Desaparición y muerte se distancian en el sitio donde anclan. La muerte es un acto que no puede desinscribirse una vez que el sujeto ha arribado a su reconocimiento, la desaparición es un hecho que se abre a la espera de una resolución, a la espera de una sanción. Allí es el sujeto quien debe sancionar con un dispositivo ficcional[2], convirtiendo el hecho en acto, y decidir si lo toma por verdad.
Cuando Freud en 1919 habla de los efectos de lo siniestro[3], se detiene en la cita de E. Jentsch, y dice que éste destacó como caso por excelencia de lo siniestro «la duda de que un ser aparentemente animado, sea en efecto viviente; y a la inversa: que un objeto sin vida esté en alguna forma animado», aduciendo con tal fin, la impresión que despiertan las figuras de cera, las muñecas “sabias” y los autómatas.
Jentsch asegura que “uno de los procedimientos más seguros para evocar fácilmente lo siniestro mediante las narraciones, consiste en dejar que el lector dude si determinada figura que se le presenta, es una persona o un autómata”. El prefijo negado “un” (“in”) es el signo de la represión, por el cual Heimlich se convierte en Unheimlich.
Con la ley 24.321 se instauró en Argentina la figura jurídica “desaparición forzada de personas”. Lo que instaura en ella la dimensión de alguna responsabilidad es el forzamiento. En ese sentido también la misma ley es un poco forzada. No hay en esta figura un significante que aloje efectivamente el lugar del responsable del delito.
En un reportaje reciente, Jorge Rafael Videla decía «¿Dar a conocer dónde están los restos? ¿Pero, qué es lo que podemos señalar? ¿El mar, el Río de la Plata, el Riachuelo? Se pensó, en su momento, dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, enseguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo».[4]
La dimensión de la responsabilidad queda anulada, haber hecho desaparecer. Desaparecedor. Desaparecido es un significante de la des-responsabilidad, en el sentido de des-inscribir la responsabilidad en juego y produce en las víctimas la pérdida de las categorías fundantes de la identidad: tiempo y espacio (atemporal, ahistórico, a-espacial).
El derecho a la muerte quedó sustraído y se instauró la lógica que hizo posible la muerte de un cuerpo sin sepulcro, y la anulación de los modos de ritualización de la muerte, aboliendo de esta manera la instalación de un acto simbólico.
Las palabras quedan sacadas del cuerpo. El cuerpo queda reducido a un mero acontecimiento orgánico. Vida y muerte son así desprovistas de la dimensión de lo estrictamente humano.
La desaparición de personas empujó a quienes debían atravesar por estos duelos a la construcción de un marco “por fuera de la ley”, funcionamiento clandestino – duelo clandestino (destino de clan, oculto). «En los campos de concentración, más aún que la vida, lo que se exterminaba era la muerte. Los prisioneros eran desposeídos de su muerte, más muertos que muertos, desaparecidos».[5]
Lacan llama al tiempo suspendido del fantasma “el entre-dos-muertes”.
Lo fatuo y lo bello
Creonte, frente a la decisión de Antígona de infringir las leyes que él había dictado, le dice que “teniendo su vida tiene todo lo que quiere”, a lo que Antígona contesta que no es eso lo que le preocupa a ella, ya que teniendo su vida no obtendrá nada de ella; lo que ella no está dispuesta a ceder es el poder de tener su muerte. Son las leyes divinas las únicas que pueden sancionar sus actos. «Que voy a morir ya lo sé, no es tu voluntad la que decidirá esto».
Frente a esta respuesta de Antígona que lo deja sin recursos, Creonte decide infligirle un dolor aún mayor; enterrarla viva, lejos del mundo de los vivos y también del mundo de los muertos.
Un término que atraviesa fuertemente toda la obra de Sófocles es insensato, la idea de la insensatez (del latín insensatus) lo cual significa tonto, fatuo. También se traduce como necedad, falta de razón o de sentido. Concepto ligado a la locura. Locura en desobedecer las órdenes establecidas para los ciudadanos. Locura en desear la muerte, por sostener la causa de su deseo. Locura en “no saber ceder a la desgracia”, según el corífeo. ¿Cómo puede Antígona desear la desgracia? –se preguntan, mientras ella no concibe un deseo sin pagar el precio de la desgracia que hace consistir su existencia. Ella es hija de esa desgracia, su padre la aloja en su deseo desde allí, es también hacer consistir el nombre de ese padre desgraciado, para poder ganarse el ser hija de ese padre.
A la vez sólo la muerte puede salvarla de la desgracia, igual que a su padre. La desgracia: consistencia y salvación: «Esta elección trágica de Antígona… pone en función lo bello. Lo bello no engaña, actúa como guardián del deseo, pero también del horror del goce. Lo bello es un límite».[6]
Así, una paciente que durante los años de la dictadura en la Argentina estuvo desaparecida en un campo clandestino de detención, en su primera sesión dice que cada vez que comienza un tratamiento se queda sin nada para decir luego de contar su historia. Ella cree haberlo dicho todo. La experiencia del “campo” se anuda a todo, “le da sentido a todo”, nada queda por fuera de este sentido.
¿Qué más habría para decir luego de la experiencia del “campo”, luego de haberlo visto todo? “La vida en el campo es lo más cercano a la muerte”, la vida en el “campo” es lo que no tiene velo.
«El horror no era el Mal, no era su esencia, por lo menos. No era más que el envoltorio, el aderezo, la pompa. La apariencia en definitiva. Cabría pasarse horas testimoniando acerca del horror cotidiano sin llegar a rozar lo esencial de la experiencia del campo»[7].
¿Qué es lo que abre otra dimensión? La inclusión de una verdad no-toda. Un significante que agujeree no ya el vacío significante sino el exceso de significación. Lacan dice que la verdad sólo es posible de ser dicha a condición de no extremarla. Entonces será necesario un acto de nominación que abra un agujero, que destotalice al significante.
El rescate del nombre propio permite producir una filiación. Filiación abolida simbólica y jurídicamente también, con el mecanismo sistemático de la desaparición.
¿Cómo se sanciona a nivel subjetivo haber atravesado la experiencia del campo?, experiencia que toca un punto de irrealidad, no del relato, sino de la creencia.
En La escritura o la vida, Jorge Semprún, dice: «…Pues la muerte no es algo que hayamos rozado, con lo que nos hayamos codeado, de lo que nos habríamos librado, como de un accidente del cual se saliera ileso. La hemos vivido … No somos supervivientes, sino aparecidos […] Pues no es algo creíble, no es compartible, apenas comprensible, puesto que la muerte es, en el pensamiento racional, el único acontecimiento del cual jamás podremos tener una experiencia individual… Que sólo puede ser aprehendido bajo la forma de la angustia, del presentimiento o del deseo funesto. En el modo del futuro anterior…»[8]
Sanción y duelo
La letra es algo que se lee. Se lee y literalmente […] La letra es sobre todo un sitio, un lugar, lo que sitúa[9].
Dos interrogantes circundan estas particulares tramitaciones en torno al duelo y los modos de sanción. ¿Qué implica sancionar? Y, ¿cómo se relaciona la sanción con la producción de alguna certeza necesaria para iniciar un proceso de duelo?
La sanción jurídica en nuestro país ha instaurado una suerte de borramiento de los hechos acontecidos, o peor aún, ha sancionado la impunidad. Esa es la lógica a la que responden las leyes de Obediencia Debida, Punto Final y los decretos de Indulto, o al menos, son los efectos que estas leyes producen a nivel de la sanción. ¿Sin sanción y sin certeza a qué apela, entonces, el sujeto para la elaboración de este duelo?
Pero la sanción subjetiva de este duelo, es decir la operación de decidir subjetivamente una inscripción del duelo como tal, no implica sellar la certeza de la pérdida del objeto, ya que la certeza posible en estos duelos importados por la desaparición no es del mismo orden que la de los duelos importados por la muerte.
Esta sanción, entonces, no alcanza a recubrir la certeza. Siempre queda un resto irreductible de significantización.
Como plantea Freud en Duelo y melancolía en relación a la melancolía, hay un duelo que no logra realizarse, pero sin embargo tampoco es éste estrictamente el estatuto de estos duelos ya que siguiendo el concepto freudiano, estaríamos frente a duelos patológicos, o no realizables, y este no es el caso. Hay en juego una realización, un trabajo que se desencadena y, sin embargo, no termina de anudarse. Podríamos situar esto como una coagulación de los duelos, o como un duelo asintótico, una posición tercera respecto de la díada freudiana normal / patológico.
Si bien es cierto que, al comienzo del trabajo de duelo, los recursos simbólicos nunca son suficientes[10], aquí se trata de una modalidad de elaboración, una dimensión irreductible. Un resto intramitable de este duelo. Se trata de un duelo que implica una tramitación sin certeza. Es necesario que suplemente alguna verdad en juego.
El duelo no es olvido
El duelo es la tramitación de una sanción. Se presentifica como uno de los rostros del olvido, en tanto las sanciones jurídicas sostienen el marco de impunidad. Si los crímenes quedan impunes en términos jurídicos, tramitar un duelo puede implicar instaurar el olvido. No es el movimiento de cierre o apertura lo que instalaría una resolución, sino su tránsito hacia una inscripción posible.
Dice Lacan que el trabajo de duelo se realiza «pieza por pieza, signo por signo, ideal por ideal»,[11] y pone en juego la movilización significante para hacer frente al agujero creado en la existencia.
Con la desaparición, queda también desaparecido el derecho a la ritualización del duelo, pero esto no basta para explicar los efectos subjetivos que desencadena, ya que lo que se juega es algo del orden de una proporción que no se produce. ¿Hay letra jurídica que recubra la dimensión de este delito?
¿La sanción subjetiva alcanza a recubrir el agujero que produce a nivel simbólico esta pérdida? El texto que inscribe cada uno respecto de los duelos que atraviesa es un texto solitario, que requiere de un texto social en el cual anclar. Pero si antes no hay una puntuación propia, no hay qué incluir en el texto social.
Por ello podemos situar tres registros de sanción: la jurídica, la social y la subjetiva, las cuales se anudan de diversos modos para cada sujeto.
Mencionábamos antes, que la sanción jurídica en nuestro país se ha clausurado con las leyes de impunidad; la social se escribe en cada acto que se produce desde este marco, y la subjetiva puede quedar anudada a estos o no. Es una escritura propia.
El punto de falla o des-anclaje, no siempre significa una no elaboración. Cuando hablamos de inscripción particular hablamos de emergencia de alguna verdad propia. Es por eso que hay que establecer diferencias entre el sentido de la verdad en lo social (espacio público), y el de la verdad de la que habla el sujeto (espacio privado).
Pero el estatuto de estas verdades requiere de una escucha particular, a veces escuchamos en la clínica a nuestros pacientes que, habiendo atravesado por las experiencias del “campo”, dudan de su propia palabra. Los escuchamos decir que no pueden certificar que lo que dicen tenga un estatuto de verdad, y uno podría preguntarse acaso si se trata de una duda fantasmática del sujeto. Eso sería quedar entrampados en el preciso punto, donde desconocer las dimensiones del hecho traumático tiene consecuencias en la clínica. De lo que se trata allí, en principio, es de lo insimbolizable, lo que no tiene posibilidad de ser tramitado porque no encuentra un punto de sanción.
El duelo por derecho natural corresponde a la condición de lo humano. El estado terrorista implementó una regulación de la muerte y produjo la abolición del duelo. Estos crímenes carecen de medida y, en ese sentido, no hay sanciones que alcancen a dimensionar el valor traumático de estos hechos.
Pero a veces algo se presenta como posible. La invención produce un significante nuevo en un sujeto que toma la palabra y a la vez que hace letra, soporta ser leído. «¿Por qué borrar las marcas de la historias dejando al cuerpo sin nombre, y al nombre sin cuerpo? ¿Qué es la muerte sino algo que oye sin responder, guardando siempre un secreto mudo, vacío? Hilvanar muerte, huesos y un nombre en una sepultura luego de quince años, luego de haber sido amputado el culto y el llanto, hace que la carne, ya ausente, se encarne en una historia silenciada tanto como profanada. ¿Puede alguien detenerse y dejar que sus muertos sean puro desecho al abono de la tierra? ¿Qué es la sepultura sino preservar del olvido a un cuerpo por ser aquél que perteneció a un padre, a una madre, a un hijo? ¿Es lícito privar al muerto y a quien lo llora de esta única relación conservable?».[12]
[1] Jorge Semprún analiza esta expresión en su libro La escritura o la vida para referirse a la experiencia del Mal radical.
[2] Aquí utilizamos el término ficcional como aquello que debe oficiar de verdad.
[3] Sigmund Freud. Lo siniestro, 1919.
[4] M. Seoane, V. Muleiro. El Dictador, extracto del libro publicado en la revista Viva. Buenos Aires, 25 de febrero de 2001.
[5] Jean Baudrillard, La ilusión del fin.
[6] Juan Dobón, Histeria y Cuerpo. Buenos Aires: Edama. Clase 5.
[7] Jorge Semprún (1998), La escritura o la vida. Barcelona: Tusquets.
[8] Idem.
[9] Jacques Lacan. Seminario 20. Aún. Lección La función de lo escrito.
[10] Norberto Ferreyra (2000). Trama, duelo y tiempo. Buenos Aires: Kliné.
[11] Jacques Lacan. Seminario VIII. La transferencia, clase 28 de junio de 1961.
[12] Mauricio Cohen Salama. Tumbas anónimas. Extracto del texto de Andrea, Julián y Diego, hijos de Lidia Massironi, identificada por el EAAF.
*Este texto fue publicado en la revista Psicoanálisis y el Hospital. Número 20, Año 10. Buenos Aires, noviembre de 2001.