Por Eduardo Luis Duhalde (junio 2009)
“Este compromiso, este riesgo asumido por el testigo, repercute sobre el testimonio mismo que, a su vez, significa algo diferente de una simple narración de cosas vistas; el testimonio es también el compromiso de un corazón y un compromiso hasta la muerte. Pertenece al destino trágico de la verdad”. Paul Ricoeur
La responsabilidad asumida por el Estado de dar asistencia a los testigos y querellantes afectados por la acción del terrorismo de Estado, implicó generar un mecanismo de respuesta, carente de antecedentes y al mismo tiempo sometido a fuertes tensiones, las más de las veces insoslayables. Una puesta en cuestión desde la práctica, de principios generales y de cuestiones específicas que es preciso revalidar y/o modificar, confrontados con los paradigmas éticos y también con una lectura político-jurídica en el más amplio sentido del término, en relación a los principios de Memoria, Verdad y Justicia.
La exigencia de un actuar independiente del Poder Judicial en la realización de un juicio justo, con el cumplimiento de todas las reglas del debido proceso y del respeto del derecho de defensa, no exoneran la responsabilidad pública de acompañamiento y protección de los que fueron víctimas del terror del Estado tras su asalto por quienes se instituyeron a sí mismos como dueños de la vida y de la dignidad de los ciudadanos, ofendiendo a la conciencia universal.
En general, los magistrados han comprendido la necesidad de este mecanismo de acompañamiento, en el marco de una asistencia que desde su perspectiva es un auxiliar de la justicia. Pero existen algunos jueces que en la aplicación mecanicista de la norma jurídica, obstaculizan la tarea de asistencia psicológica por parte de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación a los testigos-víctimas-ex detenidos-desaparecidos y familiares directos-, temerosos de que aquella asistencia pueda ser considerada por los defensores de los procesados como una forma de inducir en sus respuestas a los testimoniantes. Aplican así los mismos criterios que utilizan con el testigo del hecho criminal reciente, que por primera vez va a deponer y que sus dichos pueden sufrir influencias externas al proceso, por los cuales se los aísla y preserva.
Aquellos magistrados que obstaculizan la asistencia psicológica a las víctimas de la dictadura, parecen ignorar que los testigos de los juicios por crímenes de lesa humanidad llevan más de treinta años haciendo oír su voz ante foros internacionales y nacionales, en libros y notas periodísticas, y en cuanto lugar les fue posible contar lo vivido y sufrido, frente a la ausencia de un marco judicial donde hacerlo por la complicidad de la justicia argentina que declaró constitucionalmente válidas las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Y es precisamente este largo calvario el que los lleva, a muchos de ellos, a una profunda crisis emocional que aflora toda vez que deben volver a narrar su historia, que se agrava por la circunstancia de encontrarse en los estrados de los tribunales con los genocidas directos y tener que soportar, además, que los abogados defensores –en el cumplimiento de su trabajo profesional y las más de las veces sin ocultar su afinidad ideológica con los acusados– pongan en cuestión la veracidad de lo que es la tragedia de sus vidas y que los ha envuelto en ella desde los tiempos del terrorismo de Estado hasta el presente. A ello se suman por parte de aquellos magistrados dos cuestiones que subyacen en sus decisiones referidas: una, su desprecio por la psicología como ciencia (no obrarían así si el testigo tuviera una descompensación cardíaca y debiera llamarse a un médico cardiólogo a la sala de audiencia, como sucediera con Bussi) y en segundo lugar por su falta de compromiso con la historia de la impunidad en la Argentina, sin aceptar la responsabilidad de los tres poderes del Estado incluyendo el Poder Judicial -que ellos hoy integran- en haber protegido a los autores de estos crímenes aberrantes, durante décadas, prolongando la victimización de los que hoy cumplen con su deber de testimoniar.
El Gobierno Nacional, consciente de esta responsabilidad como grave deuda del sistema democrático, incluyendo la administración de justicia, no se desentiende de la necesidad de prestar asistencia y proteger la salud física y mental de dichos testigos.
Al dar cuenta de esta experiencia de campo que paralelamente obliga a ir elaborando el instrumental de abordaje frente a una situación inédita, conlleva una necesaria reflexión que obliga a adentrarse en su intertextualidad, que nos coloca en planos necesariamente simultáneos en tanto convergen en esta situación, pero que corresponden a distintos órdenes temporales, a diferentes quehaceres y a hermenéuticas diferenciadas.
El testigo ex desaparecido
Quiero en este trabajo, focalizar la mirada en el testigo ex detenido-desaparecido, que en la tipología de los testigos, aparece como el testigo esencial, con su narración especular. Aquél que puede introducir un rayo de luz en la tiniebla del horror y verbalizarla con el alto costo que tiene para sí y para su entorno.
Acto que implica un volver su cuerpo y su mente hacia atrás e interpelarse a sí mismo en voz alta en un espacio público, haciendo partícipe a los demás, de lo que de por sí forma parte de los recodos y pliegues más personalísimos e íntimos de su padecimiento. La superposición del pasado y el presente: el mundo concentracionario y la condición de testigo-víctima, el contexto del terrorismo de Estado y su representación hoy –esencializada en Julio López y las incesantes amenazas a todos ellos– en lo que va del horror vivido al miedo incierto de la represalia actual.
Al mismo tiempo, la violencia del recuerdo de su experiencia límite del horror y la deshumanización, junto al peso del mandato adquirido con los que no sobrevivieron, tensiona la necesidad narrativa –ese dar testimonio– desde la perspectiva del rol instrumental de la prueba en un proceso judicial, convertido en una ineludible potenciación de los efectos que aquellos padecimientos producen en su salud mental y física. La obligación de recordar, contrapuesta a la necesidad cotidiana de olvidar para no quedar atrapado de por vida en el campo de exterminio, como en un laberinto carente del hilo de Ariadna, aparecen así, dialécticamente contradictorias.
Lógicamente la compleja temática del testigo sobreviviente de los campos clandestinos nos introduce en otras perspectivas, que son algo más que escorzos o miradas diferentes de una misma realidad. El papel del testimonio ha sido preocupación filosófica al menos desde Platón y Aristóteles, y la cultura judeo-cristiana lo ha convertido en sustento profético de la verdad religiosa.
A su vez, el desarrollo del derecho, la limitación del poder, las reglas del proceso judicial, la carga de la prueba y el razonamiento crítico como metodología de elaboración de las sentencias, atribuyen un sistematizado papel al testigo en el juego de roles del proceso judicial, donde la citación para ese fin es una carga pública.
La genealogía del juicio a los represores
El contexto histórico-social, la construcción colectiva de la memoria, y el combate de intereses representados por los actores judiciales –básicamente entre acusados y acusadores– desmiente la pretensión judicial enunciada por el procesalista Francesco Carnelutti de que “lo que no está en el expediente está fuera del mundo judicial”, y desnuda el papel del proceso criminal, como arbitraje-legitimador de un conflicto más general, inmanente, que la sociedad mayoritariamente construye con el peso de su axiología, previa, durante y posterior a su tratamiento en los estrados judiciales.
Ello hace necesario formular algunas reflexiones e hipótesis en primer lugar de lo que está fuera de estos procesos judiciales por crímenes de lesa humanidad, pero que lo integra en tanto remite a situaciones y experiencias político sociales que en su contradanza antagónica se corporizan como un aparente conflicto intersubjetivo, entre el reo-represor y sus víctimas convertidas en testigos de cargo, quienes son los únicos que poseen la verdad esencial de lo vivido, aunque su posición se ha tornado diferente: el otrora dueño de los cuerpos y la vida de sus víctimas, está sentado en el banquillo de los acusados y mientras que aquellas personas cosificadas con sus capuchas y grilletes, y sometidas a su infinita deshumanización por aquél, reaparecen en un acto restituyente de su identidad y de su condición humana que les negara tras un número sustitutivo del nombre y el tormento brutal.
- El testigo ex detenido-desaparecido y las caracterizaciones conceptuales
No puedo ocultar mi resistencia a la generalización conceptual del testigo ex detenido-desaparecido, simplemente como “testigo-víctima” y la de su proceso vivencial narrativo de lo vivido en el campo, como “revictimización”. Ambas categorías, han sido impuestas por la ciencia del derecho y por la psicología, y si bien son correctamente descriptivas desde ambas miradas científicas, sin embargo, como representación significante, ofrecen reparos ideológicos.
El término genérico de “víctima” referido al ex detenido-desaparecido nivela sin gradación a todas las víctimas, las que en el caso judicial denotan a todas aquellas personas que han sufrido un menoscabo a través de la comisión de un delito. En este tipo de procesos, la condición de “testigo víctima” va desde aquél familiar que quiso impedir el secuestro y fue golpeado con saña para apartarlo, hasta a quien llegó a estar cuatro años secuestrado, por ejemplo, en el centro clandestino de detención y exterminio (CCDE) de la ESMA. (Originariamente en el tiempo, las organizaciones de derechos humanos utilizaban el término de “afectados” en lugar de víctimas, tal vez más apropiado, pero el participio del verbo afectar, también generalizaba los distintos tipos de afectados, llegando al mismo resultado insuficiente).
La generalidad de la conceptualización, por la opacidad del concepto, cuando se trata de sobrevivientes de los centros clandestinos, termina siendo involuntariamente piadosa con el criminal juzgado, al licuar el registro de la historia. El lenguaje así, oscurece la realidad y rompe la relación entre el significante y el significado. Impide –más allá de los buenos propósitos– la correcta representación simbólica: decir simplemente “testigo-víctima”, carece de la contundencia de llamarlo por su verdadera condición: “testigo ex detenido-desaparecido”. Esta última, además, remite a otros anclajes de la memoria: al centro clandestino de detención y exterminio y a los millares de detenidos desaparecidos, no aparecidos y asesinados y a las luchas sociales donde aquellos estaban insertos al momento de su secuestro.
El mero señalamiento del ex detenido-desaparecido como “testigo-víctima”, (aunque se corresponda con la relación subjetiva con su o sus verdugos) sin explícita mención a su condición de ex prisionero de un centro clandestino, disfuma el sentido del mundo concetracionario como actitud –feroz y brutal– eminentemente política que busca destruir a partir de la reproducción del modelo del campo, el disciplinamiento y dominación del conjunto de la sociedad que saben mayoritariamente adversa. No debe producirnos escozor el uso del término político para caracterizar la motivación del terrorismo de Estado, puesto que el intento de exculpación de sus autores escudados en el supuesto “bien público que perseguían”, cae ante la comisión de delitos de lesa humanidad masiva y sistemáticamente ejecutados con ferocidad y alevosía, por parte de agentes del Estado, que convierten aquel abyecto plan político y económico de dominación, en gravísimos delitos imprescriptibles, que deben ser juzgados como tales.
En páginas esclarecedoras, el filósofo Alain Badiou, ha criticado la categoría aparentemente objetiva de “víctima”, que convierte en “natural” dicha condición en relación al padecimiento, ya que al sustraerle su condición política, no hay otro móvil visible que el sadismo del verdugo, el goce del sufrimiento infligido por el sufrimiento mismo.
Sostiene Badiou:
“(…) el estado de víctima, de bestia sufriente, de moribundo descarnado, asimila al hombre a su subestructura animal, a su pura y simple identidad viviente (…) Ciertamente, la humanidad es una especie animal. Es mortal y predadora. Pero ninguno de estos roles pueden singularizarla en el mundo de lo vivo (…) es siempre por un esfuerzo inaudito, saludado por quienes son testigos de ese esfuerzo, que provoca un reconocimiento radiante, como una resistencia casi incomprensible, en ellos, de aquello que no coincide con la identidad de víctima. Ahí está el Hombre, si nos ponemos a pensar: en lo que hace, como dice Varlane Chalamov, una bestia resistente de otro modo que son resistentes los caballos, no por su cuerpo frágil, sino por su obstinación a seguir siendo quien es, es decir, precisamente otra cosa que no una víctima, otra cosa que un ser-para-la-muerte, y por lo tanto: otra cosa que un mortal.”
La capacidad del detenido-desaparecido para no responder a los mandatos del terror, para no conformarse en ser víctima, no debe ser excluida del análisis; ya que, en la exclusión de la noción misma de la opresión y de la naturaleza política de los cuerpos resistentes, desaparece también la condición política emancipadora de esa resistencia opuesta. Así recupera el detenido-desaparecido su condición de sujeto y no como simple expresión categorial.
Los represores terroristas de Estado percibieron este carácter resistente, de cuerpos ofensivos, y trataron de destruirlos en una lucha que estaba “más allá o más acá de la muerte” en palabras de Massera (2-ll-76). Enseñanza del sistema de producción del Holocausto aplicada por los constructores del Estado terrorista argentino, “el dominio producido sobre la sociedad en su conjunto con el mecanismo sistemático de la desaparición, produjo el poder absoluto de la vida y la muerte, bajo la utilización del modo privilegiado del terror que implica el ocultamiento de los cuerpos vivos y de los cuerpos muertos. Ocultamiento que halla su eficacia a condición de dar a ver ese poder. Se trata del específico modo de procedimiento genocida, de ocultar a la vista de todos” como con admirable precisión ha señalado en un anterior trabajo Fabiana Rousseaux.
Es que sería una simplificación, pese a su política masiva y sistemática de exterminio, reducir su caracterización a una “máquina de matar”. Fue eso sin lugar a dudas, pero también, en su fin último, un sistema de dominación y control absoluto de la sociedad, donde la muerte –el crimen horrendo, previa tortura, seguido de la desaparición de los cuerpos– fue el instrumento eficiente y multiplicador para aniquilar en sus efectos expansivos toda resistencia o contestación social (recordemos la imagen de León Rozitchner: “…para destruir el cuerpo social, había que destruir los cuerpos individuales”). Y precisamente, su efecto disciplinante, exigía que trascendiera lo que ocurría en el campo más allá de sus muros.
De allí también la necesidad de que hubiera sobrevivientes entre las víctimas, cuya liberación asegurara su trascendencia exterior, aunque también la existencia de aquellos respondía a otra lógica entrecruzada: la del mesianismo envanecido; si su única capacidad de decidir era la de matar, no podían sentirse más que “semi-dioses”. Ser “Dios” –como les gustaba calificarse a los oficiales de los Grupos de Tareas- implicaba la posibilidad de decidir no sólo la muerte, sino la vida. Tampoco se trataba simplemente de matar a los que no se doblegaban y dejar vivos a “los colaboracionistas”, puesto que esa práctica mecanicista les restaba condición de omnipotencia, ya que en ese caso era la propia víctima quien elegía su camino. Ser Deidad implicaba el ejercicio de la arbitrariedad: para ello, disponer la continuación de la vida de aquellos cuya rebeldía no había sido quebrada, era tan indispensable como la muerte de prisioneros cuya integridad no había resistido las torturas, y había sucumbido a las exigencias de colaboración.
Para que esa transmisión extramuros fuera eficaz en la construcción de los círculos ampliados de la dominación social, era además indispensable, la liberación de ex detenidos-desaparecidos que no hubieran producido una “ruptura” con su ideología y su propia historia personal, lo que legitimaba la veracidad de la narración de lo vivido y sufrido. Alguien puede preguntarse si aquello no era peligroso, tal como se está viendo en los juicios del presente, para la impunidad posterior de los represores que ordenaban su libertad. La respuesta es casi obvia, aquellos genocidas ensoberbecidos, jamás se imaginaron derrotados y dando cuenta de sus actos ante la justicia democrática.
Para los que diseñaron el modelo del Estado terrorista, cada cuerpo del detenido, de la detenida, les recordaba que no eran simples víctimas, sino, como señala Badiou, “cuerpos políticos”, posicionados no al interior del campo clandestino sino en el espacio social. Por eso había que destruirlos a todos, a la gran mayoría mediante el asesinato seguido de la desaparición de sus restos, y a los menos destruyéndolos psíquicamente, y conservándolos vivos como “memoria viviente” de lo que les sucede a quienes osan desafiar el orden de dominación.
Se equivocaron los terroristas de Estado, ni los desaparecidos asesinados “simplemente dejaron de estar” como afirmaba Videla, sino que adquirieron una inconmensurable fuerza identitaria, ni los desaparecidos sobrevivientes se dedicaron a recorrer el mundo, practicando un victimismo tendiente a despertar la conmiseración y el gesto piadoso, mediante una exposición ritualizada de su sufrimiento, que en su envés ratificara el carácter victorioso y a modo aleccionador, la capacidad repetitiva del modelo concentracionario. Por el contrario, desde hace más de treinta años, vienen haciendo un señalamiento de los represores buscando su condena por la justicia y ayudando a crear la memoria histórica de lo sucedido para que nunca más vuelva a suceder.
Entender esto, podría hacerle comprender a los genocidas, cómo, después de considerarse los victoriosos triunfadores de la Tercera Guerra Mundial, hoy han quedado reducidos a luchar por no terminar sus días en el penal de Marcos Paz, sino en el arresto domiciliario, situación exteriorizada por Bussi llorando en audiencia pública por su poder perdido.
En síntesis, sí, los detenidos-desaparecidos son víctimas, pero como sobrevivientes de una experiencia límite cargada de significados, que debe ser señalada toda vez que se haga alusión a los mismos.
Igualmente debo explicar, como he adelantado, mi observación al uso del término “revictimización”, ampliamente generalizado por los operadores en derechos humanos, para expresar el estado de alteración y desestabilización emocional que inexorablemente conlleva tener que reproducir en su testimonio judicial lo sufrido por sí y por los restantes cautivos, en el proceso llevado a cabo por sus verdugos, tendiente a la destrucción de la identidad y dignidad humana en el campo clandestino.
Mi objeción a calificar como “re-victimización” el efecto de comparecer al juicio de los testigos ex detenidos-desaparecidos, está en que decir “volver a victimizar” da, aunque ello no es el efecto buscado con tal conceptualización, dos ideas equivocadas: la primera y más grave es que la originaria victimización propia de la condición de detenido-desaparecido, cesó con su aparición y puesta en libertad. La segunda que el testimoniar tiene el mismo resultado que haber estado en el campo clandestino.
En cuanto a la primera idea equivocada que se transmite con tal conceptualización al receptor desprevenido, es que ha existido un corte temporal entre la victimización represiva del campo, y el hoy, donde aquella victimización retorna consecuencia del saber que deberá testimoniar y por el acto en sí de hacerlo, mediante la rememoración de lo sufrido.
Frente al concepto “revictimizar”, aunque lo usen por la amplia difusión del concepto, los profesionales de la salud mental conocen que contradice su propia verificación clínica: en su función de analistas y terapeutas saben que los ex detenidos-desaparecidos llevan indelebles las marcas de lo vivido, como víctimas agudas de una situación que nunca llega a ser pasado y que los acompaña a lo largo de su existencia post-campo. Mucho más que huellas que quedan como marcas de una historia. Aquello que expresivamente he escuchado decir a un sobreviviente de Auschwitz: “Uno no termina nunca del salir de aquel infierno”. Cualquier episodio, hasta el más inocente acto cotidiano, puede tener en un instante el efecto regresivo del “juego de la oca”: hacerlo retroceder hasta el campo clandestino.
Reparemos en los dichos de una ex desaparecida del campo de La Perla: Ana Mohaded, docente de la Universidad Nacional de Córdoba, que en un trabajo, “Relatos de no ficción”, incluye bajo el título de “Volver a los 17”, su experiencia por tratar “después de los cincuenta” de reconciliarse con aquella imagen juvenil que atraía las miradas masculinas, decidiéndose no sin vergüenza, a concurrir por primera vez a un instituto de belleza:
“(…) Unas jovencitas fisioterapeutas (…) me condujeron a una sala blanca iluminada con camillas, sábanas blancas toallas, lustrosos aparatos con teclado y pantallas de códigos binarios. Acostada me pusieron unas fajas negras en los gemelos, otras en los cuádriceps y unas terceras en las caderas. Dentro de ellas, cerradas con abrojos, agregaron unas almohadillas humedecidas con un líquido anticelulítico y algo más (son multifuncionales). En minutos más formaría parte de ese mundo al que siempre había mirado con sorna. (…)
“La señorita me avisó que sentiría un cosquilleo, cuando el aparato empezara a trabajar con un efecto de drenaje linfático, y no recuerdo que otra cosa (…) Ahora le subo para que empiece a actuar”, dijo la chica. Y se me acabaron las especulaciones. Una sensación terrible me sacudió desde el núcleo mismo del cuerpo, desde el fondo del alma, en el punto en que la carne está cruda y con sangre… no entendía nada… “
¿Qué era eso? Las lágrimas me desbordaron.
“Todo se mezcló de golpe. Las fajas negras, las correas que me ataban en la tortura; la camilla con sábanas blancas, la cama de hierro a la que me amarraban desnuda. Por favor ¡sacame esto! Un sollozo incontrolable, irracional, que no lo vi venir, me atropelló sin poder disimularlo. ¡Pará eso, por favor! La sala limpia e iluminada no era el campo de concentración, no estaba en La Perla, lo sabía, pero de pronto me habían llevado de los pelos, arrastrándome como hacía treinta años, a la picana eléctrica. Las chicas de guardapolvo celeste me miraban sin entender, yo sentía –en alguna dimensión que ellas no veían- a Barreiro, Manzanelli, Vergara, al Chuvi, saltando una danza macabra con los cables pelados, gritando ¡Casas! ¡Citas! (qué te pasa, ¿estás bien?) ¡Danos casas! ¡Citas! Dale, metele más. A estos subversivos hijos de puta los matamos a todos (ya la apagué ¿querés que te ayude a sentarte?). Me muero. Los cables pelados en el pecho lastimado, en la cadera agujereada, en las piernas quemadas. (¿Querés un vaso de agua?). El cimbrón viene del centro del cuerpo, la electricidad me aturde, me rompe por dentro, como si un auto a gran velocidad me chocara internamente desde los brazos a los tobillos, machucándome. Me muero. (¿Querés que llamemos a un médico?). Paren que se nos va. Pará. Dejala ahora. Después seguimos. (Las lágrimas tengo que esconderlas).
“¿Estás bien? Sí. Estoy aquí. Tres o cuatro jovencitas a la vuelta. Sí gracias. No es nada. Ya se me va a pasar. Perdón. Voy al baño. ¡Qué boluda! ¿Qué les digo? Con qué cara me miraban (…)
“Salí despacito, pensando y queriendo entender lo que me había pasado. Me acordé de un tipo que daba un curso del PNI (Programación Neuro-Lingüística) que me dijo “el cuerpo tiene memoria”, para explicar que si uno aprende a bailar, a nadar o a manejar sin ejercitarlas, esos datos quedan como huellas, marcas que están allí, y aunque pase mucho tiempo aparecen si se las llama por algo. Aunque no las pensemos, aunque no seamos conscientes de un orden racional, el cuerpo reacciona trayéndolas.
Atravesada por un viejo dolor osamental, otro memorial, y otros más por las actualizaciones irreversibles de ellos, me fui caminando a la reunión del Consejo. Al final no llegué. Me quedé sentada frente al Pabellón Residencial, en una lomadita que permite mirar lejos (…)”
Imputar a la condición de testimoniante el carácter revictimizador, soslaya operar sobre la concientización del acto con respecto al testigo, en lo que tiene de reparador de su dignidad humana avasallada y el restablecimiento de un orden moral: el reconocimiento de sus padecimientos por el órgano específico del Estado (el Poder Judicial) y la condena de los criminales responsables de aquellos delitos de lesa humanidad.
Es preciso rescatar ante el ex detenido-desaparecido la importancia de la reparación simbólica del acto judicial de la sentencia, sustentado en la credibilidad de su testimonio, sabiendo de todos modos, que éste no devuelve la vida a los asesinados ni borra los padecimientos sufridos por el testigo, pero que adquiere un carácter esencial de restablecer principios lógicos, éticos y jurídicos, referidos al mundo concentracionario, que restituyen su centralidad a la razón asaltada, suspendida por la impunidad de que han gozado hasta el presente aquellos genocidas. De lo contrario, si se lo visualiza como un acto revictimizante o como un “simple ajuste de cuentas”, la desproporción entre la dimensión del crimen colectivo, con la sanción posible, neutraliza el efecto reparador de la sentencia y aumenta la desazón y la frustración del testigo-víctima sobreviviente del campo de exterminio.
- Los protagonistas del proceso penal
Ni uno, el ex represor, ni el otro, el ex secuestrado, más allá de su voluntad pueden torcer el papel histórico que les correspondió en el momento de los hechos (ex represor y ex secuestrado, considerados desde la temporalidad que los conjugó hace más de tres décadas en el lugar concreto represivo, no desde sus identidades sustantivas, que trascienden toda finitud).
Tampoco pueden evitar las consecuencias históricas del destino prefijado voluntariamente por cada uno en el tiempo previo a que la realidad los pusiera vis a vis, aunque en una relación opuesta y absolutamente desigual: la del verdugo, formando parte de las estructuras represivas estatales asumiendo una práctica masiva ilegal, y las de sus futuras presas inermes, con la asunción de un compromiso político social. No fue la moira griega, un destino ineludible, que los llevó por esos derroteros, sino un acto volitivo o si se quiere, un impulso vital e ideológico, propio de su “visión del mundo”.
El uno en ser un represor, el otro en ser un ciudadano comprometido con una realidad que cuestionaba como tal y que deseaba cambiar con su práctica social.
Ambas determinaciones tenían sus riesgos objetivos, aunque no fueran percibidos en aquel tiempo. La del represor, la de llevar encima y de por vida su condición criminal, y la posibilidad de tener que dar en algún momento cuenta de sus actos y recibir las sanciones penales del orden jurídico avasallado. Las de los hombres y mujeres que se convertirían en víctimas, precisamente los riesgos de serlo, y arrastrar de por vida –sino la perdían– las marcas imborrables de su paso por el mundo concentracionario en su condición de ex detenidos-desaparecidos aparecidos.
Así se prefiguraron las dos identidades esenciales que forman parte de su recorrido vital: la del represor y la del militante (en todas las variantes de su compromiso social), aunque en el presente sólo expresen conductas del pasado. Su presencia conjunta hoy, en el proceso judicial específico, dependió de una circunstancia fáctica operada en un instante y que podría o no haber sucedido: la captura, vista desde los ojos del represor, la caída, desde la mirada de la víctima. Pero a partir de este acto contingente, ambas identidades esenciales devendrán en el centro clandestino de detención y exterminio, en el comienzo del acto significante que los determinará por el resto de sus existencias: la condición de verdugo concreto de aquél y la de víctima concreta del secuestrado. Las que en el presente se expresan, en el caso del represor en su calidad de acusado procesado judicialmente y la de su presa de entonces, en la de querellante o testigo de la acusación. No son roles ficcionales puesto que la presencia del acusado y sus acusadores en el proceso judicial aparecen recíprocamente necesarias, porque inicialmente hubo un acto contingente, la captura de las víctimas y a partir de allí, éste y otros acusados fueron culpables de innumerables iniquidades y hechos atroces cometidos contra ellas.
Estas presencias constitutivas del campo, contingentes en su subjetividad, no lo son en la elaboración de ambos prototipos. Hay un largo trabajo de formación de los verdugos y de la técnica concentracionaria, que conlleva también una paciente construcción de la víctima: el detenido-desaparecido, a partir de la construcción del otro negativo al que se elimina por la vía concentracionaria (Feierstein). Si bien el terrorismo de Estado se escuda en la metáfora del “subversivo”, Videla, en diálogo con los periodistas, puso en su momento, las cosas en su lugar: “Un terrorista no es sólo alguien con un revólver o una bomba, sino también aquél que difunde ideas contrarias a la civilización occidental”. Con esta definición gran parte del cuerpo social cabía por las puertas de los centros clandestinos. Bastaba con descorporizarlos en su humanidad, previamente, apelando a la biología microbiótica, definiéndolos como “el germen de una enfermedad”, “una infección contagiosa que era preciso extirpar”, etc.
Claro está que la situación al interior del centro clandestino era muchísimo más compleja que el discurso externo justificador. No hay campo sin verdugos, pero tampoco hay campo sin prisioneros. Ambas identidades fueron insustituibles, en la construcción del sujeto colectivo “campo”. La singularidad del verdugo queda expuesta ante el prisionero, pero también la singularidad de éste, lo hace frente a aquél, de distinta y opuesta manera de exponerse ante el otro, porque lo que los diferencia, precisamente es su singularidad sustancial irreductible. Ahora bien, la pretensión de autenticidad de ambos tiene escenarios diferentes. La del verdugo represor, se expresa en la exterioridad de su brutalidad asumida; la del militante prisionero, en su integridad interior que exige el disimulo con su pasividad externa, como condición de supervivencia y que se comunica a los otros prisioneros en señales de resistencia, que por ser comunes a ellos, son inequívocas e indispensables para atestiguar el necesario juego de roles, donde deben pagarse las consecuencias que se asumen.
La lucha contra las marcas indelebles del campo de exterminio: la memoria de los cuerpos
Cuando se habla de marcas en términos psicológicos, no se refiere a los rastros físicos del paso por el campo; por otra parte, y tras más de tres décadas, no hay habitualmente heridas cicatrizadas y visibles de las muñecas y tobillos otrora lacerados por las esposas y grilletes, tampoco hay números grabados en la piel como en los campos nazis, tal vez sólo una herida de bala que dejó su huella al capturarlo.
Son otras las marcas de referencia y estas sí tienen el carácter indeleble. Si la persona humana es la sumatoria de su cuerpo y su psique como una entidad indivisible, las marcas psíquicas son también parte del cuerpo maltratado, vejado, violado, del prisionero ex detenido-desaparecido. Aquellas marcas psíquicas se traducen no sólo como daño en su salud mental, sino también en el funcionamiento de los cuerpos desgastados por lo sufrido que da lugar a enfermedades crónicas, o algunas específicas de aquellas somatizaciones. La cultura occidental tiende a establecer una dualidad en la concepción del cuerpo en relación a la persona humana. Por eso es habitual decir “mi cuerpo” como si la identidad personal estuviera más allá de él. Por el contrario, la valorización del cuerpo en las últimas décadas acentúa esa unidad.
Las marcas o huellas internalizadas, toda vez que alguna situación opera como disparador en el inconsciente del detenido-desaparecido, afloran con el efecto reminiscente de una de las formas específicas del padecimiento sufrido, resultando incontrolables o exigiendo un enorme esfuerzo para su control.
El cuerpo de los secuestrados es el primer dominio que los represores obtienen en el campo, con su captura y precisamente es a partir de él y de la utilización de la producción de dolor como arma, que se busca el dominio de la voluntad del detenido-desaparecido, tratando de quebrarla, en un proceso sin límite de tiempo. Concluida la premura primera por extraerle información, se iniciaba en plano más profundo el modelo desintegrador con cada uno de sus actos reglados, pautados, estudiados y practicados (a veces en distintos momentos y territorios: en Argel, Vietnam, Escuelas de las Américas de Estados Unidos o en las propias estructuras represivas argentinas). La ESMA y La Perla son los modelos más acabados que conocemos, por la existencia de un mayor número de sobrevivientes, aunque éste es exiguo en relación a la cantidad de seres humanos detenidos-desaparecidos que pasaron por ellos.
La gran angustia y desesperación de cada detenido-desaparecido fue, dentro del campo, no poder comprender en su totalidad la lógica concentracionaria, de modo de ajustar su conducta a una previsibilidad de los actos de los represores. Estos muchas veces eran deliberadamente contradictorios: a una sesión de tortura feroz, podía seguir reunir a los prisioneros para escuchar misa o asistir a la exhibición de una película comercial en el mismo lugar. El hecho de que cada prisionero tuviera “un dueño de su vida”, el oficial a cargo, que ora se mostraba inflexible, ora comprensivo, era un elemento permanente de desestabilización.
Cada día, el detenido-desaparecido debía, consciente o inconcientemente, elegir objetivamente tres opciones de conducta: la heroica, que ineluctablemente provocaría su rápido asesinato; la resistente pasiva aceptando ser mano de obra esclava; y la del colaboracionismo activo. ¿Dónde estaba el límite difuso de cada una de ellas en esta trilogía, entre la ética y la salvación? Ni siquiera el colaboracionismo activo aseguraba la vida, como ya he señalado.
Por otra parte, el detenido-desaparecido no tenía la cosmovisión del campo, sólo una mirada acotada. Imposible saber qué pasaba más allá de sí. Carecía del dominio de los hechos globales en el prisma de percepción de lo que ocurría. Esa visión fragmentada le impedía posicionarse frente a la realidad concentracionaria. La que además tenía condicionamientos que el prisionero no podía prever (por ejemplo, un atentado externo contra un jefe militar, ponía en peligro grave la vida de quienes estaban cautivos, como sucediera en la Masacre de Fátima, con el asesinato masivo de prisioneros como escarmiento).
Entre la perversión del modelo, su angustia permanente, la vergüenza de la propia degradación física a que era sometido, y el sufrimiento psíquico no sólo propio sino el de sus compañeros de horror, no es de extrañar que a poco la anomia fuera ganando a muchos de ellos.
El aislamiento creaba el “efecto del submarino”, la realidad se había acotado a ese hábitat del horror: era el dominio cerrado de los represores, donde los valores del prisionero sufren también ese condicionamiento. Al ingreso, todos los represores son la encarnación del mal. Luego, la contingencia cotidiana, lleva distinguir entre los verdugos, a “los malos” y a “los buenos”. Un pequeño gesto de humanidad, capaz de devolver por un instante la condición humana negada, hace que el prisionero genere una corriente de empatía con éste o aquél de sus carceleros, por encima de las responsabilidades colectivas de todos ellos.
Ello también complejiza las relaciones en el campo, que superan la dicotomía hegeliana de la relación amo-esclavo y que en algunos sobrevivientes es vivida tras el fin del cautiverio con el peso de la culpa. Ella se potencia como elemento desestabilizador a la hora del testimonio judicial, como el fin del largo proceso de devolver a todos los represores su insoslayable condición de asesinos.
Esa culpa específica, que no está referida a ninguna forma de colaboracionismo político-represivo en las relaciones interpersonales en el campo, ha atormentado el post cautiverio de algunos sobrevivientes y en la tarea profesional de acompañamiento y contención es preciso tenerlo en cuenta, para poder pasar del concepto generalizador de ex prisionero detenido-desaparecido, al particularizado de cada historia de vida en el campo de detención ilegal, incorporando las claves para comprender la producción de la angustia.
En estos treinta años de diálogo personal con los sobrevivientes he escuchado narraciones que destruyen todo esquematismo.
En todos los casos no se debe perder de vista, que la condición de cautivo no fue querida por ningún prisionero, que todos ellos son víctimas, en el amplio arco que tiene en un extremo al “héroe épico” y en el otro al “traidor a sí mismo” (aquél que pasara al bando represor, negando su propia historia), pero que se compone en la curvatura del arco, de millares de hombres y mujeres, puestos en las mayores y constantes límites a que puede ser sometido un ser humano y que recorrieron ese camino bajo la sombra de Tánatos, como una patrulla perdida pero sin voluntad de capitular sus pulsiones de vida, luchando contra una anomia ad nauseam, en el medio de la crueldad de un escenario inimaginable desde la razón.
El escenario judicial y la dinámica del proceso judicial
El juzgamiento de lo sucedido en una época a través de una situación planificada de múltiples hechos sistemáticos, fragmentadas en cientos de procesos, no busca alcanzar la verdad en tanto conocimiento absoluto, busca sí la representación convincente de la realidad de lo ocurrido, como verdad simbolizada que exige ser descifrada. En dichos procesos, el testimonio de las víctimas sobrevivientes cumple un rol central, que transmite la producción de sentido, que trasciende el acontecimiento relatado. El eco del testimonio es el desplazamiento de sentido, que mediante el mecanismo de la repetición de situaciones, de secuencias de acontecimientos narrados, hace comprensible el conjunto. El tiempo del relato es el tiempo público del proceso, pero a su vez, tiene una intra-temporalidad que une el pasado, el presente y el futuro.
El testimonio comenzó en el campo de exterminio expresado en la voluntad de sobrevivir para dar razón de lo sucedido, y no concluye en el procedimiento judicial, se integra en la construcción de la memoria histórica, como producto colectivo con proyección de futuro.
Además, hoy es posible esta normalización de situaciones, yendo de la casuística a la generalización, porque la época en que sucedieron los hechos, ya ha sido globalmente condenada por el consenso mayoritario de la sociedad, precediendo al juicio legal.
La hermeneútica testimonial
La práctica criminal sistemática del Estado terrorista argentino, fue construida a la sombra de Auschwitz: instrucciones regladas, similares al contenido de los decretos nazis de Noche y Niebla legalizando el terror clandestino, los campos de concentración, el proceso sistémico de destrucción de la condición humana de las víctimas como una suerte de ritual expiatorio a que las sometieron y la producción de la muerte con el asesinato final de millares de secuestrados, forman parte de nuestra historia aún reciente y en carne viva. Donde lo oculto e ilegal es la regla perversa, la probanza se torna siempre limitada por cuanto la víctima-testigo carece de la visión de conjunto totalizadora del mundo concentracionario. Muchas veces no hay otras pruebas que su propia palabra.
Pero también el testigo ex detenido-desaparecido tiene otras limitaciones narrativas de igual género que los sobrevivientes del Holocausto: no alcanzan todos y cada uno de los detalles materiales para transmitir lo vivido. No alcanza la suma de los dichos de todos los sobrevivientes. No hay forma de representar en nuestra mente la dimensión del genocidio perpetrado. No hay investigación histórica ni judicial que pueda reflejar el dolor y el sufrimiento de millares de personas en el largo descenso a los infiernos, en su casi totalidad, camino a la solución final, porque no es posible describirlo con palabras, aún las más precisas y exactas.
¿Cómo reproducir los ayes y gritos desgarradores en el silencio de la madrugada, provenientes de las salas de torturas, ni la introyección que ello producía en cada uno de los secuestrados? ¿Cómo transmitir el efecto destructivo de ver retorcerse de dolor en sus convulsiones agónicas al prisionero del camastro contiguo, hasta fallecer sin atención? ¿Cómo socializar en el relato, el miedo y la angustia, escuchando los números identificatorios de la lista de los que iban a ser traslados ese día, camino de los vuelos de la muerte, y saber que a la semana siguiente, volvería a repetirse dicha escena? ¿Cómo describir el dolor y la impotencia al escuchar las risotadas de los verdugos que violaban en conjunto a una prisionera? ¿Cómo reproducir el llanto de una parturienta despidiéndose de su hijo recién nacido, apropiado como botín de guerra, sabiendo además, que allí comenzaba su camino hacia la muerte? ¿Cómo explicar qué grado de negación de la condición humana implicaba para el prisionero verse obligado a hacer sus necesidades fisiológicas en su propia ropa durante días, sin poder higienizarse? ¿Cómo representar los olores nauseabundos del largo hacinamiento de los prisioneros? ¿Cómo transmitir estas vivencias límites con palabras?
Rara vez y no a través de la oralidad judicial, sino en algún testimonio escrito a poco de salir del campo, sin la presión del deber ser narrativo, algún sobreviviente de los CCDE ha podido expresar con su lenguaje la situación límite del horror concentracionario.
También hay otro tipo de limitaciones que se hacen palpables en el proceso: los límites que le generan los interlocutores a la víctima, que ésta ha verificado en estas tres décadas de caminar acompañado por el carácter fantasmal de lo vivido. Estas vallas han ido “empobreciendo” su discurso narrativo, porque nadie o muy pocos, están dispuestos a escuchar todo. ¿Cómo hacer, para lograr el oído atento para receptar aún en la insuficiencia de su relato de lo sufrido, aquello que se torna insoportable de escuchar y que no sea considerado con liviandad como “un golpe bajo” que agrede las conciencias impolutas?
Por último, los ex detenidos-desaparecidos también se han autoimpuesto en sus relatos omitir los detalles de las torturas y padecimientos a otros prisioneros, que finalmente no conservaron sus vidas, por respeto al dolor de sus familiares, pero que integran su memoria imborrable.
Creo necesario apuntar aquí, además de lo dicho, una ajustada observación de Ana Longoni en su trabajo “Traiciones”, aunque ello no implica compartir la generalidad de la perspectiva de esta autora: la palabra del sobreviviente, estorbaba y lo sigue haciendo, “en la medida que su relato presentaba un panorama mucho más complejo que el del mito heroico”.
En el interlocutor, hacerse cargo de esa complejidad, exige el esfuerzo intelectual y emocional de, al menos por un instante, transponer los umbrales del centro clandestino. La lógica perversa del mundo concentracionario es imposible de percibir desde una exterioridad.
El juicio como disputa histórica
Jacques M. Verges, el célebre abogado francés, que a lo largo de los años lamentablemente fue abandonando su compromiso ético en aras de una objetivación del rol profesional del abogado defensor, en un brillante trabajo anterior, a fines de la década de los `60, elevó a categorías teóricas las distintas estrategias judiciales en los procesos originados en situaciones políticas.
Según Verges, hay dos grandes divisiones en las estrategias en juego en este tipo de procesos: la de los juicios de connivencia, por un lado y por otro, la de los juicios de ruptura. Corresponde a la defensa del o los imputados, la determinación de uno u otro carácter.
Procesos de ruptura y procesos de connivencia no son sino esquemas. Nunca es fatal la ruptura, raras veces es perfecta la connivencia: jamás hay resignación sin mácula de rebeldía.
Todas las características de los procesos de connivencia están dominadas por la necesidad fundamental de respetar el orden establecido, el acusado se declara no culpable y niega los hechos, o bien, acepta la autoría, y alega en su favor circunstancias excepcionales exculpatorias.
La ruptura trastorna toda la estructura del proceso. Los hechos pasan a segundo plano así como las circunstancias de la acción; en primer plano aparece bruscamente la impugnación total al orden público. En la mayoría de los procesos de ruptura, la defensa persigue, más aún que la absolución del acusado, sacar a luz sus ideas. El proceso de ruptura es abiertamente político.
Dos ejemplos de procesos históricos de ruptura son el de Sócrates y el de Fidel Castro por el asalto al Moncada. El primero inicia su alegato diciendo: ”Varones atenienses estoy en estos momentos, muy lejos de defenderme a mí mismo, aunque alguno tal vez lo crea; a vosotros estoy defendiendo!”. Sócrates prefirió la pena de muerte antes que pedir clemencia a un tribunal que no reconocía como tal. Fidel Castro a su vez, tras hacer en su alegato el proceso a la dictadura de Batista, se hizo cargo de haber comandado el asalto al Cuartel del Moncada, con una frase que ya es parte de la memoria del siglo XX: “¡La historia me absolverá!”
Entre estos dos grandes modelos procesales de connivencia y de ruptura, la combinación de sus características da lugar a varias subcaracterizaciones.
La dinámica del proceso oral, con la inmediatez pública de su desarrollo, se traduce en un juego de inteligencia y de astucia donde querella y defensa tratan de derrotar a la otra parte, llevando al convencimiento del tribunal que la razón está de su lado y más allá de los argumentos convictivos de ambos alegatos, los dichos de los testigos resultan esenciales a la hora de la sentencia.
A la parte actora, es decir, al Ministerio Público y la querella, le corresponde el onus probandi, la carga de la prueba de la responsabilidad criminal de los juzgados en la causa.
Los juicios a los terroristas de Estado en nuestro país, no escapan a estas premisas. Forma parte de la lógica de los procesos por crímenes de lesa humanidad en la Argentina, que el reo frente a sus víctimas de entonces intente deslegitimarlas, quebrarlas emocionalmente, llegando a querer complicarlas con su propia criminalidad, haciéndolas aparecer que están vivas porque fueron “colaboradores”. Reproduce la lógica del terror donde lo “natural” es la muerte y lo excepcional es la vida, lo “normal” es la desaparición de los cuerpos y lo irrelevante la angustia durante décadas de los familiares por saber, produciendo la profanación sistemática de los sentimientos considerados sagrados por nuestra sociedad.
Los abogados defensores, además apelan a este tipo de argumentos, frente a la incontrastable contundencia del testimonio de los ex desaparecidos por un lado, y por otro, para ocultar con el efectismo de la imputación al testigo, su torpeza profesional manifiesta en la mayoría de los procesos ya realizados.
Ello, como parte del esfuerzo desembozado de intentar un contra-juicio a las prácticas políticas y sociales de sus víctimas, justificatorio de una supuesta “guerra a la subversión” metodológicamente caracterizada como “guerra no convencional” legitimando el crimen sistemático y masivo, calificado por estos como “bajas en combate”. Intento de traslación por deslizamiento argumental de la responsabilidad histórica al testigo-víctima como causa eficiente del resultado muerte. Estos ex represores, incapaces de un gesto de grandeza –por otra parte inimaginable en sus almas muertas de reconocer y dar detalles de sus acciones criminales entre ellos el destino de los cuerpos, si como dicen fueron “necesarias y justas”. Por el contrario, porque su envilecimiento no tiene límites, dicho con palabras de Verges, “en estos procesos de falsa connivencia o de ruptura no confesada, fingiendo aceptar la ley y la moral, e incluso defenderlas, demasiado prudentes para obrar al descubierto, cubren su rostro de hierro con la máscara de la ley” para ocultar su condición de criminales.
De allí que resulta esencial la comprensión previa de ello por el testimoniante para que llegue armado política y emocionalmente, sin esperar la pacífica anuencia de sus ex verdugos y de sus letrados defensores. Será el testigo-víctima parte esencial de un combate por la verdad y la justicia que se libra en los estrados, en el que no se discute el pasado sino el presente, porque la presencia de los represores como seres vivos y portadores del discurso de la muerte, da contemporaneidad al debate y lo que está en cuestión es la legitimidad o ilegalidad de su obrar y de su repetición, en función del futuro colectivo.
No se trata de una actividad arqueológica ni de una tarea de historiadores buceando en un pasado extinto. La historia está en disputa desde el presente, es ahora cuando debe decidirse definitivamente qué escritura le damos a aquellos hechos y a sus protagonistas individuales y colectivos. Se busca poner fin a la coexistencia en el escenario nacional de presentes antagónicos, cuya razón del lado de quienes defienden la dignidad humana y los derechos fundamentales se asienta en su fuerza en desplegar el pasado e iluminarlo.
El tribunal no ha de historizar la tragedia, apenas si regará el suelo con una sentencia justa, pero esto no es poco. Es el fin perseguido en treinta y cinco años de lucha contra la impunidad. Hay juicios históricos (el de las Juntas, el de Menéndez en Córdoba, el de Bussi en Tucumán, etc.), pero la Justicia no escribe la historia, en todo caso la integra con sus decisiones, cuando estas consagran certezas específicas. La Historia y la Memoria son grandes frisos colectivos apropiadores de todos los elementos, los esenciales y los contingentes.
Los testigos tienen además una enorme ventaja respecto a los acusados. Actúan con la verdad a flor de piel. Alcanza y sobra con ella. A ninguno se le pasa por la cabeza que debe “sobreactuar” (¿Qué sería sobreactuar hablando del horror? ¿Es que acaso es posible imaginar algo peor a lo padecido?)
Tampoco cabe la posibilidad de falsear los hechos. La verdad está marcada en sus propios cuerpos. Es parte de la memoria y de lo repetido hasta el cansancio en todos estos años.
El testigo narra su verdad como parte de la verdad total. Pero que nadie pida objetividad y neutralidad al testigo; no es un observador ajeno a los hechos ocurridos en el campo. Está allí porque su persona es la prueba viviente del horror y su compromiso con lo sucedido a los detenidos-desaparecidos es absoluto.
Ello da una infinita superioridad moral: porque a pesar de esta inevitable situación de desestabilización emocional, el juicio a los represores ofrece al testigo ex detenido-desaparecido una oportunidad única y ejemplar que es preciso destacar. No sólo le permite ser parte del mecanismo de justicia que razonablemente con su aporte debe concluir en la sanción penal de aquel genocida. Es la primera y tal vez, la única oportunidad de pararse frente a él y sostener su mirada, no desde su cuerpo apropiado y su voluntad negada, sino desde la dignidad del ser humano que en su presencia moral, contrasta con la indignidad de aquella bestia asesina que en sí misma es la negación de la condición humana. Su voz ya no le pertenece, está poblada de múltiples resonancias: por él hablan, recuperando su voz, los que no han sobrevivido. Es su narración, pero también el relato de los otros. Y detrás de todos ellos, la Humanidad agraviada.
¿El testigo ex detenido-desaparecido a la hora de dar su testimonio, siente que su relato debe ser algo más que el ser parte del mecanismo acusatorio de un sistema de justicia y castigo respecto al acusado? En otras palabras, ¿hay una interpelación subyacente sobre su propia conducta, que lo hace sentirse en la necesidad de dar socialmente cuenta?
Me atrevería a decir que en parte sí, pero que esa interpelación forma parte de la violencia ética que los mismos se autogeneran, ante las huellas de la desconfianza con que debieron transitar sobre todo en los primeros años de su liberación frente a quienes invertían la razón natural de vida por la lógica de la muerte asimilada equivocadamente a conducta ética en el campo (aquello de que “si se salvaron por algo será” como expresión eufemística de la imputación de “colaboración”). Pero a su vez, este dar cuenta implica también simbólicamente pedir cuenta de ese sufrimiento agregado, de su segregación y estigmatización ex post campo. Incluye en ello su respuesta a quienes buscaron trabar su integración plena en la vida social con posterioridad a su liberación, desde la sospecha o una condena pseudoética, nunca expresada con claridad y fundamento, donde el ex detenido-desaparecido constató que los verdugos también le habían robado los lazos de la solidaridad social.
En este aspecto cada testigo ex detenido-desaparecido es insustituible en su propia corporeidad, que remite a su propia moral política, en el marco de la verdad. Pero esta autointerpelación choca con dos elementos que imposibilitan aquella suerte de conciliación de cuentas, que no es otra cosa que narrar su propia conducta y reflexionar sobre sí mismo, como parte de la construcción de la memoria, pero también como un acto reconstituyente del “yo”.
En primer lugar, el interrogatorio al que es sometido, no suele ofrecer resquicios para que se explaye como él quisiera, ahogado en el ritualismo judicial. En segundo lugar, la capacidad narrativa es una precondición que como hemos visto, tiene dificultades objetivas para transmitir una serie de acontecimientos secuenciales del horror en su dimensión “inhumana”, ocurridos como intrusión del modelo represivo ilegal en una época histórica, dialécticamente irrecuperable en el proceso judicial. Todo lo que está más allá de la certeza jurídica, que es lo que debe aportar el ex detenido-desaparecido, de alguna manera choca con los límites de lo cognoscible a través del lenguaje en la oralidad de su testimonio, por la distancia existente en la audiencia que lo escucha con las escenas de los acontecimientos y situaciones narradas. El esfuerzo del ex detenido-desaparecido está puesto en la intención de iluminar en forma vívida el escenario del campo, haciéndolo como una transferencia que conlleve una recepción, que sin embargo sabe que es imposible, en tanto es ilegible y abrumadora. Oscila por ello, entre la insuficiencia del relato y la sobrecarga emocional.
Hay otro tema en cuestión: ¿hasta dónde el testigo debe admitir las preguntas sobre su propia historia militante previa, por parte del tribunal o de los abogados defensores? Ello exige algunas aclaraciones. En primer lugar, el testigo declara bajo juramento de decir verdad. En segundo lugar, no es el testigo, quien debe objetar la improcedencia de la pregunta cuando ésta busca sentarlo en el banquillo de los acusados. Son los representes del Ministerio Público Fiscal y los abogados de las querellas los que deben hacerlo. Pero deben tenerse en cuenta dos aspectos esenciales: uno, que el tribunal tiene legítimo derecho en indagar si el específico acto represivo contra este testigo ex detenido-desaparecido se inscribió en el propósito del plan masivo de acallar criminalmente toda disidencia política o social. El otro, que el testigo tiene el indudable derecho de ser él quien decida el marco político que dará a su declaración, sin ser presionado ni por el tribunal, ni tampoco por la defensa de los acusados que busca respuestas que le sean funcionales a sus propósitos de convertir el proceso en un contra-juicio a los detenidos-desaparecidos. No está en la materia del proceso juzgar las prácticas militantes de la época, y también resulta improcedente que frente a la presión, los testimoniantes se sientan en la obligación de convertir su relato sobre su paso en el centro clandestino o en su lugar de prisión ilegal, en exigencia de dar cuenta de su propia historia de vida. Ni es propio que el testimoniante busque la legitimación judicial de la lucha política en que estuvo inserto, ni entra en la materia del proceso expedirse sobre la misma. En síntesis, es un dato sí válido en el proceso que el testigo, cuando sea así, asuma su condición de militante por la que fue represaliado, sin que ello implique que el tribunal se expida sobre ella.
Seguramente al terminar su testimonio, la víctima de ayer no mostrará alegría ni felicidad, tras revisitar el tiempo concentracionario convocando a múltiples rostros de víctimas incorpóreas, en un rito único ante la solemnidad judicial, aunque sus dichos hayan sido repetidos durante tres décadas. Ha llegado al fin del mandato de no olvidar para narrar, que se impusiera a sí mismo frente a los que murieron asesinados. Sus huellas mnemésicas, cultivadas con rigor y pasión de hortelano, ya no son un territorio amenazado por el olvido, ni siquiera en el detalle nimio, convertidas en relato público e indestructible. Aún cuando su exposición judicial contestando las preguntas de las partes, no tenga la pormenorizada descripción del testimonio originario que ha venido expresando en múltiples ocasiones en la árida lucha contra la impunidad, es parte de su efecto darle validez a sus palabras pronunciadas en todo tiempo.
La sentencia condenatoria no producirá en las víctimas y sus familiares ninguna suerte de erótica y goce de la victoria judicial. Traerá solo la paz que nace de haber puesto las cosas en su lugar, cuando aquella se complemente con el envío a cárceles comunes a los condenados, no por un afán de odio o revancha, sino porque cualquier privilegio que se les otorgue, es una ofensa a la Humanidad herida.
A partir de allí, aquella sentencia condenatoria que se logre, y los testimonios vertidos, son parte de otro registro: el de la memoria histórica. Ésta como toda elaboración social y colectiva, no tiene los mismos componentes y las reglas del sistema mnemónico individual, en su detalle y en su cronología.
La memoria histórica, como bien ha señalado Pierre Nora ha ido independizándose de la narrativa histórica. “La memoria es la vida, siempre llevada por grupos vivos y por eso, en evolución permanente, abierta a la dialéctica del recuerdo y de la amnesia (…) se alimenta de recuerdos indefinidos, globales o flotantes, particulares o simbólicos, ella es sensible a todos los modos de transferencia, o proyección. La memoria instala el recuerdo en lo sagrado. La memoria nunca puede ser pensada en términos individuales, porque la memoria es una construcción social”.
Tiene un sentido instrumental: es, en última instancia, ese relampagueo en nuestras conciencias que cada día nos alerta de una situación de peligro, como señalara Walter Benjamin.
Los que nunca testimoniaron
Si bien hay muchos sobrevivientes que hace décadas que vienen dando su testimonio esclarecedor, y que comenzaron a hacerlo en el país (causa Vesubio y Olimpo) y el exterior aún en tiempo de la dictadura (ante la Comisión Argentina de Derechos Humanos [CADHU], Amnistía Internacional u otras organizaciones no gubernamentales ratificadas ante la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el Parlamento Francés, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos [CIDH], etc.) o que lo hicieron en 1984 en el país ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), hay un buen número de ex detenidos-desaparecidos -en general de corta estadía en los centros clandestinos, liberados por considerar los represores que su militancia política y social era nula o irrelevante, o en el ejercicio del poder tan omnímodo como arbitrario- que en los actuales juicios testimonian por primera vez. Su decisión de hacerlo ahora, está motivada, precisamente, por los avances en la lucha contra la impunidad y el reconocimiento institucional de lo sucedido en el país y con ellos mismos, o porque necesitaron de un muy largo tiempo para superar el miedo internalizado, o porque en sus particulares situaciones no tenían un acceso fácil a la justicia, sobre todo en el interior del país. A ello deben sumarse algunos testigos de Tucumán, donde Bussi prolongó su poder político durante el período constitucional, u otros de Córdoba, donde Menéndez conservó un poder fáctico hasta hace pocos años, o en otras provincias donde los jueces evidenciaban una notoria vinculación con las guarniciones militares.
A todos ellos, son de aplicación los principios expuestos en relación a los testigos ex desaparecidos que han dado su testimonio en distintos ámbitos, pero sin que ello signifique un tratamiento mecanicista, que los iguale con aquellos a los que su propia actividad como denunciantes los ha fortalecido en su rol de testigos judiciales. Estos nuevos testigos, paradójicamente, su distanciamiento del movimiento de derechos humanos en la lucha contra la impunidad en estas décadas, los ha hecho quedar en general, más primariamente cercanos a su experiencia hondamente traumática, sin poseer, las más de las veces, los suficientes elementos de análisis para encuadrar su drama personal dentro del proyecto destructor del cuerpo social del Estado terrorista.
No debe perderse de vista la premisa, de que cada una de las víctimas es un mundo en sí misma, donde lo particular, su propia experiencia de vida frente a la represión ilegal y su paisaje vital ulterior, exigen una comprensión específica en su apoyo y acompañamiento, donde nada debe darse por supuesto.
Especificidad que también debe ser muy resaltada, cuando se trata del círculo de familiares directos de los detenidos-desaparecidos, llamados a deponer como testigos, que muchas veces pese a su esfuerzo inconmensurable por entender la inserción de su familiar en las prácticas políticas y sociales de los `70, tienden a minimizarla porque subyace en su pensamiento un equivocado principio de “inocencia” que remite en su filiación a la inadmisible distinción entre “víctimas inocentes y culpables”, (aquello de que “él sólo estaba anotado en la libreta de teléfono de un amigo”, cuando en realidad, muchas veces, su compromiso era absoluto).
El único principio aconsejable a cada uno de ellos es el ejercicio de la verdad, en los límites de su comprensión.
La identidad en conflicto
No sería honesto en este trabajo si omitiera por ríspida, la situación de aquellos testigos ex detenidos-desaparecidos que no tienen la característica general de los que habitualmente declaran en estos juicios desde la fuerza moral de su propio comportamiento en el centro clandestino, donde no cumplieron otro rol que el de ser mano de obra esclava, o supervivientes simplemente por circunstancias ajenas a su propia conducta pasivamente resistente.
Ese primer amplio espacio comprende tanto a quienes tuvieron, pese a los tormentos, simulacros de fusilamientos, etc., la entereza psíquica necesaria para no dar datos comprometedores para terceros, como también a aquellos prisioneros a los que sus interrogadores quebraron su resistencia con la tortura y les extrajeron aquellos datos, pero que no formaron parte del grupo de prisioneros que colaboraron con los represores, sino por el contrario, de quienes ejercieron su cotidiana resistencia pasiva. Su debilidad frente a la tortura brutal y salvaje, no devino en voluntad de sumarse como auxiliares de los verdugos. En todo caso, la acción del torturador en su ferocidad pudo más que su voluntad de callar. (Nadie habla en el momento de ser picaneado, sometido al submarino seco o mojado, o a las cuerdas que se introducen en su carne con el cuerpo suspendido en el aire: sólo grita de dolor, se asfixia, o se desmaya. Si lo hace, si habla y da datos que comprometen a otras personas, ello ocurre en los lapsos en que la tortura material cesa, para dar paso a la violencia suma de los interrogatorios, poblada de la angustia y el terror de que los tormentos físicos puedan repetirse con su dolor infinito, o que su silencio motive su inmediata condena a morir. Por ello las sesiones de tortura física no se reducían a un solo acto, ni los interrogatorios tampoco).
Todos ellos integran con justeza la imagen pública de los ex detenidos-desaparecidos aparecidos, construida no sin esfuerzo y dolor en estas largas décadas, a partir de sus identidades sustanciales intactas.
Pero hay otros prisioneros, notoriamente diferenciados de los descriptos, que traicionando su propio compromiso y su práctica social anterior a su caída, pasaron a ser colaboradores permanentes, asumiendo las acciones de los verdugos, negando los límites morales de solidaridad humana, políticos e ideológicos con su mundo previo. Aquellos que necesitaban convencerse a sí mismos, que su asunción de la filosofía y prácticas represivas se debían “a un cambio de mentalidad”, para mantener algún grado de autoestima que les ocultara sus deseos de vivir a cualquier precio. En algunos casos, los verdugos perversamente le pusieron un precio muy alto a la vida de estos prisioneros: su supervivencia, sólo era canjeable por un determinado número de personas en libertad, que él o ella entregara para su secuestro. Pocas veces cumplieron con lo prometido al detenido-desaparecido colaborador, las más de las veces tampoco estos sobrevivieron. Los que colaboraron y murieron, su trágico destino borró el registro de sus nombres y solo cabe el olvido sobre su comportamiento.
Pero hay ex prisioneros de este tipo que están vivos, que por cierto, son un número reducido en relación al total de detenidos-desaparecidos aparecidos provenientes de distintos centros clandestinos de detención.
El soterrado grupo de sobrevivientes que colaboraron con la represión, en general no se acercaron tras el fin de la dictadura a los organismos de derechos humanos, ni suelen mantener relación con el resto de los ex detenidos-desaparecidos, ni es su propósito testimoniar voluntariamente. Pero algunos de ellos pueden estar dispuestos a declarar en los juicios y dar datos sobre la represión. Ellos, por su contacto e inmediatez con los represores poseen más información sobre el mundo concentracionario, sobre identidades de los verdugos y sobre los hechos ocurridos, que todos aquellos que sobrevivieron como resistentes pasivos, soportando el riesgo cierto de muerte. Estos últimos son los testigos frecuentes en este tipo de juicio e inspiradores del presente trabajo pero ¿qué hacer con aquellos otros?
Hay un debate abierto, que no puede eludirse. Sobre ellos no cabe propiciar su estigmatización pública. Fueron igualmente prisioneros, y sobre cada uno de sus actos deben responder ante sí mismos frente a sus conciencias. Pese a que han quedado afuera de la comunidad imaginaria de los ex prisioneros de los centros clandestinos, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, bajo la responsabilidad del suscripto, se opuso a la pretensión de un juez de procesar a uno de ellos junto a los represores. Desde el punto de vista jurídico, cuando colaboraron con los verdugos, la autonomía de su voluntad estaba viciada por su condición de secuestrado, y por lo tanto no es punible ni asimilable a los represores en su responsabilidad.
Aunque nadie sepa de ellos cómo en sus impenetrables psiquis, coagularon en el centro clandestino la propia muerte de su yo, y cómo procesaron después su conciencia escindida o hecha añicos; su desvalorización ética sólo pueden hacerla otros ex detenidos-desaparecidos, que en iguales circunstancias tuvieron una conducta opuesta a la de aquél o aquella, sancionándolos tal como ha venido sucediendo, con su marginación del propio grupo de ex desaparecidos.
De todos modos esos hombres y mujeres tienen el derecho a peticionar ser oídos como testigos de cargo. En sentido contrario, existe también el derecho de los querellantes particulares a prescindir de ofrecer su testimonio, por los reparos que les produce la contaminación de sus identidades con las de los represores. No así, los representantes de los poderes públicos, en cuanto los mismos ofrezcan iluminar la escena del horror. Su posibilidad de testimoniar, no debe negársele, ni su solicitud de apoyo psicológico tampoco: en esta materia el Estado democrático no puede distinguir entre las víctimas del accionar del Estado usurpado.
A modo de conclusión
Como conclusión final, debemos ser conscientes de que en la tarea de apoyo a los ex detenidos-desaparecidos y a los otros testigos-víctimas, es preciso incorporar mayores reflexiones que las que solemos formular en esta materia, partiendo de la premisa de que acompañar, es algo más que estar con otra persona o ir junto a ella, sino, como todos pretendemos, lograr la comprensión de sus vivencias y angustias, para ayudarla a generar las condiciones para que sus emociones se desplieguen del mejor modo en que le sea posible, frente a lo que deberá testimoniar, en el marco de la verdad, la memoria y las exigencias de justicia, desde su propia historia personal.
*Este texto pertenece al libro Acompañamiento a testigos en los juicios contra el terrorismo de Estado. Primeras experiencias / Eduardo Luis Duhalde … [et.al.]. – 1a ed. – Buenos Aires: Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos de la Nación. Secretaría de Derechos Humanos, 2009.