Por Eugenia Azurmendi*
( ) ¿Así se escribirá el silencio? ¿O ni siquiera puede escribirse?
¿Cómo se habrá escuchado ese silencio penetrante en aquel departamento del barrio de Once después de que los milicos entraran a las patadas y se llevaran a los cuatro? Tocaron el timbre una y otra vez. Nunca entendí por qué, si iban a entrar igual sin pedir permiso después de cortar la calle con los camiones del ejército. Quedaron los muebles dados vuelta, los armarios abiertos, la ropa en el piso y una cajita de zapatos. Me contaron que durante un tiempo me asustaba mucho cuando escuchaba un timbre y que decía: “saltaron por la ventana, saltaron por la ventana”. No lo recuerdo. Como nada de lo que sucedió ese día ni ninguno de los que compartí con mis viejos. Como nada de lo vivido con ellos: ni sus caras, ni sus voces, nada. Y lo que siguió fue el silencio profundo del que no quiere (o no puede) hablar. Ese silencio del que no puede (o no quiere) escuchar.
Se llevaron a los cuatro. Nos dejaron a los tres chicos en el departamento. Gustavo Rojas, el hijo de Mirta, tenía cinco años y esperaba una hermana. Yo, dos y medio. Mi hermano Manuel, casi nueve meses. ¿Dónde se queda un bebé que se despierta de noche sin su mamá ni ningún brazo que lo acune? Eso no lo sé. Eso no me lo contaron. Quizás llegó el encargado del edificio. Él narra los hechos que se describen en el legajo que tantas y tantas veces leí: “circunstancias del secuestro: a las 12 de ese día el portero manifestó a las 5 de la mañana se los llevaron a todos, y a los chicos los vino a buscar la policía a las 8”. Así fue que llegamos a la comisaría 7a de la calle Lavalle.
Dos parejas jóvenes, con todas las ganas de vivir y de luchar por un país más justo, con todo el amor y la solidaridad para proyectar otro futuro posible. Así se lo decía mi mamá a mi papá cuando estaban de novios: “Nuestro amor sigue limpio y puro y no se va a acabar porque es eterno, porque ni siquiera cuando no vivamos más él se va a morir, porque se va a prolongar en nuestros hijos, que van a ser los hijos del amor más puro, más dulce, más sencillo”. Dos parejas que vinieron a Buenos Aires, desde La Plata, para tratar de seguir militando desde las sombras. Durante esa primera semana de diciembre de 1977 las fuerzas armadas concretaron el secuestro de cientos de militantes del PCML[1], el mayor golpe a la organización, el operativo que logró desarticularla.
En el departamento vivían mis papás, Ana María Bonatto y Emilio Azurmendi, junto a Mirta Barragán y Leonardo Sampallo, compañeros del movimiento obrero. Mis viejos habían comenzado su participación política en la Universidad y se incorporaron al Partido Comunista Marxista-Leninista, una organización de extracción maoísta. Mi papá estaba terminando la carrera de Ingeniería en la Universidad Nacional de La Plata y mi mamá había estudiado Antropología. Hace poco me contó mi tío Nando que el mismo día del golpe renunciaron al trabajo y decidieron su mudanza a Capital. Allí empezaron las citas a escondidas, las cartas que se intentaron mandar varias veces, el proyecto de irse a Venezuela.
En la comisaría quedamos los tres. Una asistente social localizó a mi tía Mirta que nos fue a buscar. Gustavo quedó allí varios días más hasta que encontraron a su familia paterna. El bebé que crecía en la panza de su mamá iba a nacer en cautiverio algún día del mes de febrero. Iba a criarse lejos de su hermano y de la verdad.
Me cuesta imaginarme ese diciembre. Sé de fiestas y celebraciones teñidas de dolor. Sé de la búsqueda desesperada de mis abuelas. Pero todo eso lo supe después. Porque en esos primeros meses no pudieron decirnos nada. Y qué nos iban a decir si estaban buscando todavía con alguna esperanza. No sé muy bien cómo, pero me fui haciendo a la idea de que iban a volver y empecé a esperarlos. A mirar por la ventana soñando el día en que los viera entrar por el portón blanco de la casa de Gonnet. O imaginaba encontrarlos en la calle. ¿Me reconocerían después de tantos años? El silencio produce estas cosas porque con algo hay que llenar la ausencia si no pudiste saber que allí habitaba la muerte.
Supimos después que estuvieron detenidos en el Club Atlético* y en El Banco*. Pero no encontramos a ningún sobreviviente que pudiera contarnos acerca de su paso por estos centros clandestinos. Cuando mi tía nos sentó en el comedor de su casa para contarnos que habían sido secuestrados, que estaban desaparecidos como tantos miles y que habían sido asesinados, lo hizo con el informe de la CONADEP* en la mano para mostrarnos que la lista era interminable. Yo me tapaba los oídos. Ya me había acostumbrado a ese silencio, las palabras me dolían, querían entrar a la fuerza sin pedir permiso. Aunque ya lo sabía, no quería saber.
Nos criaron nuestras abuelas. Durante los primeros años me fui a vivir con Yiya, mi abuela paterna, y Manuel con Dora, la mamá de mi mamá, hasta que ella falleció en un accidente (no cualquier accidente: la atropelló un patrullero de la policía) y volvimos a vivir juntos con la complicidad sin palabras del dolor compartido. Y de a poco, muy de a poco, algunas empezaron a querer nacer. Del “¿Vos también vivís con tu abuela?”, que me sirvió de carta de presentación ante una compañera de la primaria que también tenía a sus viejos desaparecidos, a la militancia en H.I.J.O.S.*, fue un camino de idas y vueltas, de búsqueda, de preguntas y de algo nuevo: la posibilidad de escuchar lo que necesitaba saber.
Por esos años falleció mi abuela. Abrir los armarios de esa casa de infancia fue como empezar a ovillar la madeja enmarañada que encontraste en el fondo del cajón. ¿Nuestras abuelas habían participado de las rondas de Plaza de Mayo? Allí estaban, prolijamente doblados, sus pañuelos blancos. Prolijamente guardadas las fotos carnet hechas pancartas. Los pedidos de habeas corpus, los folletos de Madres*, indicios de una lucha que desconocía.
Empecé a querer que me cuenten anécdotas. En uno de los últimos encuentros con mi tía, mi mamá le había dejado bien en claro su intención de quedarse aun sabiendo que se ponía en juego su vida. Le transmitió la certeza de que no se iban a ir, de que iban a seguir luchando por un mundo mejor para sus hijos. Esta idea es una de esas que nunca quise olvidar. No sé cuándo fue que la escuché pero me agarré de ella como a la soga que te impide ahogarte.
Después empezaron los homenajes a los estudiantes desaparecidos en la Facultad de Ciencias Naturales y en la de Ingeniería de la Universidad de La Plata. Allí fuimos, al encuentro de los relatos de sus compañeros. “Caminás igual que tu mamá.” “¡Qué parecida que sos, pero tu mamá era más linda!”. Los abrazos emocionados, los nombres, las placas, los árboles, las antorchas y los Hijos que nos fuimos encontrando. Fuimos a las primeras reuniones en La Plata. Más tarde conocimos a los compañeros de la regional Capital, en la sede de Familiares*, y allí, las intensas asambleas de los jueves, las historias contadas una y otra vez sin cansarnos de escucharlas, las comisiones de trabajo, las solicitadas en Página/12, las pintadas, los escraches y la policía que nos perseguía y encarcelaba.
Las palabras empezaron a brotar como de repente: gruposdetareas centrosclandestinos torturas traslado genocidio adn antropólogos, habeas corpus colectivo testigos declaración legajos ausenciapordesaparicionforzada revolución luchaarmada maotsetung lahozyelmartillo laestrellayelfusil lamilitancia, laresistenciaobrera ladictaduradelproletariado elcomunista larondadelosjueves lamarchadelaresistencia rednacional charlas banderas encuentros tucumán los20años puntofinal obedienciadebida indulto sinohayjusticahayescrache causaatleticobancolimpo memoriaverdadjusticia. Del torbellino a una trama que fuimos tejiendo de a poco.
En el año 2001 María Eugenia recuperó su identidad gracias a su valiente búsqueda y a la lucha inmensa de las Abuelas*. Fue la primera nieta restituida que se presentó como querellante en la causa de sus apropiadores. Pudimos también reencontrarnos con su hermano Gustavo que por teléfono armó un puente que sorteaba los años que nos habían separado: “¿Cómo andás…tanto tiempo?”. Ya el silencio no me devoraba la historia. Ya podía ir tejiendo junto a otras las nuevas palabras que fueron apareciendo. Gustavo había vivido también en Gonnet, también era hincha de Estudiantes, también cruzaba el Camino General Belgrano, también conocía a Miguel, el carpintero de mi cuadra. Además se acordaba de aquel día y del auto que nos llevó a la comisaría. Se acordaba y juntos pudimos hablar de ese 6 de diciembre por primera vez. Por primera vez pudimos hablar de ese día, juntos.
Cuando cumplí 27 años me di cuenta que ya iba a ser más grande que mi mamá. Fue extraño. Fue como no saber cómo seguir. Fueron las ganas de ser madre también. Y ahí empezó un nuevo relato. Ellos ya eran abuelos y aparecieron nuevas preguntas que indagaron en lo más profundo. Mi hijo le mete mano a la historia, quiere saber aunque le duela no haberlos conocido; quiere (y puede) contar que es nieto de desaparecidos.
Para los 30 años del secuestro los cuatro volvimos a juntarnos frente al 3º C de Viamonte 2565. Pero esta vez para dejar memoria en una baldosa de la vereda, para que la música combatiera al silencio, para que los relatos poblaran la calle. Para que las voces de los nietos trajeran la frescura de lo nuevo y sus manos pequeñas pusieran mosaicos de colores. Era la vida que le ganaba a la muerte.
De mis viejos aprendí que el mundo necesita de cada uno de nosotros si queremos hacerlo más feliz para todos. Caminamos juntos los compañeros que luchamos por este sueño. En la escuela en la que trabajo como maestra, cada 24 de marzo hacemos memoria para construir futuro. Las nuevas generaciones nos interpelan, nos preguntan, quieren saber y hacer suya esta historia.
Lo único que nos queda de la casa de Viamonte es una cajita de cartón. Una cajita de zapatos talle 25. Allí tengo guardado el pañuelo blanco de una Madre que salió junto a otras a entregarse en una lucha desesperada. También algunas fotos: la de mi viejo enseñándome a caminar, la de mi mamá embarazada de Manuel, los originales de las imágenes que fueron bandera y una de las cartas de una mujer enamorada.
Cada vez que esa cajita se abre, nace un nuevo relato que le gana al silencio.
[1] N. del E.: Todos los asteriscos remiten al glosario que se encuentra al final del libro.
*En Huellas. Voces y trazos de nuestra memoria. Ciudad de Buenos Aires. Editorial El Zócalo, 2017.