Fabiana Rousseaux
¿Por qué las autoras de este libro han decidido llamar Urgentes a sus dibujos? Introducir la temporalidad de la urgencia en el proceso eterno de espera de los sobrevivientes y familiares cuando la justicia se tuvo que esperar por más de tres décadas, parece algo evidente. Sin embargo, ¿se trata solo del tiempo de las víctimas y de los testigos? ¿Se alude al tiempo “biológico” –como solemos escuchar– de quienes ven jaqueada la posibilidad de testimoniar si los jueces no se apresuran a conformar los tribunales para dar inicio a las audiencias?
¿O como sucedió con Chicha[1] que al descubrir que estaba perdiendo la memoria producto de sus 86 años, y temiendo no recordar todos los detalles que desde hacía décadas esperaba poder declarar, solicitó una audiencia anticipada al inicio del juicio por el Plan Sistemático de Apropiación de Niños/as?[2] ¿O es la urgencia de quienes asistimos como testigos de esa espera y tememos por la pérdida de esa memoria? ¿Podemos olvidar? ¿Seremos capaces de tal cosa? ¿Cuál de estos Sujetos está en relación a esa urgencia? ¿Todos?
Antoine Garapon[3] al parafrasear a Jean Améry en su idea de la Inversión moral del tiempo, se pregunta si pueden los procesos judiciales ayudar al trabajo de memoria. Si tienen la virtud de acelerarlo o por el contrario es de temer que los paralicen. ¿Bajo qué condiciones puede la justicia apaciguar o bien agudizar la memoria?
Estos interrogantes que nos hemos hecho todos aquellos que transitamos por los dispositivos de la administración de justicia en el marco de juicios por delitos de lesa humanidad, dan cuenta de la complejidad ética, subjetiva y temporal que implica poner en marcha este proceso, plagado de consecuencias en todos esos terrenos.
Hablar de ética entonces es poner en interrogación aquello que Améry se preguntaba frente a la arrogancia del tiempo. En el libro ¿Por qué recordar? Garapon dialoga con Améry tomando ciertos interrogantes: ¿Hay poderío mayor sobre la naturaleza que el de invertir el curso del tiempo, que pretender que aquello que sucedió, ya no existe? ¿No se produce en el mismo acto de justicia la inexorable actualización de la injusticia?
De este hilo que se tensa y desencadena efectos impensados e inesperados hemos escuchado mucho en las sucesivas audiencias que se desarrollaron en Argentina desde 2006 a esta parte.
Carla Rutila Artés, declaró el día que retornó a la Argentina luego de 23 años, en 2010, en el juicio denominado Automotores Orletti, frente a su apropiador y abusador, Eduardo Ruffo. Carla[4] fue una de las primeras nietas recuperadas por las Abuelas de Plaza de Mayo, a instancias de la búsqueda sin descanso de su abuela Sacha. Su padre fue asesinado y su madre se encuentra desaparecida. Ruffo fue uno de los máximos responsables del CCD conocido como Orletti e inscribió a Carla como hija propia. Esa declaración duró muchas horas, hubo un largo intervalo durante el cual conversé con ella sobre la necesidad central que envolvía a nivel subjetivo aquella audiencia. Ella decía, no sin culpa, que era algo que no tenía ningún valor procesal, ni siquiera era determinante en términos probatorios, no iba a generar ningún hecho jurídico nuevo, pero se trataba de su necesidad subjetiva, casi podríamos decir que era algo sin valor. Sin embargo, había viajado hasta aquí después de 23 años para poder testimoniar con el objeto de “mirar a los ojos” a su apropiador y abusador.
Carla tenía 3 años cuando en “su casa parental” –como se la denominaba en la audiencia–, comenzaron los abusos sexuales de Ruffo contra ella y los golpes que le propinaba cada vez que Carla veía en la televisión a la hermana de su abuela Sacha que era actriz, y por alguna razón ella preguntaba sobre esa señora.
Esos golpes que la dejaron sorda y que la obligaron a declarar con audífonos con tan solo 37 años, y esos abusos sufridos en silencio toda su vida, son lo que Carla quería relatar mirando a los ojos a su torturador. Ya no sería ella sola aterrada frente al asesino, sino en el marco de un proceso de justicia que diera el estatuto de delito a los atroces hechos padecidos. Cabe destacar que Ruffo se ocupó de esquivar esa mirada durante toda la audiencia.
Al día siguiente Carla me llamó; nos encontramos. Estaba muy angustiada. Me dijo que la audiencia había sido muy importante pero que los sueños que se habían desencadenado a partir ahí, no le permitían sentir la tranquilidad que había ansiado todas estas décadas. Que al mismo tiempo que había surgido la calma por haber logrado declarar, emergían recuerdos inconscientes de esa “vida (in) familiar”[5] que había tenido hasta los 8 años. Que ella no había calculado ese efecto, que no se podía sacar de la cabeza todo ese horror.
Esta actualización del espanto en el mismo acto de producción de justicia es lo que escapa a la técnica judicial y pone en primer plano a un sujeto que no coincide con el sujeto del derecho, que es el sujeto del inconsciente y sus divisiones.
Améry sostuvo en sus teorizaciones sobre la inversión moral del tiempo que frente a ese poderío que el tiempo porta, se contraponía un deseo de no olvidar. Que el tiempo no podía tornarse sencillamente natural y de ese modo “sanar las heridas” sin más, y definía a ese aspecto como el “monstruoso sentido natural del tiempo” que es capaz de hacer olvidar algo tan atroz.
Volviendo a la temporalidad de la urgencia, las autoras de este libro dan una pista al decir que estos dibujos “son ur-gentes porque son vertiginosos y necesarios, ya que documentan y visibilizan las audiencias que la justicia no permite registrar para difundir públicamente”. E historizan sobre el origen de esa urgencia, cuando en el año 2010 se prohíbe difundir las imágenes del desarrollo al interior de las audiencias, como medida protectoria sobre los testigos luego de la desaparición de Julio López en el marco del primer juicio oral que se llevó adelante en el país, en la ciudad de La Plata tras la reapertura de los mismos en 2006. Pero ese mecanismo protectorio dejaba por fuera, al mismo tiempo, la posibilidad de visibilizar a los genocidas. Frente a este hecho, la agrupación H.I.J.O.S. y el IUNA[6] deciden iniciar un trabajo articulado de registro bajo el modo de “Clases con modelo vivo gratuitas en Como-doro Py”, lo cual significa en la jerga de “los juicios”, dibujar en las audiencias de juicios por delitos de lesa humanidad para dejar registro de lo que se escapa a las reglamentaciones y que sin embargo cambian el relato de los hechos.
Ver las caras, las poses, el desinterés, la provocación, los gestos, la mirada como objeto esencial de transmisión del horror, de los responsables de los crímenes estatales (en las salas de audiencias o en los circuitos de transmisión de los lugares donde se encuentran y están obligados de presenciar), es un hecho que cambia sin lugar a dudas el relato.
“Dibujar en los juicios se torna (…) un acto de construcción de memoria rebelde, a través de imágenes y palabras que conforman un acontecimiento único e irrepetible (ya que cada testimonio en cada juicio es diferente, aun habiendo testigos que han declarado muchas veces). Se genera, entonces, un basamento visual, textual y simbólico que da cuerpo al sentido de los hechos recordados y narrados en el contexto judicial”.[7]
Hace unos años, en pleno impulso del proceso testimonial, analicé en el marco de mi tarea al interior de los juicios desde el específico dispositivo de acompañamiento a las víctimas: “En la Argentina, miles de personas portan en sus cuerpos la memoria de lo imposible. Frente al límite de la experiencia impensable, el lenguaje requiere un ‘más allá de él’. Las palabras no alcanzan para nombrar lo que hay que testimoniar. Por eso el testimonio de la experiencia concentracionaria, ese modo particular de narrar lo inenarrable, es siempre posible a condición de no extremarlo”.[8]
Tenemos ante nosotros –a través de estos dibujos– la evidencia de lo que ocurre cuando este obstáculo se pone en acto y surgen modos novedosos de búsqueda de la verdad, modos de custodia de la memoria en los intersticios judiciales. Encuentro en esa insistencia el legado de la lógica que heredamos de las Madres y las Abuelas: si nos cierran un camino, nosotras buscamos otro.
Las autoras, tomando ese legado plantean: “Nuestros dibujos, (…) llevan información específica: fecha, sala, juicio, nombre y data del retratado. Los guardamos dispuestos por juicio y año. De esta manera se puede establecer un diálogo entre los criterios legales; entre los testimonios y las sentencias; entre los preceptos, las pautas y los métodos de los abogados; entre el tratamiento desplegado a los testigos por los distintos abogados defensores de genocidas, los fiscales y los jueces, entre otras cuestiones”.
Se constituyen entonces ellas mismas en una herramienta que hace posible custodiar esta memoria que no es cualquier memoria; es la memoria que asume un legado de dignidad, hecha no solo de datos sino también del tratamiento de esos datos, del tratamiento de la ética que los actos de justicia deberían imponer. La justicia no se hace de cualquier modo, hay una dignidad necesaria en el dispositivo que ella instituye y que las víctimas claman.
En épocas de memorias sin legados o de destrucción de legados simbólicos –como advierte el psicoanalista Jorge Alemán–, los actos intersticiales son éticos, porque intentan estar a la altura de lo que la época intenta desechar, al anteponer la técnica a la dignidad de los actos singulares de los sujetos.
La memoria de las víctimas, no se construye sin legados. Es la urgencia del tiempo digno.
Junio de 2019
[1] Chicha Mariani, funda en 1977, junto a Alicia De la Cuadra, la organización que luego sería conocida como Abuelas de Plaza de Mayo. Falleció a los 94 años, en 2018, sin haber podido encontrar a su nieta Clara Anahí, a pesar de la búsqueda incansable que el 24 de noviembre de 1976 inició. Esa noche su nieta de 3 meses de vida, desaparece tras el ataque sufrido en la casa donde vivía con sus padres Daniel (hijo de Chicha) y su compañera Diana Teruggi. El megaoperativo con más de un centenar de represores del Ejército y de la Policía Bonaerense, acribilla a Diana y a otros cuatro militantes que se encontraban en la vivienda, llevándose a la bebé de la que nunca más se supo nada. Daniel fue asesinado en agosto de 1977. Chicha funda en 1996 la Asociación Anahí para continuar la búsqueda de su nieta.
[2] Declaró en 2010, frente al TOF No 6, presidido por la jueza María Roqueta que hizo lugar a ese pedido.
[3] Garapon, F.; ¿Por qué recordar?, Ed. Granica, España, 2002.
[4] Carla Rutila Artés falleció en 2017 producto de un cáncer. Tenía tres hijos y una nieta.
[5] Lo in-familiar, término acuñado por Freud para dar cuenta de lo ominoso o siniestro que encierra lo extraño-inquietante-familiar, aquello que debiendo estar oculto se revela como familiar y siniestro al mismo tiempo, haciendo emerger lo que debe ser recordado y olvidado simultáneamente.
[6] Instituto Universitario Nacional del Arte.
[7] Eugenia Bekeris y Paula Doberti (2020). Dibujos Urgentes. Testimoniar en juicios de lesa humanidad. Buenos Aires: MonadaNomada. P. 173.
[8] Rousseaux, F.; Acompañamiento a testigos en los juicios contra el terrorismo de Estado. Primeras experiencias, Secretaría de DDHH. Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos. Presidencia de la Nación, agosto de 2009.
*Este texto fue publicado en Eugenia Bekeris y Paula Doberti (2020). Dibujos Urgentes. Testimoniar en juicios de lesa humanidad. Buenos Aires: MonadaNomada. pp. 93-99.