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UN PASADO QUE NO CESA: REFLEXIONES EN TORNO A LA EXPERIENCIA DE LA (PROPIA) DESAPARICIÓN Y SUS PERSISTENCIAS EN EL PRESENTE

By 11 marzo, 2018marzo 23rd, 2018No Comments

UN PASADO QUE NO CESA: REFLEXIONES EN TORNO A LA EXPERIENCIA DE LA (PROPIA) DESAPARICIÓN Y SUS PERSISTENCIAS EN EL PRESENTE*

Por Julieta Lampasona**

 

Resumen

 Partiendo del supuesto de que lo acontecido al interior de los Centros Clandestinos de Detención (CCD) configuró una experiencia límite cuyos efectos se sostienen aún en  el presente, el objetivo de este artículo consiste en aproximarnos a los modos de emergencia y/o persistencia de la violencia vivida en el espacio subjetivo. A partir del análisis de entrevistas en profundidad a sobrevivientes de los CCD en la Argentina, abordaré las formas de irrupción/disrupción narrativas que se producen en la  evocación presente de la experiencia de la (propia) desaparición. Si estas formas de persistencia remiten, por un lado, a temporalidades propias del acecho y la ruptura, se solapan también en y con nuevas temporalidades que lejos de subsumir al sujeto en el presente continuo, acuciante y paralizante de la violencia vivida, tornan posible la vida en términos de la proyección a futuro y la afirmación del sujeto en el presente.

Palabras clave: Centros Clandestinos de Detención; sobrevivientes; experiencia límite; violencia; persistencias.

 

“Después de haber pasado por un Campo de Concentración, uno puede llevar una vida en apariencia normal […] Hasta que, algunas veces contundente, demoledor e incendiario como un rayo, otras suave, engañoso y envolvente como la niebla, el Campo de Concentración se hace presente. Y entonces, uno  se paraliza: se perciben los olores, se ve la oscuridad, se escucha el arrastrar de las cadenas, el ruido metálico de las puertas, los chispazos de la picana, se siente el miedo, el peso de las desapariciones. Periódicamente, desde hace muchos años […] los recuerdos nos acechan y nos atrapan”. (Actis et al., 2001: 31)

 

“Casi siempre me despierto con la impresión de estar reviviendo la incertidumbre de aquellos años, aquel oprimente mandato de que debía seguir peleando para vivir un día más. En ese entonces se trataba de engañar a mis captores para que no les resultara tan fácil matarme. Ahora, cuando me despierto, me pregunto: «¿Pero cómo? Creía que aquello se había terminado, ¿y ahora resulta que tengo que seguir viviéndolo en sueños?»”. (Villani y Reati, 2011: 178)

 

Introducción

El presente artículo se inscribe en mi investigación doctoral, en curso, relativa a las inscripciones biográficas de la experiencia concentracionaria en los sobrevivientes de los Centros Clandestinos de Detención (CCD) en la Argentina[1]. Partiendo del supuesto de que la cualidad liminar de lo vivido produjo un continuum en la situación de encerrona y/o entrampamiento[2], el objetivo general de estas reflexiones consiste en aproximarnos a los modos de emergencia y/o persistencia de la violencia vivida en el espacio subjetivo[3]. De manera específica, analizaré las formas de irrupción/disrupción narrativas que se producen en la evocación presente de la experiencia de la (propia) desaparición.

Antes de avanzar sobre ello, es menester señalar que el presente artículo se inscribe en el campo de estudios vinculado con la desaparición forzada y sus efectos en el presente[4]. En diálogo particular con el cúmulo de investigaciones abocadas a la figura de los sobrevivientes (Schmucler, 1980; Longoni, 2007; Rousseaux y Duhalde, 2015; Tolentino, 2016; Dürr, 2017; entre otros) y de los ex presos políticos (Guglielmucci, 2007)[5], y retomando también los desarrollos de la propia Asociación de Ex Detenidos-Desaparecidos (AEDD) —que caracteriza la producción de sobrevivientes como parte constitutiva y necesaria para la producción de terror en todo el conjunto social[6]—, la propuesta que recorre esta investigación consiste en abordar la desaparición temporal del sujeto y su posterior liberación como modulación singular de la tecnología de desaparición; esto es, que la desaparición forzada, en su propio despliegue y de cara a su efectividad socio-política, ha operado en y por los pares desaparición/eliminación y desaparición/reaparición, produciendo conjuntamente — aunque en magnitudes diferentes— detenidos-desaparecidos que continúan en esa condición y detenidos-desaparecidos que fueron liberados. Unos y otros, detenidos- desaparecidos y sobrevivientes, forman parte de una misma tecnología de poder. Con todo, la denominación misma con la que he designado esta experiencia singular de los sobrevivientes —“la (propia) desaparición”— busca integrar ese anudamiento común de la desaparición/eliminación y la desaparición/reaparición, al tiempo que reparar en su propia especificidad —y, fundamentalmente, sus inscripciones biográficas y efectos en el presente.

En este artículo, sostendremos a modo de hipótesis que si las formas de persistencia de la violencia que convocan al presente análisis nos remiten a temporalidades propias del acecho y la ruptura —evidenciadas en proyectos vitales trastocados en un antes y un después—, se solapan también en y con nuevas temporalidades que, lejos de subsumir al sujeto en el presente continuo, acuciante y paralizante de la violencia vivida, tornan posible la vida en términos de la proyección a futuro y la afirmación del sujeto en el (su) presente.

Para avanzar en estas reflexiones, organizaré la exposición en diferentes apartados. En primer lugar, trazaré un recorrido teórico por algunos nudos constitutivos del problema de las experiencias límite (o traumáticas) —atendiendo, particularmente, al caso de la desaparición forzada en la Argentina. A continuación, abordaré el material empírico resultante del trabajo de campo[7] a partir de dos dimensiones analíticas: a) el relato del secuestro y sus modalidades (disruptivas) de irrupción; y b) las temporalidades singulares de enunciación de la experiencia límite y las formas de emergencia, en dichas construcciones de sentido, de lo terrorífico[8]. En el apartado final, volveré sobre el problema de la elaboración como proceso indispensable para la (re)afirmación del sujeto en el presente.

 

Consideraciones teóricas

La cualidad disruptiva de lo vivido bajo situaciones límite, y el problema de su representación, encuentra antecedentes ineludibles en los estudios sobre la Shoah. En este marco, autores como Laub (1992) y LaCapra (2005) conceptualizan la vigencia de actualidad que inviste a las experiencias traumáticas y su presencia acuciante en el psiquismo y, por tanto, en la propia vida del sujeto que la ha atravesado; desde allí, ambos autores insisten en el carácter repetitivo del recuerdo traumático y su emergencia intempestiva como un revivir la situación de violencia. Desde la idea específica del “entrampamiento” —como traducción de la noción de entreapment (Laub, 1992)—, Laub señala que la situación traumática persiste en silencio y acucia al sujeto desde la repetición de un evento que no termina, reforzando por tanto los efectos de la violencia vivida. En tanto, LaCapra repara en las yuxtaposiciones/imbricaciones temporales producidas por la re-emergencia presente del acontecimiento traumático; en ese revivir —señala— pasado y presente se confunden, como imbricados en un tiempo de asedio, indisoluble:

“Cuando el pasado se vuelve a vivir sin control, todo ocurre como si no hubiera distancia entre él y el presente. Sea que el pasado se ponga en acto o se repita literalmente, sea que no, la sensación es que uno está de nuevo allí viviendo el suceso una y otra vez, y desaparece la distancia entre el aquí y el allá, entre el ahora y el entonces”.  (LaCapra, 2005: 108)

Por su parte, la experiencia argentina abonó también profusos desarrollos que, mayoritariamente desde el campo psicoanalítico, permitieron pensar los procesos de ruptura simbólica anudados a la experiencia traumática de la desaparición, las dificultades de representación que suscitan y el necesario trabajo de memoria (Jelin, 2002) para que la simbolización sea posible (Kordon y Edelman, 1986; Puget, 1991; Kaës, 1991; Kaufman, 1998; Jelin, 2002; Jelin y Kaufman, 2006; entre otros).

Como señala Puget (1991), estos procesos de violencia impusieron un estado de amenaza social e impulsaron al silencio, lo que implicó un ataque a la palabra y a la propia actividad de pensamiento. Como advierte Kaufman (1998: s-f):

“En situaciones traumáticas, la violencia del acontecimiento […] puede quedar fuera del registro de lo simbólico, de lo expresable; lo vivido es vaciado de sentido, queda como un hueco, al que no se tiene acceso por medio del recuerdo ni es posible su reconstrucción histórica”.

Para que su inscripción en el mundo simbólico sea posible, será necesario un trabajo de elaboración y significación que dote de sentido lo vivido y lo inscriba en el campo  de experiencia (Kaës, 1991; Kaufman, 1998).

Desde esta perspectiva, es en y por esas des-ligazones de sentido que “la violencia vivida se incorpora al mundo fantasmático, de modo que a partir de ese momento la propia historia se reorganiza alrededor del núcleo traumático” (Ulriksen- Viñar, 1991: 125); desde allí, reaparece intempestivamente en sueños, situaciones, olores y cualquier otro tipo de remisión que así lo dispare, atrapando e incluso paralizando al sujeto. Y es desde esa presencia, des-investida de significación, que la situación traumática produce —aún en el presente— efectos devastadores en términos de la subjetividad.

En el caso específico que nos convoca, podemos considerar que es en ese espacio y tiempo particulares del CCD donde se iniciaron los procesos de ruptura y reconfiguración de lo-sido y del proyecto vital. Allí es, precisamente, donde se desplegaron múltiples procesos de crueldad tendientes a la deshumanización del sujeto[9] y a la desinvestidura de su ropaje jurídico-político, produciendo el golpe  abrupto del espacio subjetivo, de la interacción y las construcciones identitarias del sujeto. De manera específica, debemos decir que la situación tortura constituyó el momento último de avasallamiento subjetivo (Ulriksen-Viñar, 1991) representando, por ello, “un ataque específico hacia todo lo que es activo y creativo en el yo, un ataque al pensamiento simbólico […] y a la identidad” (Amatis Sas, 1991: 109).

Desde el campo psicoanalítico, entonces, se han acuñado un conjunto de herramientas conceptuales que permiten abordar los procesos de violencia social y sus modos de inscripción en el espacio subjetivo. Sin embargo, en términos de nuestro abordaje, el recupero de estas herramientas debe realizarse ya no desde una traslación directa desde uno a otro campo interpretativo sino a partir de ciertas mediaciones y/o precisiones teórico-metodológicas y epistemológicas[10]. En primer lugar, es necesario advertir que tanto por el campo disciplinario en el que se inscribe este estudio —el sociológico— como así también, y fundamentalmente, por el encuadre en el que la palabra de los entrevistados ha sido proferida —esto es, en situación de entrevista— y analizada —a partir de estrategias cualitativas de investigación, centradas en el mundo de la significación— no es posible ni se pretende avanzar en un análisis sobre la configuración psíquica del sujeto —tal como podría, sí, proceder la clínica psicoanalítica desde el encuadramiento profesional que la configura. Sin embargo, y si bien el sujeto no es definido a priori como portador del trauma —y abordado entonces como un sujeto necesariamente traumatizado—, es necesario señalar que la radicalidad de la violencia vivida y su cualidad de experiencia límite —disruptiva del curso vital, cuyos efectos persisten en el presente y acucian al sujeto a lo largo de la vida—, reviste para nosotros un supuesto ineludible para la aproximación al sujeto, su historia y su palabra. No hay aquí, entonces, la pretensión de un “diagnóstico” pero sí el interés por adentrarnos en la espesura de su experiencia y el resguardo de su singularidad, otrora vulnerada.

En función de lo expuesto, recuperaremos la potencia que creemos aporta la noción de “trauma” —esto es, aquella vinculada a los modos de disrupción/irrupción de la violencia vivida en la estructura de sujeto y los procesos de desligazón simbólica que suscitan— promoviendo ya no una aplicación mecánica de su uso psicoanalítico sino trazando un deslizamiento conceptual hacia lo que proponemos como las persistencias de la violencia vivida. Con ello, se pretende desplazar la mirada desde los procesos psíquicos —asibles, como fue señalado, desde el encuadre terapéutico— a sus modos de inscripción y re-emergencia subjetiva en el presente.

 

Temporalidades entrampadas

El análisis del material empírico permitió identificar un cúmulo de recurrencias que, a la luz del recorte teórico, nos permiten abordar la problemática. La primera de ellas se vincula a los modos de emergencia/disrupción del secuestro en el relato de vida: así como su irrupción había trastocado la propia vida, veremos que su evocación presente se encuentra también acechada por el sobresalto y el golpe del acontecimiento límite. En segundo lugar, se advierte también que la crudeza de lo vivido y su vigencia de actualidad se cuelan en la configuración temporal del relato mismo: en muchos casos, encontramos que es el tiempo presente el que opera en su modulación. Una y otra forma de emergencia, conjuntamente, permitirían pensar en la actualidad de la violencia vivida, en sus persistencias.

 

1. El secuestro y sus modalidades de irrupción. Disrupciones del relato, disrupciones de la vida. En el conjunto de nuestras entrevistas, las conversaciones sobre la infancia y la adolescencia fueron mayormente profusas y articuladas. En algunos casos más, en otros menos, la referencia a la familia de origen, la casa, el barrio y los amigos de la infancia fueron dando inicio a los relatos de vida. En esas “secuencias” de sentido, casi de manera imprevista e inesperada, la referencia al secuestro se inmiscuía en la narración de ese mundo cotidiano y la rompía; a partir de entonces, pareciera  no  haber  forma  alguna  de  pensar  la  vida  por  fuera  de     su acontecimiento.

En muchos casos, es la casa de origen la que funciona como espacio de (re)emergencia y producción de esa disrupción. En otros, el marco de enunciación lo conforman los amores y el mundo de interrelación. Todos ellos, espacios y relaciones, fueron trastocados por la (propia) desaparición y su evocación presente parece traer también el peso de su ruptura y el dislocamiento del curso vital.

Al hablarnos de su casa materna, Margarita[11] nos decía lo siguiente:

“R: Mi papá era muy buen carpintero. Ebanista. Hacía todas las cosas. Las puertas… Yo quiero mi casa porque, bueno, porque… las cosas que no sé, este… Mi casa estuvo deshabitada muchísimos años. [Sonríe, pero comienza a estar emocionada al mismo tiempo] Y las únicas cosas que quedaron como muy enteras de la humedad y qué sé yo, bueno, los marcos y las puertas que hizo mi papá [vuelve a sonreír]. De las cosas, este…, de decir, como… de arraigo. Viste que los que sostienen mucho, también, las paredes y las cosas son los marcos, de las puertas de las casas. Y las maderas de algarrobo y todo eso, ¿no? [Con una voz suave, pero algo temblorosa por la emoción] O sea que… yo por eso, en parte… quiero esa casa, por eso. Y, bueno, porque también, qué sé yo, porque la hizo mi viejo, porque bueno, porque tengo la historia de mi infancia…

“[…] Hubo cosas que hubo que cambiar porque, bueno, viste, cuando fue el secuestro a los milicos les costó mucho romper esa puerta, que era una puerta  así, muy grande, maciza, de algarrobo, que también la tengo como…  [sonríe] como la cosa más… histórica. Bueno, la cambié para que no diera la imagen de que… me encontrara siempre con esa puerta de entrada, pero bueno… Este, como que no quiero que… que nada termine de demolerse [sonríe]. Tampoco en mi memoria ni en las cosas, este… Pero no porque quiera guardar gran parte del horror, sino porque quiero guardar eso, la primera puerta que tuvo la casa, bueno esas cosas de orden más… de mi propia… locura, qué sé yo [sonríe].

E: O historia, más que…

R: [Con un tono bajo, reflexivo] Bueno, de todo eso. De mi propia historia”. (Margarita, 06/10/11)

 

Los “marcos de la puerta” y su preservación aparecen como condensando su propia historia: la labor de su padre, la contención y el cobijo de su casa materna, la configuración de su propia identidad. Y, al mismo tiempo, reflejado en esa misma materialidad, la remisión al “secuestro”, desarmando y/o lesionando esa casa y esa historia, dejando huellas para siempre. Una casa y sus pilares (materiales, identitarios) conteniendo ella misma el devenir de la historia de vida, singular y familiar. Una historia golpeada, trastocada.

Silvia, en tanto, refería lo siguiente en los inicios mismos de nuestras conversaciones:

“R: a los 4 meses mi familia se mudó, eh… Yo soy la segunda. Ya tenían a mi hermano de 4 años y yo de 4 meses. Y, también, por cuestiones económicas vivían juntos con la mamá de mi mamá y la hermana de mi mamá, soltera. Mayor que mi mamá, pero soltera. Así que todos se fueron a vivir a Flores.

E: ¿Antes dónde vivían?

R: En Villa Urquiza. Ahí nací, pero… nada, para mí yo soy una chica de Flores [sonríe]. Ese departamento se lo quedó mi hermano. En Condarco y Bogotá, cerca del Álvarez, cerca de… bueno, del Colegio Urquiza, cerca de la vía. Y… después mi mamá… después mi abuelita con mi tía se fueron y… después tengo una hermana 3 años menor que yo. Y ahí viví hasta que… hasta que me casé en el 80. De ahí me secuestraron, de esa casa.

Y, bueno, de mi infancia, escuela primaria. Todos los años, primaria pública. Eh, a la vuelta de mi casa, por Bogotá, estaba la Escuela del Chaco”. (Silvia, 08/03/12)

 

El relato trasciende entre mudanzas, permanencias en el barrio y la descripción del núcleo familiar. La casa materna, referencia ineludible del nudo primario de relaciones filiales, aparece para la entrevistada, también y de manera articulada, como espacio de producción del desamparo último, aquel anudado al acontecimiento del secuestro. En relación a la misma tópica, la de su familia de origen, el barrio de su infancia y su casa materna, Nieves señalaba lo siguiente:

“E: ¿Siguieron viviendo en esa casa?

R: Todos vivíamos en esa casa, que… o sea, era grande pero era chiquito el espacio de la vivienda, porque ya se había puesto el jardín [de infantes] y quedábamos todos durmiendo más o menos en 2 piezas, mi mamá, mi hermana, mi abuela… Todos así, bien chiquitito. Mi abuelo había fallecido, pero bueno. Este, y vivimos en ese jardín de infantes hasta… yo viví… hasta los… qué sé yo, te podría decir en forma… sistemática y todos los días, hasta los… 17, 18 habrá sido… Después ya me tuve que empezar a ir de mi casa, y… Vino la represión y qué sé yo…  [Piensa, con el tono más bajo y pausado].

En el año 76 me habré ido de mi casa… Y, este… Sí, me fui de mi casa varias veces… Y después, eh, bueno, nada, a los 20… 19, 20, me llevaron… y volví a mi casa cuando salí de Devoto. Eh, volví en el 79… y ahí viví 4 años más, en eso que era un jardín de infantes. Y como yo no tenía trabajo, porque a mí me llevaron de la escuela donde yo era maestra, en Lugano, eh, en Soldati (era en Lugano y en Soldati, pero me llevaron de Soldati), volví… a mi casa… Al poco tiempo mi mamá se enfermó, de leucemia y bueno, nada, yo la estuve cuidando y todo, yo ya tenía mi hija (que había nacido en Devoto) y volví a la… ahí… y… viví… 4 ó 5 años  más, en esa casa y después ya me mudé porque me fui… viví con una pareja, después alquilé un departamentito, qué sé yo qué, ya no quería vivir más en ese lugar…”. (Nieves, 10/04/12)

 

Al igual que en los casos anteriores, la casa de origen aparece como espacio del cobijo primario y de los recuerdos de la primera infancia. Por motivos personales —y cruzados, también, con la dimensión política—, el hogar materno operó como ámbito de resguardo cotidiano en diferentes momentos vitales. Y sin embargo, al mismo tiempo, esa espacialidad de lo conocido —casi a modo siniestro— aparece como referencia de la construcción de un espacio otro, el del secuestro y posterior desaparición: si bien refiere haber sido secuestrada de una escuela en Soldati, la narración sobre la estadía en su casa materna se interrumpe por la experiencia de la desaparición. Es esa referencia disruptiva la que parece organizar el relato.

En su tesis doctoral, Pamela Colombo (2013) analiza la configuración de estos espacios singulares donde se produjo el secuestro; las casas, ámbitos de la vida cotidiana, se configuraron también como “el primer eslabón de la serie” (Colombo, 2013: 98), conformando un espacio otro, el “espacio de secuestro” (Colombo, 2013:126) en el que se produjo —mayoritariamente— la irrupción/producción de la desaparición. Espacio de vida y resguardo, “la casa” operó también como espacio de desaparición, reconfigurándose para siempre:

“La reorganización material y simbólica que resulta luego del momento del secuestro, imprime en el espacio-tiempo de la casa una marca indeleble y altamente disruptiva. El espacio del afuera (que incluye el mundo concentracionario) y el espacio del adentro (el espacio de la casa) se hibridan, y  se producen así reconfiguraciones espaciales que alteran los modos de habitar  (de ser y de estar) en el espacio luego de que el evento del secuestro ocurre. El ámbito de lo privado se quiebra por la experiencia del secuestro y a partir de ese momento se inaugura un nuevo modo de habitar en el espacio de la casa para la que propondré el término de (des)habitar”. (Colombo, 2013: 98)

Así, la casa —lugar del primer amparo y espacio de la vida cotidiana— “se llena de continuidades, rastros, estelas del mundo desaparecedor” (Colombo, 2013: 100).

Ese espacio de pertenencia último es, entonces y al mismo tiempo, lugar de producción del secuestro, espacio donde se anudan el cobijo y el amparo primarios con el desamparo mayor y radical, aquel que, inaugurándose con el secuestro,  anticipa la ruptura del curso vital. Uno y otro momento —amparo/desamparo— operan desde esa dualidad constitutiva: la de lo sido y la de la irrupción del desamparo y la ruptura.

En algunos casos, como vemos, el secuestro aparece en clara relación con la casa materna; en otros, lo hace en relación a los amores (truncos) u otro tipo de vínculo fuerte, constitutivo:

“Bueno, en definitiva… así era nuestra vida. Y después, viste, la alegría de las pequeñas cosas, o sea, ¡cero lujo Yo me acuerdo cuando armamos ese departamentito. Ese departamentito era… un departamentito que estaba en el fondo de, del terreno de un chalet… eh… estaba pintado a la cal, el departamentito. Vos entrabas, tenía una cocinita comedor y un dormitorio. O sea, eran 2… la cocina y un dormitorio. Y después tenía, un bañito afuera, con… calefón eléctrico. O sea, todo techo de chapa, eh… con unos paneles abajo, como… medio antiguos… Pero la construcción era muy precaria. Y nosotros fuimos, y pintamos los armarios, y conseguimos una mesa de pino, con unas sillas de pino con paja, viste, como se usaban antes… Y… y pusimos, compramos, como la, la mesa no era muy linda, compramos un… plástico con flores celestes y, eh… Y, después, eh… en la habitación, compramos una cama… y un ropero.  […] ¡No teníamos nada más ¡No teníamos ni radio ¡Ni televisión, nada  Y éramos felices  así…  charlando  entre  nosotros…  comiendo  polenta,  fideos…  (No tenía problema de sobrepeso en ese momento…)

Y el… acolchado, era un acolchado como medio de nylon, con flores celestes también. Era celeste, con unas flores en azul… Y después, cuando entro al chupadero […] lo veo colgado en el patio, recién lavado… Me mató eso… Yo  dije: «¡este es mi acolchado », «¡No Te parece, es uno igual», me decían… «¡No, este es mi acolchado »… Se me estrujó el corazón… [Silencio] Pero bueno, después  no sé, había una canastita de mimbre… ¡2 boludeces! Y ten… teníamos una cocina con… una cocina comedor y un… y una habitación [Silencio] ¡Nada ¡No teníamos absolutamente nada ”. (Miriam, 16/05/11)

 

Miriam hablaba así de la casa que, en la clandestinidad, habían logrado equipar con su compañero para iniciar lo que sería una corta convivencia. El relato de ese amor había sido ya proferido de manera profusa: J. era su pareja desde hacía más de un año y en su evocación, la felicidad y la sexualidad —aun en un contexto de peligro, huidas y caídas de compañeros— aparecen como anudamientos de sentido que los aferraban a la vida. De esa casa, J. fue secuestrado. Ella fue “chupada” a pocas cuadras del lugar. Y en el relato sobre su ingreso al CCD, Miriam refiere haber visto/reconocido su acolchado. Esa aparición/irrupción del CCD en el relato de su propia cotidianeidad —en aquella casa, con ese amor— abre a un tiempo y un espacio otro, aquel que fue demarcando la ruptura de su propia vida: el acolchado estaba allí, colgado, suspendido, y la referencia a ello parece condensar la ruptura y desaparición de ese mundo conocido, deseado y construido. Nunca más volvió a ver esa casa, nunca más volvió a ver a J., y aún hoy intenta reconstruir la suerte de su compañero[12]. En el caso de Susana, su secuestro y el de su compañero se produjeron mientras celebraban junto a la familia la llegada de su primer y único hijo. Hablando sobre ello, señalaba:

“R: Y ahí estábamos… eh, O. y yo, estaba la abuela de O., C. (el “flaco”, que era un compañero de militancia que… ya sabíamos los nombres y todo, y estaba trabajando con nosotros en el taller). En ese momento se llamaba “Esteban”. Por suerte, creo que una semana antes supimos su verdadero nombre… Eh, estaba y, bueno, estábamos ahí y cae toda la patota… a buscarnos, y… bueno. […] Y con C. todos dijimos que era el socio de O., en el taller, que era un taller legal. [Con un tono apagado. A partir de aquí, comienza a relatar con un tono triste] Y lo dejaron… Eh… y a todos los demás nos llevaron. […]

E: ¿Esto fue de día, de noche?

R: No, de mediodía. Estábamos comiendo, festejando… esto del embarazo y… y… Me acuerdo que comíamos filet de merluza con puré y… Sí, a plena luz, ahí. Nos llevaron, todos vendados, los ojos, atadas las manos”.

(Susana, 29/11/11)

 

Susana, su compañero y una amiga de la pareja fueron secuestrados. Detrás de ellos, en esa casa, quedaba la familia y ese otro amigo/compañero. Nuevamente, la casa materna —en este caso, la de su compañero— aparece como el lugar del secuestro, condensando en el relato a ese mundo de interrelación y esa historia de amor que comenzaba a fragmentarse y desaparecer. Es esa ruptura —entre otras— la que emerge de la mano, precisamente, de la irrupción del secuestro.

En el caso de Julián, las referencias al secuestro estuvieron siempre presentes en nuestras conversaciones. A lo largo de los sucesivos encuentros, el entrevistado hizo un relato pormenorizado del momento de su secuestro, sin poder (o sin querer) adentrarse en la narración del cautiverio. El secuestro, en este caso —como en el de tantos otros—, se produjo rompiendo todo su mundo conocido; en el caso de Julián — como en el de otros, pero marcadamente en este—, el después estuvo marcado por  un profundo retraimiento sobre sus vínculos más íntimos, aquellos de su familia de origen y su primera novia y los modos en los que emerge en la evocación dan cuenta, precisamente, de un hueco, de un vacío, conformando una secuencia que podría señalarse como secuestro/silencio/rupturas subjetivas. En el relato de su vida familiar actual, la irrupción del momento del secuestro-desaparición y posterior sobrevida se produce de manera intempestiva e inesperada; al hablar de la conformación de su grupo familiar y particularmente en referencia al mayor de sus dos hijos, Julián señalaba lo siguiente:

[…] dice que… que él es… producto de mi sobrevivencia, digamos, de… O de alguna cadena de hechos fortuitos que hicieron que yo haya tenido, eh, la posibilidad de seguir viviendo, ¿no? Pero… Además él piensa de que, de no mediar el golpe militar, yo nunca me hubiera, digamos, eh… Y, y lo siguió después, la fragilización posterior mía y qué sé yo, eh, yo nunca hubiera salido con la mamá de él”. (Julián, 26/04/2011)

 

Nuevamente, nuestra conversación se vio “sacudida” por una inmediata referencia a la experiencia de violencia vivida. Al igual que en los casos anteriores, esa narración se produce ya no como parte de un enmarcamiento temático explícito de la situación de secuestro y desaparición sino de manera disruptiva remarcando, así, que la situación del secuestro irrumpe frente a diferentes acontecimientos de la vida que —en apariencia— “nada” tienen que ver con ella.

Nuevamente, esa referencia se produce en relación a vínculos constitutivos y profundamente afectivos y constitutivos para el sujeto: los amores, la familia de origen, los hijos. En todo caso, podríamos pensar estas remisiones a la relación de amparo como contrapunto del desamparo mayor que inviste al sujeto en el momento mismo del secuestro y desaparición. Esto es, si aquellos vínculos aparecen como personificación del mundo de interrelación que configura la propia vida, el secuestro y la desaparición se configuran en y por la posibilidad explícita de una muerte cercana y la amenaza certera del cercenamiento de ese mundo de interacción más íntimo. La vida afectiva más fraterna se encuentra expuesta, así, a la posibilidad explícita de su destrucción. La finitud del sujeto contrapuesta, entonces, al amparo de su linaje. Son estos anclajes afectivos del sujeto los que anidan en y lo resguardan de su avasallamiento último.

El secuestro marca, entonces, el momento de la irrupción y la ruptura de lo sido. Esta fuerza radical, que golpea y quiebra el mundo de la vida, la cotidianeidad, los amores, las relaciones, aparece en los relatos y lo hace, precisamente, de manera intempestiva: irrumpe en el relato —como lo hizo en la vida— marcando los quiebres de la cotidianeidad y del proyecto de vida. A partir de su ocurrencia, el sujeto ingresaba al CCD hasta “concluir” la serie con su liberación. Pero pese a esa liberación —o, fundamentalmente, con pesar de ella— el secuestro dejó su huella; y son esas huellas, precisamente, las que emergen —aún hoy— en  su  evocación. Desde estas formas de emergencia —disruptivas, intempestivas—, entonces, la narración vuelve a traer la crudeza del acontecimiento límite: el secuestro irrumpe y se inscribe en el relato de la misma forma que lo hizo en la propia biografía (rompiendo, resquebrajando su propio devenir y continuidad). Con ello, va marcando —como ya anunciamos— un antes y un después del proyecto de vida. Y desde estas formas de irrupción, como una presencia latente y solapada, acecha al sujeto y lo “sorprende” en diversas formas de re-emergencia y re-producción.

A continuación, avanzaremos sobre sus múltiples registros temporales focalizando, particularmente, en la vigencia de actualidad que asume en su narrativa.

 

2. Tiempos (verbales) imperfectos: un pasado que se dice (y se re-vive) en presente. Del análisis de nuestras entrevistas se desprende una segunda modulación narrativa, vinculada a las formas que asumen los tiempos verbales en el relato de la (propia) desaparición. Advertimos, precisamente, que emergen y se superponen allí diferentes tiempos verbales: por momentos, las experiencias parecen ubicarse (y así se enuncian) en un tiempo pasado, que se vincula con el presente pero sin corresponderse de manera idéntica; en otros momentos, sin embargo, lo acontecido cobra vigencia de actualidad y el relato se realiza en un tiempo presente, como si la experiencia límite y la narración se entrecruzaran y sucedieran simultáneamente, como en un tiempo único. Volvamos a las historias-guía para pensar, desde allí, esta dimensión analítica.

En el caso de Miriam, y luego de sucesivos encuentros donde narraba —no sin angustias—  los  momentos  previos  a  su  secuestro  y  desaparición,  el  relato  de la situación de secuestro asume un claro cambio del tiempo verbal. Hasta entonces, el relato pormenorizado sobre el avance en los procesos represivos, las caídas de compañeros —pese al miedo y la incertidumbre que allí se cuelan—, la vida en la clandestinidad y, como vimos, los amores, se estructuraba sustancialmente en el uso del tiempo pretérito. Así, llegó a contarnos los momentos previos a ser secuestrada:

“Y la sensación que tuve cuando caí… Que, bueno, primero te voy a contar  cuando caí, a pesar de que está en mi testimonio, ¿no? Yo trabajaba… en… una fábrica de muebles. Era empleada. En… Lomas del Mirador. Tenía que tomar un colectivo que atravesaba… La Matanza, y llegaba a Villa Madero, donde yo vivía. Antes de ir a la parada del colectivo, y volverme a mi casa… […] lo que hacía era  ir a un teléfono público […] y llamar a la casa de mi mamá (adonde ya me habían ido a buscar, y probablemente me estaban esperando…), para ver cómo estaba  mi abuela, que se estaba muriendo. Y, después, llamar al pie telefónico”.

 

Inmediatamente, el relato da un giro y, a partir de ahora, transcurre en presente:

“[…] Y yo veo que hay un tipo… que está… detrás mío, en la fila, y cuando yo termino de hablar… en lugar de quedarse a hablar cruza conmigo la calle y va a la parada del colectivo. Lo veo arriba del colectivo. Decido tirarme del colectivo. […] hago como que no me voy a bajar… y le toco el timbre, me abre y me tiro. Y él… se tira atrás mío. Yo no me di cuenta. Pero cuando me di vuel… [se corrige], doy vuelta, lo veo en un Ford Falcon marrón…”.

 

El tiempo narrativo, hasta el momento mismo en que advierte a un miembro de la patota, se configura en pasado; sin embargo, al iniciarse la secuencia que deriva en su detención, se produce un brusco salto temporal y la narración comienza a transcurrir en presente. En ese momento, el relato mismo se acelera. Y continúa:

“Llego, me paro acá, veo la parada del… la parada del 28 y, y cuando me voy a subir al 28, me taclean. […] Sacan armas largas, cortan el tránsito, un gran quilombo, hay gente que me quiere ayudar, yo empiezo a gritar: «¡Me  llamo Miriam [apellido] », y doy mi número de teléfono, viene un chico, se bajan de una, de un colectivo, los dispersan y me meten adentro de un auto. Y cuando me meten adentro de un auto, a los pocos metros chocan, me tiran atrás, me ponen un antifaz o una capucha, no recuerdo. […] Bueno, me bajan del auto, a las patadas, me hacen subir una escalera que estaba como en construcción, como áspera, como de cemento, y… en una habitación muy grande me tiran en una cama, sobre una mesa me atan, me desnudan… y ahí, digamos, la descripción de la tortura es como… una ceremonia diabólica, ¿no?”. (Miriam, 06/06/11)

 

Al narrar el momento de su secuestro, Susana lo hacía de la siguiente manera:

“[…] y, bueno, estábamos ahí y cae toda la patota… a buscarnos, y… bueno. A C. [el amigo] no lo llevan, porque justamente nos empiezan… Nos separan a todos y nos preguntan los nombres de los demás… Que esa era una cosa para saber si uno… Nos abren la boca para saber si teníamos la pastilla, eh…”. (Susana, 29/11/11)

 

La llegada de la patota, ese momento de encuentro certero con la materialidad del secuestro y desaparición, produce un viraje en el relato y lo reconfigura. Ese momento liminar, en efecto, se reactualiza en el relato, recobra vigencia y es dicho en presente.

En el marco de nuestras conversaciones, Julián fue algo “evasivo” en la  narración del cautiverio: el relato de su experiencia llega al momento del secuestro para pasar, casi inmediatamente, al de la legalización —esto es, su puesta a disposición del PEN. En esa descripción no hay relato alguno de la tortura —a sus secuelas nos aproximamos a partir de referencias más evasivas de la situación de vejación concreta, a partir de la referencia a las lesiones físicas, graves, que padeció y que lo llevaron a múltiples operaciones reconstructivas— ni del cautiverio, a excepción de lo que detalla a continuación:

“Hay un hecho que… a mí, me… cuando me torturan, en un momento me legalizan… [con un tono como de agobio] ¡Es muy largo de contar Mirá, te digo  que es… ¡es agotador! Pero… la cuestión es que cuando me legalizan, me sacan vendado… Nos suben a un… camión celular, compartimentado, esos camiones… de traslado, que vos ves… ¿del Servicio Penitenciario? Pero eran camiones que tenían compartimientos y donde cabía una persona parada. Nos sacan, en ese camión, a dar vueltas… […] ¿Viste «Misión Imposible»? Te ponen una cinta, con ruidos… ladridos, «¡guau », «¡diarios, diarios ». [Comienza a acelerarse, a enumerar] Eh, el camión va, da una vuelta, se mueve, ¿me entendés? Agarra un pozo. Vos… estás ahí adentro en, en el… Y, y vos… ves los movimientos y escuchás ruidos y qué sé yo… [hace una pequeña pausa, retoma el ritmo  habitual]. Dan toda una vuelta, entran… al mismo, al garage, de Coordinación de Federal, que todavía existe… Y nos bajan, nos des…, nos sacan la venda… Nos entran por la puerta (que todavía está), nos suben a un ascensor, y ahí… nos legalizan.

Pero… en ese ascensor, yo subo con una piba. Que yo… no sé quién es la piba, no sé dónde está, no sé si vive… […] Y yo le pregunto [con un tono dulce]: «Y, ¿cómo estás?», le pregunto, «¿te torturaron? ¿Mucho?». [Retoma el tono] Me dice: «¡Eso es lo de menos », me dice la piba. ¡Nada más hablamos … En el ascensor ese… ¡Y, bueno!… Con, con eso ya… te podés dar una idea del, del… impacto que me produjo a mí… Y después, con los años… empezar a… [parece trabarse, como buscando las palabras] a construir un relato de, de mi… de mi  vida, de mi…, de mi deambular a partir del episodio de la desaparición. [Hace una pequeña pausa]”. (Julián, 26/04/11)

 

El silencio en relación al cautiverio —más allá de su promesa, no obstante, de ahondar en ello con posterioridad— se acompaña por la narración pormenorizada de los momentos previos a su legalización y, al hacerlo, se estructura en un tiempo presente. Y es desde esa vigencia siempre actual, desde esa presencia doliente, que Julián articula su propia historia de vida. Historia que, como él mismo indica, se anuda en  un “deambular”.

Al momento de ser secuestrado, Sergio fue llevado a una casa de la ciudad de Buenos Aires que funcionaba, clandestinamente, como un CCD. Fue desde allí, en efecto, que logró fugarse; y en el marco de nuestras conversaciones, nos relataba del siguiente modo cómo lo había logrado:

“R: Bueno, pero el hecho es que me levanto la venda, no encuentro el arma y… en punta de pie… Todo eso tardo varias horas, porque el tipo entraba y salía. Entraba y salía, así que cada vez que salía, me levantaba un cachito, me levantaba un poquito de pie. Bueno, y la última paso a un… a un… a otro ambiente, que es por donde me habían subido, y… buscando siempre un arma. Salgo a un patio, y ahí recién aparece la posibilidad de la fuga. Pero las paredes eran altísimas, no podía llegar a alcanzar…

E: Era una casa vieja.

R: Una casa vieja. Salgo, veo la puerta cancel por donde… la escalerita por la que nos habían subido a las patadas, llego ahí y está la puerta que da al garage. Trato de abrir la puerta que da a la calle, pero no, estaba cerrada con llave. Paso al garage y en vez del auto del que nos habían entrado, que era un auto grande, había un Fiat 600. ¡Y todavía ni se me ocurre escaparme Voy, me meto adentro del Fiat, busco en la guantera a ver si encuentro un revólver, una pistola… Y… no. Entonces miro ahí y la puerta del garage estaba cruzada con un destornillador… Saco el destornillador y ya se me abre la puerta y me encuentro en la vereda… con una venda acá [se señala la cabeza], con sangre y… y un destornillador en la mano. Empecé a correr como loco […]”. (Sergio, 20/03/12)

 

Sergio militaba activamente, desde hacía años, en una organización armada. Según señaló en nuestros encuentros, su profusa preparación en la lucha armada le indicaba que en toda casa montada clandestinamente debía haber un arma, de manera que  una de las primeras reacciones que tuvo al darse cuenta de que se trataba de una casa particular y que no había guardias cerca, fue ir en su búsqueda. Fue así, ante el descuido de los guardias, que terminó dando con la posibilidad de su fuga. Y esos momentos cruciales, donde lo que se ponía en juego era la vida misma, son narrados en presente y re-pasados en el aquí y ahora del relato.

Advertimos entonces que la serie que conforma la (propia) desaparición y posterior sobrevida del sujeto —aquella que remite a los diferentes momentos que componen esta experiencia límite: persecución, secuestro, tortura, cautiverio y liberación— se enuncia, por momentos, en un tiempo presente. Como anunciando con ello su carácter acuciante, acechante y reactualizando su huella, aún presente. Asimismo, nuestro análisis nos permite advertir también otras modulaciones temporales del relato del secuestro y la desaparición que, lejos de producirse en un presente acabado, articulan este tiempo verbal y formas pretéritas del decir. Es este el caso de Osvaldo, quien fuera secuestrado por un grupo de tareas perteneciente a la Fuerza Aérea y logró, al igual que en el caso anterior y luego de una semana de cautiverio, fugarse del CCD en el que había permanecido recluido. En el marco de nuestras conversaciones, nos relataba la situación de la siguiente manera:

“Y… bueno, yo caí en julio del 77… Ni bien me secuestran, me llevan a la celda de tortura y me empiezan a preguntar y me di cuenta quién había sido… por los datos que tenían, digamos, por las cosas que me preguntaban. […] Cuando me torturan, me preguntan sobre esa acción. La tenían re clara […]. Me…, me traen acá, acá me tienen una semana, y después me fugo de acá. Pero andaba… eh… el hecho de no tener contacto con el partido, es decir, no tenía posibilidad de resolver cuestiones fundamentales, por ejemplo el documento, un documento falso, este… así que traté de… zafar por la mía, me voy al interior […]. [Mi hermana] me dice que habían pasado por casa, que habían amenazado con una bomba, que nos iban a volar todo, me dice: «Hacete cargo, el que militabas eras vos, no nosotros, nosotros no tenemos nada que ver». Entonces, bueno, me sentí en una encrucijada, ya me sentía derrotado ya porque… sentía derrotada la organización. Sabía que podían volarlo todo a la mierda, no iba a ser los primeros. Entonces, este… dije: «Bueno, tengo que poner la jeta», digamos. Por más que yo sabía lo que los tipos sabían, estaba convencido de que… iba a ser boleta, viste. Entonces bueno, vuelvo a Córdoba y hacemos una denuncia que a través de unas  relaciones iban a sacarla para afuera y que iba a presentarme en un juzgado. […]  y entonces me voy a presentar a ese juez, y a las tres o cuatro horas me pasa a buscar Fuerza Aérea. De ahí me llevan a Morón, este… Y me terminan legalizando”. (Osvaldo, 17/07/15)

 

En este fragmento de la entrevista, la narración se modula en dos tiempos. Mayoritariamente enunciada en pasado, algunos pasajes transcurren en presente. Ahora, ¿es acaso aleatoria esa articulación temporal? ¿Cuáles son los momentos específicos que se enuncian desde el tiempo presente? Precisamente, son las situaciones de secuestro, de tortura y reclusión, el momento de la fuga y posterior entrega/legalización los que se enuncian en su pura inmediatez.

Esta imbricación de tiempos emerge también en el caso de Laura, quien fuera secuestrada junto con su madre y permaneció detenida-desaparecida por pocos días. De esta manera nos relataba su recorrido y cautiverio —que, por lo que pudo reconstruir, tuvo lugar en tres espacios de reclusión diferentes—:

“Eh, ahí [en referencia al segundo CCD], en algún momento me dicen algo, como que yo deduzco que mi vieja estaba ahí también. Y… Pero no me la dejan ver, ni hablar, ni nada. Y en un momento me dan como un arma, me la ponen en la mano y me dicen: «Vamos que vos sabés muy bien cómo se usa». Yo… Y era todo así, como una conversación medio… bizarra y sin… o sea, no me preguntaban sobre nada que yo conociera, ¡nada! O sea, era… como raro. Eh… Y ahí me vuelven al lugar este, y nada, y me tienen toda esa noche y a la mañana siguiente, me suben a una camioneta. […] Y me hacen otra vez tirar al piso, y… me llevan a un lugar que, también, después… descubro que era el Vesubio.

[…] Y bueno, y ahí me tienen… unos días. Este, ¡y ahí sí! Me empiezan… me sacan para… interrogarme, me… torturan, eh… Ahí había como, durante el día, unos que eran los que cuidaban y después venían, de noche o los fines de semana, venía como la patota que eran los que hacían… los interrogatorios. […] Y siempre preguntaba por mi vieja y me decían… Hasta que un día, en una de esas, hay un tipo que me lleva donde está mi vieja. […] Este, y ahí me dejan tocarla, digamos. No verla, no hablarle. Y… eso fue un segundo, no…

 

Y más adelante, continúa:

“Y ahí, bueno, fueron varios días, así, con esta rutina [sonríe] y un día agarran y me suben a una camioneta. […] Y ahí la suben a mi vieja también. Y nos llevan a un lugar que, también, después… por donde era y qué sé yo, yo deduje que era Campo de Mayo.

[…] Y ahí, tampoco… o sea, no me ponen con mi vieja, no me dejan estar con ella ni nada, pero… tampoco nos juntan con el resto. Ahí había como… unos tinglados llenos de gente. Y aparte, yo espiaba lo que podía espiar… Había gente que la llevaban tipo… de a 20 al baño, o sea, iban todos en fila. Ahí ya había como una… era como un campo de concentración, pero ya… de más gente [sonríe]. Y ahí, también, me vuelven a interrogar, me llevan a un lugar, a una casita, como si  fuese un chalet. Me dejaban cuidada por perros, ¡era una cosa siniestra […] Y… acá, bueno, me vuelven a interrogar y ahí, ya ahí, ¡cualquier cosa me  preguntaban! Si el centro de estudiantes del colegio, si… Ya… cada, o sea, de un lugar a otro iban perdiendo más el rumbo. Y… ahí, mientras me toman  declaración, también, me, me… me hicieron desnudar, me ataron a una cama, al elástico de una cama, este… con picana, y… Mientras tanto, un tipo me toma declaración. Y después de eso, te hacen firmar con los ojos vendados… tu declaración. ¡Imaginate!

Y ahí… bueno, un día viene un tipo, que se supone que era el jefe, y el tipo le dice a mi vieja, porque ahí me ponen al lado de mi vieja, y le dicen que bueno, que… que en nombre del Ejército argentino nos pedían disculpas, que había sido todo un mal entendido. […] Y entonces nos tienen ahí todo un día más, en un lugar, también, a la intemperie con los perros y… cuando se hace de noche, nos suben a un auto y… nos dejan como en un camino, nos dicen que contemos hasta… mil y nos saquemos la venda. Y ahí, un camino, tipo ahí Camino de Cintura, un  lugar… ¡no pasaba nadie  O sea, en medio de la noche. Entonces, cuando nos sacamos  la venda pasa justo un auto, que… obviamente era alguien de ahí, y nos llevan, un tipo nos levanta y nos… da plata para tomar el tren y nos lleva hasta la estación […] Y ahí…, bueno, ¡eso yo ya tengo como una imagen muy borrosa de todo ese día ”. (Laura, 19/07/11)

 

El relato del secuestro y reclusión en lo que fuera el primer CCD del “circuito” por el que transitó durante los días de su desaparición fue articulado, principalmente, a partir del uso del tiempo pasado. Sin embargo, en un momento específico, la conjugación temporal se modifica y es, particularmente, al referir a su madre en condición de secuestrada. Esa mujer, personificación de la protección, el amparo y el amor primero, se encontraba —como ella— en la situación de mayor vulnerabilidad imaginable. La caída y el cautiverio, liminales en sí mismas, se anudan así con la vulneración última del vínculo filial más fraterno y desde esa articulación van asumiendo su carácter actual en el relato.

En  unas  y  otras  narraciones,  advertimos  entonces  que  lo  intempestivo   del secuestro, la reclusión y la liberación invaden al sujeto en la evocación misma. En el proceso de dar cuenta de ello, pasado y presente se tocan, como anunciando en su mixtura —al menos narrativa— su presencia acechante, su vigencia de actualidad. Temporalidades yuxtapuestas, imprecisas, que remiten, en efecto, a la condición liminar de la experiencia y a sus persistencias e insistencias en el presente. En la narración misma, la violencia vivida invade al sujeto, el secuestro se presentifica, al igual que lo hacen el cautiverio y la liberación. De alguna manera, sea desde su disrupción o desde su enunciación presente, el sujeto vuelve allí. Sin embargo —y acaso sea por el contexto de enunciación, de miramiento y escucha, y/o por las formas de elaboración singulares que ha ido desplegando cada entrevistado—, estas formas de “retorno” no implican, en sí mismas, un revivir pleno y devastador de la espacialidad y la violencia propias del CCD —retornos que, no obstante, se presentan como posibles, y amenazantes.

 

Consideraciones finales

En este artículo, he analizado dos modalidades discursivas que emergen en el relato de la experiencia de la (propia) desaparición: aquella relativa a la irrupción (disruptiva) del secuestro en el relato de vida y la que remite al uso del tiempo presente para su evocación (como anunciando un continuum de la violencia, que no cesa). El análisis  de los testimonios y, particularmente, de estas temporalidades divergentes —de irrupción y de presencia— me ha permitido aproximarme a formas singulares —pero no únicas— en las que se pone de manifiesto la vigencia de actualidad del asedio y el acecho producidos por la violencia, por fuera de toda voluntad racional del sujeto.

Ahora, lejos de poder ser atribuidas —al menos en este marco interpretativo— a reactualizaciones mecánicas del trauma, estas re-emergencias narrativas de la violencia se encuentran atravesadas ya —y sólo así es posible identificarlas— por construcciones de sentido y formas de elaboración. En efecto, el recorrido del material empírico nos permite considerar que unos y otros sujetos fueron desplegando modos diferenciales de elaboración que permitieron, ante todo y de manera más o menos “efectiva”, lidiar con el asedio del pasado, con esa temporalidad —por momentos paralizante, entrampada— de acecho y continuar, como les fuera posible, con la  propia vida.

Esas formas de elaboración les han tornado posible, en mayor o menor medida, salir-se de la espacialidad del CCD en los términos de la construcción de una distancia crítica entre el presente y el pasado. Una “salida” que, entendida como la construcción de un desentrampamiento subjetivo, no coincide cronológicamente ni de manera necesaria con el acontecimiento de la liberación sino que se va configurando desde una temporalidad que le es propia; una temporalidad imaginaria, de la significación, aquella que se anuda de manera necesaria e ineludible al espacio subjetivo y los entramados de interrelación que lo atraviesan y cobijan. Exploraremos, en futuros abordajes, cómo han sido y cómo continúan siendo esas modalidades de elaboración  y construcción de distancias críticas respecto de lo vivido. Baste aquí plantear que, pese a la violencia límite vivida y sus acechos y/o insistencias presentes, se ha ido entretejiendo y desplegando la vida, aquella tan singular de los sobrevivientes.

 

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*Este texto se publicó en Astrolabio (2017) número 19, CIECS. Disponible en https://www.academia.edu/35684461/UN_PASADO_QUE_NO_CESA_REFLEXIONES_EN_TORNO_A_LA_EXPERIENCIA_DE_LA_PROPIA_DESAPARICI%C3%93N_Y_SUS_PERSISTENCIAS_EN_EL_PRESENTE_A_NON_FINISHED_PAST_REFLECTIONS_ABOUT_OWN_DISAPPEARANCE_EXPERIENCE_AND_ITS_CURRENT_PERSISTENCES

**Doctorado en Ciencias Sociales (FSOC – UBA) / Núcleo de Estudios sobre Memoria (CIS/IDES).  julietalampasona@hotmail.com


[1] El CCD constituyó el dispositivo central para la producción del exterminio, pues fue allí donde tuvo lugar la mayor parte del proceso de desaparición; en efecto, desde el momento del secuestro, los sujetos ingresaban en un espacio de producción de tortura, cautiverio, muerte y desaparición que apuntaba, de manera sustantiva, a su deshumanización (Calveiro, 1998). Como señala Gatti (2008: 56-58): “Los chupaderos […] son el operador de la devastación, el dispositivo sin el que esta maquinaria hubiese sido imposible. Ahí sucedió todo. Ahí sucedió la catástrofe. Son espacios cuando menos extraños: oyendo a quienes los (mal)vivieron da la impresión de que se encuentran en mundos paralelos al nuestro, ajenos a nuestra normalidad. Que están reglamentados por términos que son del orden de lo clandestino, de lo excepcional, de lo oscuro, del secreto […] En él la regla, esa que reglamenta la normalidad de las cosas,  se convierte en negación-de-la-regla. Es un espacio en off en el que malviven, malmueren, los chupados […] Un espacio torvo; un lugar denominado por una lógica absurda, en el que la cotidianeidad transcurre en «los confines más subterráneos de la crueldad y la locura» (CONADEP, 1987: 59)”. Centrados en la tortura del sujeto y su quiebre identitario, los CCD fueron produciendo rupturas en el conjunto social desde la circulación de un secreto a voces (Calveiro, 1998) con efectos de terror. Para ampliar, ver Feierstein (2007).

[2] La noción de liminalidad es acuñada, originariamente, por Arnold Van Gennep (2008 [1909]) y retomada  por  autores  como  Victor  Turner  (1999),  entre  otros,  para  abordar  un  momento

singular de los “ritos de paso”: aquel que marca y delimita el punto bisagra entre uno y otro estado o condición social del individuo o grupo social que es objeto/sujeto del ritual. Es aquí donde el sujeto y/o grupo se despoja de su condición pretérita para transmutar y reinscribirse socialmente en y por un nuevo rol o estatus. Sin adentrarnos en el abordaje específico de los ritos de paso y, fundamentalmente, sin proponer aquí la ocurrencia de un “ritual” que haga serie con la (propia) desaparición, resulta pertinente retomar la dinámica propuesta en esta conceptualización para asir la cualidad bisagra y profundamente des- (y re-) estructurante que anida en la experiencia límite de la (propia) desaparición. Momento paradojal y crítico de la vida del/los sujeto/s, la (propia) desaparición trae consigo la desarticulación y reconfiguración del mundo propio, de los espacios de interacción y de las propias configuraciones subjetivas e identitarias. Atendiendo entonces a su carácter liminar, y siguiendo a Ulloa (1998), la situación de cautiverio, y particularmente de la tortura, configura una situación de dos lugares donde el desamparo de la víctima la somete a la voluntad del victimario. Sin un tercero de apelación que resguarde, se produce —según Ulloa— una “encerrona trágica”. Consideramos que esta situación se sostiene, en algunos casos y en términos subjetivos como sociales, más allá de la liberación.

[3] Como señala Tonkonoff (2017: 19-20), el abordaje del problema de la violencia se    conforma

en un campo de estudios heterogéneo que reúne diferentes perspectivas teórico-conceptuales. Partiendo del supuesto de la violencia como fenómeno cultural constitutivo de toda sociedad, señala que “el problema de la violencia no es otro que el de la constitución de la sociedad a través de la producción de sus fronteras simbólicas”; fronteras donde confluyen la prohibición, la transgresión y el castigo. Recuperando la noción de la violencia como fenómeno constitutivo de lo social, en este estudio interesa reparar en una forma singular de su modulación en el contexto argentino, tanto por la demarcación temporal como por las cualidades mismas que fuera asumiendo; esto es, aquella propia del despliegue de la tecnología de desaparición forzada de personas (1975-1983, en esta delimitación se incluye tanto el Operativo Independencia, en la provincia de Tucumán, como los haceres clandestinos de la Alianza Anticomunista Argentina). Sobre la base del terror como operador social, la desaparición forzada fue operando en un doble registro: sobre la individualidad del sujeto desaparecido y sobre la trama social en su conjunto (Calveiro, 1998; Vega Martínez, 1997, entre otros), produciendo aquello del orden de una “catástrofe social” (Puget, 1991; Kaës, 1991; Kaufman, 1998; Gatti, 2008, entre otros). En palabras de Puget (1991: 32-33): “[…] nos encontramos descriptivamente en el caso de la violencia social, con una manifestación disruptiva, tendiente a establecer o reforzar un par amparo-desamparo, con posible anulación o, más aún,  aniquilación del más débil o debilitado. Se basa en una transgresión de la Ley. Como consecuencia, reduce el espacio vincular y de socialización a su mínima expresión, impone algo ajeno al Yo, anula al Sujeto deseante, lo desconoce y transforma el vínculo en aquel del amo y del esclavo, desarticula los ejes de la pertenencia social. Ya no hay dilema ni cuestionamiento, pues lo que está en peligro es la vida”. De manera particular, este estudio buscará rastrear las formas de persistencia de esa violencia en el espacio subjetivo, asibles en el relato de la experiencia límite.

[4] En este marco, múltiples han sido las perspectivas teórico-conceptuales  y las líneas de  trabajo que avanzaron en su conocimiento; entre ellas —y haciendo mención de algunos de  sus ejes analíticos—: la comprensión de su genealogía como proceso social anudado en y por relaciones de poder y de conflicto (Marín, 1996; Calveiro, 2005; Izaguirre, 2009; Franco,  2012;

entre otros); sus singularidades como tecnología de poder con claros efectos subjetivos y sociales (Calveiro, 1998; Vega Martínez, 1997; Maneiro, 2005; Feierstein, 2007; Gatti, 2008; entre otros); sus inscripciones subjetivas y los procesos de elaboración y construcción de memorias que coadyuvan en su representación (Kordon y Edelman, 1986; Puget, 1991; Kaës, 1991; Kaufman, 1998; Da Silva Catela, 2001; Jelin, 2002; Jelin    y Kaufman, 2006; Rousseaux, 2007; Gatti, 2008, entre otros).

[5] Estos abordajes —vinculados, precisamente, con la singularidad de la experiencia de la (propia) desaparición— permiten, por un lado, atender a los procesos de marginalización y/o invisibilización que recayeron por años sobre estos actores —reparando, particularmente, en las formas de sospecha y estigmatización que debieron atravesar los sobrevivientes—, como así también el paulatino reposicionamiento social y subjetivo producido, fundamentalmente, con la reapertura de las causas judiciales por delitos de lesa humanidad, hacia mediados de la década del 2000.

[6] Este concepto es problematizado en un artículo de producción colectiva de la Asociación de  Ex    Detenidos    Desaparecidos    (AEDD),    “¿Por    qué    sobrevivimos?”    —disponible  en: http://www.exdesaparecidos.org.ar/aedd/sobrevivimos.php—, y recuperado, de manera  profusa, por Daniel Feierstein (2007).

[7] El  trabajo   de   campo  de  la   investigación  se  realizó   entre   2010   y  2015   y consistió,

fundamentalmente, en la realización de entrevistas en profundidad a sobrevivientes de los CCD que, por su extensión y por los nudos temáticos abordados, asumieron la forma de historias de vida. La variable de selección de los casos estuvo vinculada con la participación o no de los sujetos en asociaciones políticas y/o de derechos humanos. En el caso de este artículo, he avanzado a partir del análisis de las entrevistas, atendiendo tanto al registro de lo enunciado como de los silencios, dudas y gestualidades. Partiendo de este amplio registro, y advirtiendo  la riqueza analítica de todo el contexto emocional que rodea a la palabra, este estudio se  centró específicamente en el análisis de lo dicho por el/los sujeto/s.

[8] La selección de estas dimensiones analíticas no clausura otras múltiples vías de entrada al problema; entre otras: la emergencia recurrente de significantes tales como el “miedo”, la “culpa” y la sensación de “ruptura”; los dolores del relato, sus silencios y quiebres; la dificultad constitutiva de la situación de testimoniar.

[9] Si bien la experiencia se configura como liminar, los procesos de deshumanización no pueden pensarse en sentido acabado sino como aquello que tiende-a. Para profundizar, ver Calveiro,

1998.

[10] Resultaron sustantivas para estas precisiones las consideraciones vertidas por las docentes del Primer Workshop Intensivo sobre Memoria Social e Historia Reciente, organizado por el Núcleo de Estudios sobre Memoria (IDES), en agosto de 2015: Claudia Feld, Luciana Messina, Valentina Salvi y Marina Franco.

[11] La referencia a los nombres de los entrevistados varía en términos de la voluntad de mayor o menor anonimato de cada entrevistado. En aquellos casos en los que el entrevistado manifestó un acuerdo explícito con que su nombre de pila apareciera sin modificación alguna, se procedió a su denominación a partir del nombre de pila real con exclusión del apellido, para mantener el anonimato, por decisión de la propia autora. En aquellos casos donde la autorización de utilizar el nombre real no fue explicitada, se mantuvo un nombre ficticio; en estos casos, incluso fueron algunos de los entrevistados los que sugirieron ese nombre —tal es el caso de “Julián”, por ejemplo, quien indicó que ese había sido su propio “alias” en tiempos de militancia.

[12] Miriam hizo referencia a un proceso de identificación de restos que, finalmente, dio negativo.

 

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