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Testimonios/Cartas

Sobre los abusos, ¿La Culpa? No, la libertad

By 29 diciembre, 2018julio 31st, 2021No Comments

Por Graciela García Romero*

Este texto se presentó en el Encuentro en Tokio, en el que participaron Nora Cortiñas (Madre de Plaza de Mayo), Graciela García Romero ( sobreviviente de la Esma) y Verónica Torrás ( directora de Memoria Abierta)  con las mujeres del Women’s Active Museum on War and Peace (WAM), el Institute of Global Concern y el Instituto Iberoamericano de Tokio.

En primer término, quisiera agradecer la invitación y decirles que me siento profundamente honrada de participar en un ámbito de esta importancia, y agradecerles también por el interés en conocer la historia de nuestro país.

Haré una reseña de lo que personalmente viví en un campo de detención y exterminio en la década de los 70. Si bien he contado esta historia muchísimas veces, para la crónica periodística o en declaraciones en el ámbito judicial, en esta oportunidad, a partir del tema que nos ocupa, he vuelto a mirar mi historia haciendo foco en la problemática de la mujer. Esta búsqueda de los rastros de las mujeres en cautiverio, por una parte, me obliga –debido a una cuestión de tiempo− a que deje de lado la presencia de los varones. Comprendan, por favor, que ellos han padecido como nosotras y que no mencionarlos no quiere decir que ellos no estén en espíritu en lo que vaya a relatar.

Por otro otra parte, debo decir que, al revisar una vez más mi historia con este lente que es el tema de género, para mi asombro se iluminaron varias escenas que ganaron en significación: situaciones que narrábamos como parte del control general que los militares tenían del campo, en esta reseña, han ganado protagonismo y constatan nuestra posición sobre la existencia específica de una estrategia sistemática de agresión sexual hacia la mujer.

Fui secuestrada el 15 de octubre de 1976. En dos días, se cumplirán 42 años de ese momento tan aciago que determinó un antes y un después en mi vida y, luego del cual, nada fue igual.

Formaba parte de unas de las tantas agrupaciones políticas que habían surgido en mi país en la década de los 60 en respuesta a la dictadura de 1966 que dio lugar a un acercamiento masivo, como nunca antes, de la juventud a diversas modalidades de participación política y social. Ese compromiso de los jóvenes con su pueblo produjo una militancia que se afianzó durante los años siguientes y que resultó fundamental también para el regreso de la democracia a la Argentina en 1973.

Sin embargo, esa isla democrática duró sólo tres años ya que otra dictadura, en marzo de 1976, derrocó al gobierno democrático y puso en marcha la etapa más sangrienta de la historia argentina. Entre los objetivos que tenían estaba, en primer lugar, el de cercenar toda organización política opositora. Para instaurar un modelo económico dependiente de los Estados Unidos, debían exterminar a la juventud comprometida políticamente.

Tenía 27 años cuando esa tarde en la que caminaba con una compañera de mi agrupación unos brazos rodearon mi cuello, mi cuerpo y me inmovilizaron. Supe en ese momento que no vería más a quienes amaba.

ESMA, uno de los centros de detención

Ese día viernes a las 15 horas en el centro de la ciudad de Buenos Aires nos secuestraron a Diana García y a mí, colocándonos en distintos autos.A pesar deque logré tirarme del auto cuando ya estaba en movimiento y pude correr varias cuadras, volví a ser capturada, y ya, sin más posibilidades de resistencia, mi destino fue la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el mayor Centro Clandestino de Detención del país.

Así entramos en un infierno por donde pasaron miles de ciudadanos argentinos, de los cuales la mayor parte fue asesinada. Desde el comienzo y casi hasta el final de mi secuestro, como el resto de los compañeros de cautiverio, estuve obligada a caminar con grilletes en los tobillos y esposas en las muñecas. Para no ver lo que pasaba alrededor, nos ponían un tabique sobre los ojos –que era un antifaz de tela como los que se usan para dormir–y por encima una bolsa en la cabeza. Sin embargo, espiábamos todo lo que podíamos y, gracias a lo que vimos y al trabajo de reconstrucción hecho entre todos los sobrevivientes, podemos ahora asegurar la veracidad del relato de lo que vivimos ahí adentro.

En ese campo estuvimos secuestradas miles de personas que estuvimos en manos de un grupo de militares que fueron autorizados por sus mandos para operar de manera clandestina y a los que se les dio la potestad para decidir sobre la vida y la muerte de los seres que tenían en cautiverio. Eran los amos de nuestras vidas, de nuestros horarios, de nuestras necesidades más elementales.

Es cierto que el campo de concentración fue cambiando a lo largo de los años, ya que los militares “suavizaron” las costumbres. Pero sólo se trató de disimular el objetivo que siempre tuvieron: quebrantar la voluntad del detenido, eliminar al opositor. Para eso pusieron en funcionamiento estrategias perversas que fueron elaboradas, decididas y ejecutadas por los jefes del grupo.

La jerarquía más alta allí correspondía al director de la ESMA, el almirante Chamorro que recorría todos los lugares cada noche. Por debajo de él, el verdadero jefe y responsable del diseño de todo el campo, era un capitán de corbeta de inteligencia llamado Jorge Eduardo Acosta. Entre sus subordinados, había un capitán de fragata en retiro, Francis Whamond, que era su principal asesor. Por debajo, oficiales de menor grado, que conducían los grupos operativos que salían a secuestrar y, por otro lado, los de inteligencia, que interrogaban bajo la modalidad de tormentos a los detenidos. La tropa del grupo operativo estaba compuesta por oficiales rotativos que permanecían un tiempo allí y que luego volvían a sus destinos de carrera. Debajo de los oficiales y con el mismo esquema rotativo, estaban los suboficiales, que eran los encargados de la seguridad interna y de llevarnos de un lado al otro del campo.

Podemos decir así que la mayor parte de la marina argentina fue partícipe de secuestros, de violencia contra la sociedad civil y de pillaje sobre los bienes de las personas que iban eliminando.

Cuando yo fui secuestrada, hacía pocos meses que se había instalado la dictadura por lo que al llegar había pocos sobrevivientes. El lugar de los interrogatorios era el subsuelo, un gran salón con pequeñas celdas destinadas a la tortura que ellos bautizaron “La avenida de la felicidad”. El piso del salón estaba cubierto de personas tiradas sobre colchonetas que estaban uno junto a otro. Apenas traspasé el portón metálico del subsuelo, deliberadamente me hicieron tropezar con cuerpos inertes que había en el piso.

Los interrogatorios estaban a cargo de varios oficiales que buscaban información por medio de golpes, ultrajes, manoseos y sobretodo de la picana, un dispositivo que descarga electricidad sobre el cuerpo desnudo del preso.

Después de esas sesiones dejaban a la víctima en distintos lugares.  Particularmente, el más grande se llamaba “capucha” (es el nombre de la bolsa que nos colocaban en la cabeza) y era un gran altillo inmenso donde nos tiraban en el piso sobre colchonetas. Ese lugar era el reino de los “verdes”, los suboficiales llamados así porque vestían un uniforme de ese color. Ellos se encargaban de vigilarnos y tenernos controlados, de llevarnos de un lado al otro, de darnos el pan y el mate cocido dos veces por día –el mate cocido es una infusión americana– y alcanzarnos el balde para hacer nuestras necesidades fisiológicas. Como no veíamos, nos llevaban del brazo o armaban trencitos en los que cada uno apoyábamos los brazos en los hombros del de adelante, como niños de colegio.

También eran quienes nos pateaban, golpeaban o habían estado en nuestro secuestro en la calle. Y también fueron los que empezaron a manosearnos, a mirarnos desde la puerta cuando podíamos bañarnos. Y también los primeros que supimos que violaron a algunas de nosotras. Sin embargo, pronto los jefes se encargaron de “corregir” esto.

A partir de ese momento nuestra identidad se convertía en un número. A mí me empezaron a llamar 544.

Los primeros indicios de la estrategia sistemática

Aproximadamente a los dos meses me llevaron a un lugar que ellos llamaban “camarotes”, que eran cuartos con camas, pero con las ventanas y puertas trabadas. En uno de ellos vivía una supuesta pareja que ellos mostraban como ejemplo de supervivencia y que se trataba de compañeros que hacía meses que estaban secuestrados y que fingían ser pareja para proteger el embarazo de ella. Fuera de este varón, el resto de los cuartos estaba ocupados sólo por mujeres.  Me llevaron primero a uno de los más chicos y allí, una de las primeras compañeras que tuve se llamaba Pilar. Ella era “visitada” por el capitán Whamond, el asesor del jefe. Entraba él y a mí me bajaban al subsuelo. Como solía ir de noche, yo no sabía por qué me bajaban a esas horas imprevistas y yo creía que eso implicaba que me iban a interrogar o trasladar, palabra que significaba la muerte. En el subsuelo, además de la Avenida de la Felicidad, habían construido unos cubículos donde nos llevaban durante el día para hacer trabajos esclavos. En una oportunidad me colocaron en uno de esos cubículos junto con otro compañero. Ambos intentábamos hablar, mientras transpirábamos aterrorizados por la incertidumbre sobre lo que nos harían. A no sé cuánto tiempo, apareció un guardia y nos regresó a cada uno a su lugar. A la segunda o tercera vez, empecé a darme cuenta de lo que sucedía. Pilar me confiesa llorando en esos días qué era lo que pasaba. En ese mismo cuarto y estando sola, una noche apareció el oficial que ellos llamaban mi “interrogador”. Se sentó a mi lado y comenzó a hablarme tratando de inducirme para tener un trato sexual. Pude detenerlo, como si resultara una situación normal entre un hombre y una mujer. Fue la única vez que pude impedirlo.

A fin de año, Pilar fue “trasladada”. Ellos utilizaban la palabra “traslado” como un cambio en cuanto al lugar de detención. Siempre sentimos que lo que pasaba los miércoles –día de traslados– era espantoso, pero sólo tuvimos indicios más firmes de lo que significaban cuando un compañero, varios meses después, vio que lo quedaba después de esos días, era un montón de zapatos.

Me cambiaron de cuarto y pasé a estar con otras 4 compañeras. Una de ellas ya hacía varios meses que estaba secuestrada y en ese tiempo comenzó a manifestar un proceso de delirio religioso. Entonaba himnos de la iglesia y, entre canto y canto, nos confesó que, cuando estaba sola en ese cuarto, había sido violada por el jefe del grupo, el capitán Acosta. Es importante detenerse en lo que significaban estas revelaciones de compañeras que hacía tiempo que estaban detenidas: a la desesperación por la incertidumbre sobre nuestro futuro de todos los que estábamos allí secuestrados –esto es, vivir o morir–, debíamos agregar nuestra vulnerabilidad en cuanto mujeres. Todo era confuso, pero todo era probable. Estas mujeres que nos pudieron trasmitir que habían sido violadas nos anticiparon lo que después nos pasaría a nosotras.

Comenzaron a venir todas las noches algunos oficiales, sin dudas seleccionados por Acosta, para charlar con nosotras y verbalizaban que el propósito del grupo era “recuperar” a los activistas políticos. Nos explicaban que para esto seríamos trasladados de la ESMA a unas granjas de recuperación que estaban en el Sur del país. Además, nos daban un permanente adoctrinamiento sobre las virtudes de la sociedad “occidental y cristiana”.

Se trataba de una estrategia para quebrantarnos a los activistas políticos basada en el engaño. Nosotras, cuando nos quedábamos solas, hablábamos en voz baja porque descontábamos que nos escuchaban, para contarnos lo que nos habían dicho uno y otro, y tratar de descubrir la verdad. La convicción que teníamos era de no creerles nada y lo único que veíamos como futuro inmediato era la muerte.  Era una estrategia sobre personas que estaban secuestradas en un estado casi animal y a las que, de pronto, les fueron cambiaron el trato: de las torturas, la bolsa permanente en la cabeza, las colchonetas en el piso, comiendo pan y mate cocido y haciendo las necesidades en un balde colectivo, comenzaron a dejarnos bañar, comer en el cuarto una comida de mejor calidad y utilizar un baño.  Siempre con tabique en los ojos, esposas en las muñecas y grilletes en los tobillos, y con el guardia al lado en todas las situaciones.

Whamond entró una vez a nuestro cuarto y nos preguntó qué enseres de uso personal necesitábamos. Para nuestro asombro pasamos a tener elementos como jabón, desodorante o pasta dental. Lo habitual cuando nos dejaban bañar, era que el “verde” de turno fuera quien elegía la vestimenta que nos daban a cada uno, de una alta pila de ropa que supimos que había dentro del campo y que habían robado de las casas que saqueaban o de las personas que mataban. Dentro de ese extraño viraje en el trato, también nos sacaron alguna vez para comprarnos ropa. Todo esto, estaba dirigido en un sentido que nosotras desconocíamos y que hoy nos queda claro: nos estaban adecentando para ellos.

Uno de los procedimientos que utilizaban con casi todos los presos era permitirnos hablar con nuestras familias. Imaginen, por un momento, lo que vivíamos al escuchar la voz de nuestros padres, hermanos o parejas estando en ese pozo manejado por un grupo de locos que no tenían ningún control y del que suponíamos que no íbamos a salir. También imaginen la lucecita que se les prendía a nuestros familiares al escuchar nuestras voces: lo primero, que estábamos vivos. Luego venían las recomendaciones a las familias para que callaran y no hicieran ningún tipo de denuncias. Me acuerdo de que pensé que ellos también tenían madres y que no podía entrar en la cabeza de nadie dejar que un secuestrado hablara con su madre para luego matarlo. Sin embargo, mi razonamiento era equivocado. Dejaron hablar a muchos que luego asesinaron. En esa misma línea, nos dejaron también tomar contacto con nuestras familias.  En mi caso fue Acosta el que me llevó a medianoche al hogar de mis padres para desesperación y alegría de toda mi familia. Desesperación porque resultaba evidente que no era una detención legal, ya que ese militar dejó en claro inmediatamente que había investigado a mi familia y que sabía lo que hacían uno por uno.  Allí empezó otra de las torturas que utilizaron con muchos presos: el chantaje y el uso de las familias a cambio de nuestras vidas. En mi caso se trató de la presión a la que, por años, sometieron a mis hermanas.

Hoy tenemos en claro, viendo las fechas, que existe un encadenamiento de los movimientos que hicieron con las secuestradas y con las familias. Así comenzaron a despuntar una de las estrategias más siniestras que caracterizó a ese campo: la perversión de invitar a comer a restaurantes a las familias, a acercar regalos en fiestas familiares y a sacarnos a comer por grupos a los secuestrados por las noches. La confusión de nuestras familias era demencial.

También la nuestra: nos despertaban a altas horas de la noche para ir a “comer” con Acosta a los restaurantes famosos de Buenos Aires y llegaron a llevarnos a muchas compañeras secuestradas a bailar a la boite más famosa del momento. Años después pudimos desentrañar cómo con esos procedimientos intentaron hacernos cómplices de la perversión de ese plan. Todo lo que hicieron estaba planificado: el objetivo era destruirnos y nos llevó tiempo darnos cuenta cómo intentaron “culpabilizarnos”.

Y, dentro de esa estrategia, permitieron a varios presos permanecer algunos días con sus parejas e hijos en un espacio diferente del campo: las quintas. En nuestro país se llaman quintas a las casas de fin de semana. Ellos comenzaron a utilizarlas como un segundo espacio de detención. Si bien para nosotros significaba estar en contacto con el aire libre, constituyó el ámbito propicio para alimentar sus argucias sobre esta “nueva vida” que nos esperaba, pero a su vez también un lugar facilitador para el abuso de las mujeres.

De capucha a las quintas

Una noche nos sacaron del centro clandestino para llevarnos a una quinta.  Acosta, que era quien manejaba estas situaciones, había llevado una cantidad de presas y otro tanto de oficiales y nos planteó que debíamos “elegirnos”. Una vez más, no sabíamos qué significaba lo que nos estaban diciendo. La eterna desconfianza que les teníamos aumentó en ese momento y sólo sentimos terror y perplejidad.  Frente a nuestro silencio, él decidió por todos y nos “eligió” una pareja a cada uno. Por suerte, me sentaron con un militar, al borde de la piscina,que solamente hablaba.  Al rato, nos volvieron a llevar a la ESMA.

Hace unos dos años, nos contó un periodista extranjero que pudo entrevistar a uno de los represores que está en la actualidad preso, que éste le confesó, off de record, que por ese entonces, aproximadamente, Acosta había reunido a sus oficiales y les había explicado que una de sus tareas, de ahí en más, sería obligar a mantener relaciones sexuales a las secuestradas. En esa orden era clara la directiva: sólo los oficiales accederían a las secuestradas siendo penados severamente los suboficiales que violaran a alguna mujer. Con esa orden comenzaron las violaciones sistemáticas sobre muchas secuestradas

Creo recordar que ya era enero de 1977 cuando una noche entró un verde y dijo “544 abajo”, y ahí me llevaron por primera vez a la oficina de Acosta, que estaba iluminada solamente con una lámpara baja, dejando su rostro en penumbras. Me habló de distintas cosas frente a mi silencio. Me ofreció un pedazo de torta, y no me importó aceptarla y comerla, porque ya me había olvidado de lo que era eso. Luego, sin mediar preámbulo me dijo, “Mañana te voy a sacar”. Sin explicarlo, supe qué me estaba diciendo.

Efectivamente, a la tarde del otro día, vino un verde por mí, me subieron tabicada –antes de sacarme los grilletes y las esposas– a un auto que conducía el mismo Acosta. En algún momento que ya no recuerdo, empecé a ver las calles, cómo el auto se detuvo en el barrio de Belgrano. Entramos a un edificio y vi que él se molestó –¡y yo me alegré por mi suerte!– porque habían cortado la luz. Igual decidió subir por las escaleras a pesar de estar el departamento en los pisos más altos. Esta fue la primera de las muchas veces que me llevaban a departamentos diferentes, adonde, a veces, me dejaban encerrada por días hasta que llegaba Acosta. Al regresar a la ESMA, siempre, me volvían a colocar grilletes, esposas y tabique.

Me acuerdo el martirio de otra de las compañeras cuando el verde entraba a nuestro cuarto, en cualquier horario nocturno, gritando su número. Todas sabíamos que, al regresar, luego de unas horas, ella estaría callada por largo tiempo, tratando de dormir. De donde volvía era del uso que hacía el jefe máximo de ella, y el sueño –en la medida que nos dejaban– era la mejor herramienta que teníamos para “escapar” de ese lugar. Solían también llevarnos a mí con otras compañeras a la quinta y nos dejaban allí, por días, hasta la llegada inesperada de Acosta.

Uno de los gestos más siniestros y perversos de los represores fue cuando armaron una “maternidad” para las compañeras embarazadas de ESMA y donde también llevaban a mujeres secuestradas a punto de parir, que traían de otros campos de detención. Les habían arreglado un cuarto y habían puesto un moisés y un ajuar preparado para el bebé. Luego del parto, la madre era trasladada y el bebé, apropiado por ellos.

En diciembre de 1978, nos indicaron que saldríamos en libertad. No lo creíamos hasta que nos llevaron a nuestros hogares familiares. Una vez en nuestras casas, no nos movíamos prácticamente. Por un lado, sabíamos que nos vigilaban desde afuera, que nos escuchaban las conversaciones telefónicas y que aparecían en las casas en cualquier horario. Por otro, estábamos convencidos de que nos matarían en la calle en cualquier momento. No comprendíamos a qué se debía. El estado psicológico que teníamos era terrible. Eso fue el comienzo de lo que ellos llamaron “libertad vigilada”. En mi caso, un auto me venía a buscar todos los días para llevarme al mismo lugar de trabajo de la Cancillería y luego devolverme a mi casa. No nos animábamos a contactar con nadie por temor a que siguieran las detenciones y nos llevaban a la ESMA recurrentemente para amenazarnos sobre volver a ser secuestrados.

Nos colocaron a trabajar a varios detenidos en dependencias de la marina y nos controlaban diariamente. En ese momento comenzó la guerra por las Islas Malvinas, lo que significó para ellos entrar a combatir contra los ingleses.

Dos veces en ese lapso me fueron a buscar para llevarme con Acosta. La última me animé a decirle que no quería verlo más.  No sabía qué consecuencias tendrían mis palabras, pero no me importaba y para mi tranquilidad sólo respondió que le asombraba que la misma frase se la había dicho otra compañera. Con esa compañera, sobreviviente como yo, nos volvimos a encontrar luego de tantos años y nos pudimos contar todo, y abrazarnos.

Finalmente, llegó la democracia y con ella sentimos que nuestra liberación era verdadera. Yo renuncié al trabajo que ellos me habían dado con la intención de empezar una vida nueva. Se inició otra etapa para cada uno de nosotros: el proceso interno de comprender que éramos sobrevivientes ante la ausencia de tantos muertos. Miles de compañeros habían sido asesinados por ellos. Y nosotros, sin saber por qué, habíamos sobrevivido. De ESMA salimos más de un centenar de sobrevivientes.

Los juicios y los Organismos de Derechos Humanos

Como ya les relató nuestra querida Nora Cortiñas, la lucha de las Madres de Plaza de Mayo, las más valientes de nuestra sociedad, que, a cara limpia y con un pañuelo blanco en su cabeza –que simbolizaba el pañal de sus hijos–se enfrentaron a policías, caballos y represión y representa a los otros cuerpos femeninos que se expusieron en nuestro país. Esta lucha arrolladora e inquebrantable que se gestó en las calles, enfrentándose contra las fuerzas de la dictadura, fue la condición de posibilidad de todo lo que vino después.

El proceso de sobrevivir fue en cada caso muy personal, pero en todos muy doloroso. A pesar de la alegría que significa para una persona que no llega a los 30 años volver a vivir, de lo que se trataba en realidad era de iniciar un largo proceso de reconstrucción social, psicológica y espiritual. Puedo decir que nos ha llevado nuestra vida superar el infierno que padecimos.

Junto a otros sobrevivientes comenzamos a contactarnos con diferentes organismos donde dimos testimonio con la preocupación central de reconstruir la lista de los nombres de los asesinados, saber cuántos y quiénes eran.

En ese largo proceso en el que muchos militantes nos ayudaron a hablar, a ofrecerse para iniciar querellas contra los militares, menciono particularmente a una de las abogadas del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS): la doctora Carolina Varsky. En una de nuestras charlas, me sugiere: “Graciela, ¿qué te parece si presentamos una querella a Acosta por abuso sexual?”. Primero le pregunté en qué consistía una querella. Me explicó que era iniciar acciones legales. Le respondí al instante: Sí.

Había muchos sectores que se oponían a que se supiera la Verdad e impedían avanzar con la Justicia. Sin embargo, la sociedad tenía las heridas abiertas y los Organismos de Derechos Humanos se convirtieron en la conciencia de esas heridas. Se movilizaron contra viento y marea pidiendo justicia. Y así se llegó a la instancia superadora de impedir que esta masacre quedara impune. Con los juicios pudimos salir del silencio para pasar a la acción.

Cómo construimos las querellas

La querella que iniciamos por abuso sexual en el año 2009 tuvo una alentadora resolución del juez de primera instancia: procesó a Jorge Eduardo Acosta ya que entendió que existían elementos de convicción suficientes para considerarlo autor penalmente responsable del delito de abuso sexual sobre mi persona.

Instancias posteriores confirmaron este procesamiento pero recalificando el delito como imposición de tormentos. Esto sugiere que el delito sexual constituye uno más de los delitos que él causó. Pero nuestra querella plantea que la violencia sexual es un delito autónomo de los tormentos. Y a partir del 2010, y dadas diferentes resoluciones judiciales y comprobaciones a través de las testigos, comienzan a consolidarse los precedentes que definen que la violencia sexual es un delito autónomo de los otros tormentos.

Cuando comenzaron los juicios orales, se abrió la puerta de la verdad y las sentencias hicieron justicia.

Dentro de este gran proceso en el que salió a la luz el destino que tuvo una generación de jóvenes en manos de militares asesinos, comenzó a manifestarse con perfil propio el infierno de las mujeres. El tema de la violencia sexual contra las mujeres no integraba los contenidos de las querellas en el comienzo en los juicios. Comenzó a perfilarse a partir de la solidaridad de género y se convirtió en una lucha específica: una acción mancomunada y solidaria de abogadas, fiscales y magistradas que nos ayudaron para que pudiésemos narrar lo vivido como violencia sexual.

Quiero remarcar la función reparadora que significa que el Estado permita enjuiciar a los asesinos y violadores. Por primera vez, los sobrevivientes narrábamos en un ámbito estatal todo lo que habíamos vivido, y por nuestra voz también hablaban los que no estaban, vivos y muertos. La sociedad tenía que escuchar, con un silencio respetuoso, los detalles de las situaciones insoportables por los que habían tenido que atravesar tantos argentinos.

Brotó en muchas de las testigos el llanto frente al micrófono cuando, en ese marco de dignidad, pudieron relatar los manoseos, abusos y violaciones de las que fueron víctimas y que nunca habían podido contar ni a sus esposos e hijos.

La palabra víctima, en ese recinto y en nuestras bocas, refería específicamente a la situación en la que estuvimos, ya que  describía la imposibilidad de impedir el abuso que los militares hacían de nosotras, pero no a nuestra condición de sobrevivientes, ya que  pudimos emerger con dignidad.

La indignidad le cabe solamente al violador.

Sobre los abusos, ¿la culpa? No, la libertad

Nuestras historias nos llevan a varias reflexiones. Por un lado, y en mi caso, vale la pena enumerar los pasos que pudimos dar:

  • la posibilidad de explicitar las condiciones en las que estuve secuestrada;
  • la decisión, junto a las abogadas y militantes más jóvenes que nos respaldaron, de exigir justicia por los delitos que impusieron sobre mi persona;
  • la iniciativa de abrir la polémica sobre el abuso en particular que se ejerce sobre las mujeres en situaciones de guerra y secuestro por parte del Estado.

Este recorrido para mí fue sanador. Sabíamos que algunos saldrían a cuestionar, y por distintos motivos. No solamente fuimos abusadas, sino que en algunos momentos nos han endilgado la responsabilidad de provocar el abuso. Han apelado a eufemismos para que las sospechadas fuéramos nosotras.

Sin embargo, luego de las revelaciones sobre la verdad de lo ocurrido en los centros de detención, las sospechas sobre las mujeres han caído bajo el peso de la realidad. La palabra justa, violación, no es una casualidad, es la conciencia que habla. Y esa conciencia es la que describe con exactitud a lo que hemos sido sometidas. Ya no más eufemismo, ya no pueden seguir abusando también del lenguaje.

La conciencia que tenemos todas y cada una de las que hemos sido violadas es probable que la hayamos construido a lo largo de los años. Primero fue la existencia de la violación, el martirio de lo que vivimos, las excusas que pudiéramos haber inventado para resistir y garantizar la cordura, y por último, y con los muchos años, la elaboración y la conciencia de lo que exactamente habíamos vivido. En esa conciencia desaparecen los eufemismos.

Mujeres de distintos pueblos estábamos hermanadas en el calvario, y no lo sabíamos. Hoy estamos hermanadas en la conciencia.

Quiero mencionar a Nadia Murad, galardonada con el Premio Nobel por hablar públicamente de las atrocidades que fue víctima con lo que se convirtió en una activista contra la violencia sexual a las mujeres. En su relato, describe procedimientos del violador hacia sus secuestradas que guardan una similitud increíble con lo que sufrimos en Argentina.

Una de nuestras mayores poetas y feministas, María Elena Walsh, nos dice en una de sus canciones: “Ánimo nos daremos a cada paso,/[…] ánimo que aunque hayamos envejecido/siempre el dolor parece recién nacido./[…] Porque no hay guerra pero sigue la lucha./ Siempre nos separaron los que dominan/ pero sabemos hoy que eso se termina. Dame la mano/ y vamos ya”.

En el Encuentro en Tokio, Graciela García Romero habló de la “lente de género” para explicar cómo, cuando revisó su historia de sobreviviente con el tamiz del feminismo, “se iluminaron varias escenas que ganaron en significación porque se articularon dentro de la estrategia de violencia específica utilizada contra las mujeres. Situaciones que narrábamos como parte del control general que los militares tenían del campo han ganado protagonismo y constatan nuestra posición sobre la existencia específica de una estrategia sistemática de agresión sexual hacia la mujer” que tuvo lugar entre torturas, secuestros y desapariciones».

*Sobreviviente de la Escuela de Mecánica de la Armada.

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