Por Fabiana Rousseaux
El contexto del 24 de marzo, como significante de los DDHH en la Argentina requiere, en la actualidad, de una instancia más reflexiva para redoblar la apuesta y entender que este “objeto” que nosotros hemos entendido como “sagrado” –me refiero a la defensa del campo de los derechos humanos– ha sido tocado por el Estado en términos de degradación. ¿Qué quiere decir esto?
Tomaré lo sagrado en el sentido de un tratamiento posible sobre lo real, aquello que toda sociedad instituye para recubrir lo intocable, o dicho de otro modo, lo que opera en su función de límite al marcar una frontera. Podemos pensarlo desde el psicoanálisis en términos de la compleja articulación antinómica entre el sentido absoluto y la falta real de sentido que lo sacro impone. Tocarlo, entonces, es tocar las fronteras de lo traducible y el nudo real del sinsentido al mismo tiempo.
En tanto hemos atravesado la experiencia de la desaparición, como sociedad podemos sostener que si la muerte se constituye en lo sagrado para cualquier corpus social, la desaparición aun aguarda el acceso a un estatuto traducible mientras opera en el terreno de lo ominoso. De otro modo es intratable porque no tiene inscripción en términos del sentido. Quien toca ese borde se vuelve obsceno. Tal como plantea Mircea Eliade[1], la experiencia del límite es una barrera que no debe franquearse, porque la prohibición pesa sobre los sujetos.
El gobierno argentino actual ha dado sobradas muestras de estar dispuesto a tocar el nudo del dolor traumático inscripto en el tejido social. Con ello propone impulsar una supuesta equidad doliente reabriendo el discurso de los bandos, los “dos demonios”, e incluso la inversión pública de la figura de víctima. Tocar lo sacro es tocar las fronteras, y cuando se va más allá de ellas y se aproxima al nudo que encierra un sinsentido, se desencadena un riesgo sin cálculo.
No se trata, en verdad, de hacer lugar a la exaltación de la víctima ni de elevar al estatuto religioso a quienes las sociedades arrojan a los múltiples escenarios del dolor sin medida, obligando a los sujetos a encarnar ese lugar. Se trata más bien de introducir algunas precisiones, como la relativa a los crímenes de lesa humanidad y su jurisprudencia, para pensar el modo de atenerse a las reglas internacionales tal como se establece para los países “democráticos”, donde es el Estado quien –frente a los delitos de lesa humanidad– tiene el deber de reparar a sus víctimas.
Veamos cómo esa reparación no puede darse de cualquier modo.
Una diferencia sustancial para que ello sea posible es establecer “la condición de posibilidad” que recaerá sobre el sujeto-víctima devenido en objeto. La asunción de la responsabilidad subjetiva como vía hacia la dignidad del acto oficia de freno a la conversión en objeto mercantilizado que el sistema de producción de subjetividades generalizables impone. Un breve recorrido sobre algunos ejemplos puntuales puede servir para analizar esto.
En nuestra sociedad la palabra “desaparecido” significó la construcción de un neologismo. Fundó una “neológica” derivada de una nueva retórica social. ¿Qué significa desaparecer? Fueron muchas las sociedades que debieron enunciar este significante con el mismo dolor y la misma irrepresentabilidad, sin embargo, la construcción que la llenó del sentido articulador que en este país le dieron los y las sobrevivientes así como las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, forjaron a partir de ese significante, una nueva categoría. Bordeando un imposible, se asumió la falta de significantización del término, se puso a trabajar el sinsentido que lo determina, creando a la vez que un nuevo significante, un nuevo sujeto político representado en él.
La pregnancia de ese término hizo que ya nada que remita a la desaparición disocie su sentido de este hecho que, más que hablar de la ausencia, se convirtió en una presencia plena. Por ejemplo, hace unos años, en una instancia ministerial hubo que cambiar el nombre de un programa llamado “Búsqueda de Niños Desaparecidos” ya que los usuarios de ese programa lo confundían con un programa de Abuelas de Plaza de Mayo. Hubo que denominarlo entonces: “Búsqueda de Niños Extraviados”.
Asumir entonces el término como propio, exigir justicia y llevarla a cabo, con una sucesión de sanciones sociales previas en tiempos en los que reinaba la impunidad, y más tarde incorporar a la lucha de organismos las políticas estatales y constituir las pruebas para su juzgamiento, habla de una serie de actos que dieron lugar a la invención de “un nuevo nombre”.
Poner en una serie significante estos recorridos y ser capaces de plantear las diferenciaciones respecto del campo técnico del derecho, de las ciencias positivistas, de la economía que lidera el discurso de las “reparaciones por daños” en la mayoría de las sociedades de consumo, y poner estas luchas del campo social a jugar en el terreno de los derechos humanos, es determinante a la hora de recapturar a ese significante en nuestra sociedad de modo muy específico.
Las políticas sobre el dolor
Para las víctimas de violaciones de derechos humanos, en particular de delitos de lesa humanidad, la paradójica relación con el Estado después del 24 de marzo de 2004, fue la manera de generar una valla frente al dolor infligido por la sostenida impunidad desatada por décadas luego de los hechos atroces.
Aquel día, el entonces presidente Néstor Kirchner, en el acto de conmemoración del 28 aniversario del golpe cívico-militar, ordenó bajar los cuadros de los ex dictadores Videla y Bignone expuestos en el Colegio Militar. Días antes –el 19 de marzo– había ingresado a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) junto a sobrevivientes de ese Centro Clandestino de Detención[2], y diversas organizaciones y movimientos sociales. El 24, los hijos y las hijas de desaparecidos montaron un rito funerario improvisado en la puerta del edificio conocido como “Cuatro columnas”, depositando flores y coronas en la entrada.
La infinidad de movimientos subjetivos devenidos de los gestos estatales –luego de esas decisiones– introdujo una dimensión absolutamente nueva en el campo de las víctimas, que fue la dignificación de su palabra. Así, dar testimonio de los hechos dejó de ser solo un acto doliente, sufriente, avergonzante –no por los hechos, sino por el estatuto denigrante que recubre al hecho de hablar ante quien no quiere escuchar– para pasar a tomar un estatuto de verdad.
Si bien es cierto que las políticas en derechos humanos forman parte de las agendas estatales de los países democráticos, suelen inscribirse en hechos generalizables, contables y tecnocratizados. Pero la enorme distancia que implica convertir esa política en un dique de contención ante el dolor social, y asumir la administración del dolor como política pública reparatoria, es contundente.
La memoria dañada –cuando no ha sido subsumida por el mecanismo de la renegación social– se sintomatiza en la propia construcción de los lazos. Así en el caso de Argentina, ese síntoma[3] fue la construcción de un Sujeto político de los derechos humanos.
Me refiero a la connotación de síntoma en el sentido estrictamente psicoanalítico de las condiciones de traducción que se generaron sobre lo traumático. El campo de los derechos humanos, en tanto espacio de representación de los delitos de lesa humanidad, devino así un texto legible, donde el tratamiento social de lo irrepresentable de la desaparición se anudó a la disposición de escucha del Estado, haciendo posible que se tradujeran las –históricamente oprobiosas– leyes indemnizatorias en políticas reparatorias hacia las víctimas.
El hecho de que se sancionaran durante el menemismo las primeras leyes de reparación devenidas de violaciones de derechos humanos, y considerando que la lógica neoliberal no escapa nunca a sus inconmovibles sentidos unívocos, la burocratización del dispositivo estatal puso a las víctimas en el lugar de sospecha frente a las instancias administrativas.
La sospecha habitualmente basada en la difícil situación de tener que presentar “pruebas” de los crímenes clandestinos cometidos contra ellos, recayó durante años sobre la dignidad de los cuerpos dolidos, profundizando aun más ese dolor: “¿Está segura de que su marido está desaparecido?”, “Cómo habrá criado su hija para que se haya ido con esos guerrilleros…”, “¿Tiene pruebas de lo que dice?”. Y así se multiplicaban las ofensivas preguntas de muchos agentes estatales cuando los sobrevivientes y sus familiares se acercaban a buscar “reparación” en el Estado.
Una política reparatoria frente a delitos de lesa humanidad requiere de otro tipo de anudamientos entre la memoria, la verdad y la justicia. No es lo mismo la asunción subjetiva del cobro de una indemnización en el marco de una política de impunidad, como ocurrió por aquellos años, dejando a los sujetos subsumidos en el espanto simbólico de renuncia a la memoria, la verdad y la justicia, que enmarcar ese acto en el contexto de los juicios por la responsabilidad del Estado, tal como los que se desarrollaron en el país, a partir del año 2003[4].
Luego de ese proceso vinculado al enorme movimiento de justicia que se puso en marcha en todo el país, pasamos a un Estado actual que no solo pone en cuestión los hechos sucedidos, sino que conociéndolos –y haciendo saber que los conoce–, construye un discurso público en el que demuestra que esos hechos “no interesan para nada, no tienen ningún valor”, o su único valor es el contable. “¿30.000? ¡Ni idea!, te la debo”, dijo el presidente Mauricio Macri frente a la pregunta de la prensa en relación al debate reinstalado por él y su gabinete en torno al número de víctimas desaparecidas durante el período 1976-1983.
Una serie de hechos recientes, como por ejemplo hacer públicas las listas[5] de quienes cobraron “indemnizaciones”[6] a través de las leyes reparatorias (pasando por alto la Ley de Protección de Datos Personales)[7], hacen visible un discurso mediático que refiere, en este caso, a “las abultadas sumas de dinero”[8] gastadas en quienes fueron consideradas víctimas por la gestión anterior a la administración Macri, pero que en la perspectiva del actual gobierno forman parte de la doctrina de “los dos demonios”. Así, potentes frases como “el curro de los derechos humanos”[9], la sospecha sobre el número de desaparecidos, tal como dijo un funcionario que luego debió abandonar su cargo (“No hubo 30.000 desaparecidos, ese número se arregló sobre una mesa cerrada”)[10], forman parte de la decidida maniobra gubernamental para destrozar todos los legados simbólicos referidos a la memoria de las víctimas. Estos dichos fueron arrojados –todos– a la prensa a los pocos días de asumir el gobierno de Macri.
Cuando el Estado entonces intenta profanar la memoria colectiva toca una fibra de muy compleja hechura. Podemos asentir que, en términos simbólicos, un Estado democrático es aquel que produce respuestas responsables. La responsabilidad es la frontera ética que divide a la culpa (por ejemplo, recayendo sobre los sobrevivientes en sus múltiples formas), de la sanción (de los crímenes cometidos por el Estado).
En una escalada que comenzó aun días antes del balotaje de octubre que definió la llegada de Mauricio Macri al gobierno en diciembre de 2015, ya comenzaban a verse los primeros grafitis en las calles de la provincia de Mendoza y en la provincia de Buenos Aires, en el CCD Mansión Seré[11]. Y se hizo visible el discurso profanador de la memoria de las víctimas ya no referido al “curro” de los derechos humanos, sino que también se trató de una cruenta maniobra contra las Abuelas de Plaza de Mayo. Un mural en Mendoza exhibía la inscripción “Bienvenida nieta 117”, sobre la cual se escribió: “son historia, chau”. Primer levantamiento de fronteras discursivas que emergieron de modo inmediato, aun antes del desenlace de las elecciones.
Estábamos allí en un “tiempo cero” de la cuestión, a partir de la cual podemos poner en serie una cantidad de hechos contables, enumerables, que fueron construyendo una lógica radicalmente opuesta a la dignidad de las víctimas de delitos cometidos por el Estado: el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ingresando al Parque de la Memoria junto al nuevo presidente de Argentina el 24 de marzo de 2106 –primer aniversario del golpe bajo administración macrista–; la indiferente respuesta de Macri y su negativa a recibir a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en la Casa de Gobierno; el quite del presupuesto para áreas del Estado que se ocupaban de colaborar en la búsqueda de personas apropiadas durante la última dictadura cívico-militar; la avanzada del diario La Nación[12] desde aquel editorial golpista días antes de asumir el nuevo gobierno, que llevó a varios trabajadores y trabajadoras de ese diario a rechazar el editorial y desmarcarse de él porque superaba toda tolerancia democrática.
Simultáneamente en esas semanas se sucedieron nuevas audiencias en Buenos Aires en la causa que juzgó delitos cometidos en el circuito represivo denominado ABO[13], que funcionó como CCD entre –al menos– febrero de 1977 y enero de 1979[14].
Para quienes seguimos responsablemente desde su inicio los procesos penales en Argentina por crímenes de lesa humanidad y venimos escuchando con el respeto que exigen las declaraciones de las víctimas, podemos analizar qué es lo que de verdad sucede en estas audiencias de juicios por delitos imprescriptibles, y así podemos tomar una dimensión de qué es realmente lo que se intenta socavar a través de los diversos dispositivos estatales a los que echa mano el gobierno actual para volver a producir una “renegación” de lo ocurrido.
¿Cómo se reconstruyó esa memoria? En una audiencia pública desarrollada durante el 2017, una sobreviviente decía: “Lo que hicimos todos estos años fue cotejar la información que cada uno de nosotros teníamos. Estábamos centrados en retener cada situación, por ejemplo cuántas guardias habíamos pasado en función de las salidas al baño; de ese modo, podíamos reconstruir los cambios de guardias, chequear cada cosa, cada dato, para luego entender cómo funcionó, cómo fue la lógica de reconstrucción de la operatoria allí adentro. Eso no lo sabíamos ni bien salimos, tuvimos que armar ese rompecabezas entre los datos que cada uno tenía”.
Otra sobreviviente declaró: “Por ejemplo para saber si había más embarazadas que nosotras, tratábamos de escuchar las conversaciones. Un día estaba con otra embarazada, caminando por los pasillos del CCD y los guardias nos dijeron ‘¿qué están haciendo? ¿Paseando, mirando vidrieras para comprarle ropa a los bebés?’; riéndose y burlándose de nosotras. Yo tenía 16 años y mi compañera 18…”. Su hija, presente en el momento del testimonio, escuchaba. Ella, que 40 años atrás era ese bebé… ¿Cómo se articula entonces una respuesta posible frente a esta indigna duda a la que pretenden someter a los y las sobrevivientes?
En primer lugar, hay un deber social que es conocer todo lo edificado hasta aquí gracias a la reconstrucción colectiva de los hechos clandestinizados y negados por parte de sus responsables.
De este modo, podemos entender en términos de construcción de políticas de memoria, por qué esa experiencia nos constituyó en nuevos sujetos políticos, ya que se logró conformar una experiencia colectiva que permitió cambiar la idea de que el Estado no podía producir más que impunidad.
Muy habituados a estados represores, que producen políticas públicas de impunidad en este terreno –y no solo impunidad jurídica, sino también frente a la consolidación de los efectos del terror diseminado en la sociedad–, esas nuevas formas vinculadas a prácticas emancipatorias conformaron un escenario inédito en toda la región.
Si bien los países del Cono Sur implementaron medidas reparatorias de peso, como en el caso de Brasil con la Comisión Nacional de la Verdad y la fuerte resignificación reparatoria de la Comisión de Amnistía[15] lo que no había existido hasta ese momento era la idea de un sujeto político derivado de modo directo del campo de los derechos humanos y articulado fuertemente con las políticas de Estado. Hasta entonces –y este también es un debate de diversas concepciones al interior de organizaciones políticas– las políticas en ese campo no estaban centradas allí. El concepto de Derechos Humanos cambia su perspectiva.
La construcción que comienza a darse al interior del Estado desde 2003, pero en particular desde el acto del 24 de marzo del 2004, confluyente con un recorrido previo, en el que los organismos habían hecho un esfuerzo de reconstrucción de datos y pruebas para el proceso de memoria, reconceptualiza el campo de los derechos humanos en toda la región.
Argentina tiene una amplia trayectoria en ese proceso: ya en 1937 se funda la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, primer organismo de derechos humanos del país, heredera de la tradición del Socorro Rojo Internacional[16].
Los organismos de derechos humanos que se fueron creando ante la necesidad de organizar la búsqueda de desaparecidos y de apoyo internacional tanto jurídico como de contención psicológica a los sobrevivientes y familiares, formaron parte del sedimento ético que estructuró una lógica identitaria respecto de la intraspasable frontera de la figura del “desaparecido”.
La víctima inocente vs. el sujeto responsable. La víctima como categoría estatal
Al introducir un espacio de escucha de lo que no se puede nombrar en el contexto jurídico pero que aun así exige relatar “todo lo sucedido”, invertimos –desde el Estado– la idea del sujeto que habla sin fisuras, en el marco de estos juicios. La dimensión que eso tuvo fue enorme. Lo que hicimos fue crear un nuevo significante que no existía hasta ese momento en la estructura de políticas integrales de reparación. Ese significante fue “acompañamiento” a las víctimas[17].
No ya pensado desde el campo categorial de la medicina hegemónica, sino desde un lugar donde el sujeto pudiera entrar en un circuito discursivo a modo de valla entre él y un discurso jurídico sin fisuras, o dicho de otro modo, entre él y el propio Estado. El dispositivo de “acompañamiento” fue, sin lugar a dudas, un lugar paradojal y novedoso.
Esa valla, entonces, intentó impedir que se interrogue a un sobreviviente de cualquier modo en pos de la reconstrucción de una verdad objetiva. Un campo de disputa muy fuerte. Una experiencia que no se construyó de la nada, tuvimos condiciones políticas enmarcadas no solo en la inédita situación nacional, sino también en la particular experiencia en que diversos Estados de la región habían asumido la decisión de acompañar estas políticas y fueron permeables a esta mirada dignificadora.
Así, las tradicionales Reuniones de Altas Autoridades en Derechos Humanos, donde entre otras tantas preocupaciones, se debatía el “riesgo objetivo” de los testigos en los juicios –cuyo ejemplo doloroso y paradigmático en Argentina es la segunda desaparición del testigo Jorge Julio López–, comenzaron a introducir el “riesgo subjetivo” a instancias de un reducidísimo equipo de psicoanalistas que llevamos adelante esta experiencia en el Estado Nacional y en el tratamiento directo de sujetos, víctimas del terror de Estado, devenidos en algunos casos pacientes.
También en el acto en la Corte Suprema de Justicia de la Nación donde se presentó el Protocolo de Intervención para el tratamiento de Víctimas-testigos en el marco de procesos judiciales[18], en coordinación con el Centro de Asistencia que llevó el nombre de Fernando Ulloa –referente argentino en la intersección del psicoanálisis con los derechos humanos– y el Juzgado que instruyó la megacausa ESMA.
En las reuniones de autoridades del Ministerio de Justicia que debatían –a partir de la tarea desarrollada por quienes teníamos una responsabilidad directa en el tratamiento a víctimas– sobre las verdaderas implicancias que las enquistadas valoraciones del daño (tomadas del Código Penal del año 1927, anterior incluso a la existencia del nazismo) hacían recaer sobre ellas; los debates acerca de la necesidad de una reconceptualización de la idea de daño frente a delitos de lesa humanidad que implicaba correr el eje de los manuales de psiquiatría para introducir la especificidad del Protocolo de Estambul[19], pero también de otros marcos teóricos. Todo este cúmulo de teorizaciones profundas fueron parte de lo que finalmente quedó subsumido en la creación del Plan Nacional de Acompañamiento a Testigos-víctimas de delitos de lesa humanidad.
Es por estas razones que el análisis de las derivas políticas de estos recorridos sobre la mirada estatal hacia las víctimas tiene un contexto de creación, genealogía y actual disolución muy complejo.
El juzgamiento que se trató de impulsar en ese marco fue con dignidad, esto es: introduciendo sujetos divididos por efecto del lenguaje (con olvidos, actos fallidos, etc.) que pudieran emerger en tanto tales en medio de la objetividad de los hechos exigida por los dispositivos judiciales, sin por ello ser desechados. El único modo de nombrar lo indecible es dejando emerger las fisuras de lo innombrable. No se puede exigir no fracasar justo allí, donde todas las barreras ya se han franqueado.
Cabe destacar que esto no significa que la memoria engañe, sino por el contrario, que la inscripción de hechos traumáticos de tal magnitud hace imposible el olvido, a la vez que fundamental. Aunque las barreras del olvido deban funcionar para hacer vivible la existencia en la sobrevivencia, se trata de un olvido que está allí para emerger en su traducción siempre compleja.
La idea de reparación entonces transversalizó los conceptos de memoria, verdad y justicia, y como parte de nuestra tarea esencial –introducir al sujeto del lenguaje, del inconsciente– corrimos el eje, o mejor dicho, lo extremamos. Allí donde reparar ya no era la mera traducción económica de los daños provocados, sino la inscripción en una política sobre el dolor con la ética de la dignidad. Una política que reparara y no solo pagara.
La fórmula que encontré para definir esto es: “aquello de lo que los testigos hablan es de lo que nos sucede”. Es decir que –en estos casos– el sujeto victimizado es un sujeto colectivo y lo que “nos sucede” –no “lo que sucedió”– habla de la actualidad de esos hechos en un tiempo lógico, donde la temporalidad no solo se juega en el impacto sintomático del recuerdo sino también en el hecho contundente de la imprescriptibilidad de los crímenes y sus consecuencias.
Incluso hoy convivimos no solo con cuerpos desaparecidos muertos sino también con cuerpos secuestrados con vida, como es el caso de las personas apropiadas que continúan a la vista de todos y no podemos verlas porque no sabemos quiénes son.
Es decir que ninguna sociedad que conviva con estos hechos puede considerarse ajena a esos delitos. Habitamos un espacio social sintomatizado e interpelado por la apropiación y la desaparición de cuerpos vivos con identidades falseadas y cuerpos muertos insepultos. Estamos tocados por la permanencia de esos crímenes que nos atraviesan de modo radical.
Ahora bien, en este nuevo escenario político, frente al impulso de las políticas de olvido y de inversión de la categoría de víctima, ¿qué sucede luego de que una sociedad escuchó, vio, tembló, se aterrorizó? ¿Con qué se responde? Una sociedad plagada de testigos voluntarios o involuntarios de estos hechos. Todos formaron parte de ese escenario. Quizá nos asista una nueva teorización sobre el olvido que, como bien plantea Jorge Alemán en un magnífico y profundo texto llamado “Lacan: Heidegger, la cuestión del olvido”: “no hay rectificación del olvido, a este hay que considerarlo como un acontecimiento que no remite en principio a nada que se pueda considerar como olvidado”[20].
¿Qué puede suceder cuando luego de este recorrido el Estado vuelve a decir que no tiene nada que ver con eso, que no reconoce ni siquiera que eso sea un problema y que no está obligado a dar cuenta de ello? ¿Y qué puede suceder cuando levanta las fronteras discursivas, dispuesto a tocar ese nudo traumático del dolor? ¿Se puede tocar el dolor imaginando que eso no tiene ninguna consecuencia? Ahí es donde aparece la pregunta por lo que define a un estado democrático. ¿Las elecciones parlamentarias o sus políticas del dolor? Se trata entonces de una “gobernabilidad del lazo”.
Ahora bien, el “Ni idea, ¿30.000?, te la debo” es la cara más feroz y descarnada de la irresponsabilidad política del lazo. Nosotros hablamos y sufrimos frente a una historia trágica, el Estado encarnado en el discurso actual actúa la temporalidad extractivista del mercado, la temporalidad neoliberal de la urgencia financiera y allí la memoria se desvanece, no tiene correlato, y su significación queda dislocada y se reduce al estorbo. Ya no es más atemporal, se torna un objeto en desuso o mercantilizable. “¿Cuántos son?”, “La cifra se acordó en una mesa cerrada”, “Digan quiénes son y publiquen los listados”, “Es un curro”.
Si el número 30.000 no es cierto, entonces el Estado anterior mintió pero también mintieron los sobrevivientes y los organismos que lucharon por eso todas estas décadas. El mar de dudas recae sobre ellos, los recelos sociales comienzan a trazar sus políticas de linchamiento o encarnizamiento simbólico, he allí uno de los modos del negacionismo. La interpelación recae sobre quienes no han asumido la historia propia y se desata sin demora la guerra de los bandos.
El Estado invirtió la categoría de víctimas, des-cruzando el Rubicón, intentando deshacer “la suerte echada” y convirtiendo a los perpetradores en víctimas perseguidas.
Las víctimas sin política
El secretario de derechos humanos Claudio Avruj presentó en 2016 una nueva edición del Nunca Más en la Feria del Libro de Buenos Aires[21]. Allí manifestó que había retirado el prólogo anterior de ese documento histórico –escrito por Eduardo L. Duhalde–, porque tenía un “tinte muy político” y la nueva edición era “sin aditamentos ideológicos”. Cabe destacar que esta nueva edición se presentó como “la edición original” de 1985, en una mesa cuyo nombre fue “Del Nunca Más a los nuevos derechos”.
Al desligar las políticas de Estado y las políticas de derechos humanos de la Política, se instaura la idea de las víctimas a-políticas. Todo lo político pasa a un territorio ajeno al Estado. Las únicas víctimas asumibles y reconocidas para el Estado son sin política. Pero esta disyunción entre las políticas de Estado y la a-política victimal, tiene un alto consenso debido al sueño social generalizado de una vida sin política. Se gesta así un deslizamiento imperceptible desde el antiguo modelo gubernamental de sanción a los crímenes estatales –centrando el eje en su responsabilidad–, al campo sacro de las víctimas producidas por hechos desvinculados de cualquier incidencia del Estado.
Ahora bien, todos sabemos que los asesinatos en masa no cobran una dimensión contable en ningún país del mundo, se denominan así incluso desde el propio discurso jurídico: crímenes masivos, en masa, indimensionables. Re-impulsar ese debate bajo la racionalidad positivista y mercantilista de lo masivo, atomiza el sentido, lo fragmenta y el relato se disuelve. Ya no importa la narrativa de lo innombrable, sino la prueba fehaciente de un crimen que no tiene inscripción.
Pilar Calveiro, en un libro colectivo titulado Topografías conflictivas[22] señala, en torno a los problemas de la memoria y su topología, que en tanto la memoria es política “su politicidad se encuentra menos en las claves de interpretación del pasado que en su articulación con las relaciones de poder y las luchas políticas que se libran en el momento de la enunciación”.
Una mujer que declaró recientemente en los juicios dijo: “Estuve 30 años sin estado civil. Paralizada en un limbo”. Sabemos por esos testimonios que ni las humillaciones verbales a las que fueron sometidas las víctimas de estos delitos, ni estas consecuencias –incluso jurídicas– en sus vidas, forman parte de los expedientes administrativos del Estado.
Otra mujer relató en una audiencia: “Cuando me largaron los torturadores me dieron plata para que viaje, estaba sin un zapato, la ropa rota y absolutamente desesperada y mugrienta, la plata no me alcanzaba ni para un colectivo y me dijeron riéndose: ‘A ver hasta dónde llegás con esto’”.
Una mujer que era muy joven cuando la secuestraron, una adolescente, describió: “Mi padre en su desesperación, con terror a que vuelvan a buscarme, dejó una carta en la puerta de su casa donde decía ‘si viene la patrulla a buscar a mi hija, dirigirse a…’ (dio una dirección, la de su trabajo), quería que lo lleven a él. Hoy tiene 91 años y 5 costillas rotas porque se cayó y me pidió disculpas esta mañana por no venir a acompañarme a declarar”.
El duelo que asumimos es el de haber perdido el lazo que anuda al Estado con los ciudadanos victimizados y en este caso en particular, con las víctimas del Estado. Es probable que la “pesada herencia” de la memoria sobre todo lo construido, se ponga en cruz con la pretensión neoliberal de la obsolencia de la memoria. Entonces, apelando a una gobernabilidad del lazo roto, se desvanece el deseo que puede ser muy riesgoso.
“No sé cuál es la cifra, te la debo” es la metáfora de la irresponsabilidad que proviene de la amenaza de la memoria, que vuelve sobre la sociedad como espejo invertido.
Lo in-número
La memoria traumática de los crímenes masivos se reconstruye de un modo específico e implica sobre todas las cosas, un silencio agudo y muchas veces eternizado hasta que un hecho, un acto, una fecha, provocan un movimiento de des-coagulación inesperada.
Dicho esto, debo marcar que ya el volver a hablar del innúmero del crimen estatal significa de cuajo haber retrocedido a la filosofía de la impunidad. En nuestro país “los 30.000” reflejan no solo el “nombre” de la desaparición y el exterminio, sino y sobre todo la clandestinización de los crímenes cometidos. Esta cifra implica a nivel simbólico muchas cosas y más que un número, nos enfrentamos a un in-número, es decir, a aquello que no puede ser reducido a un hecho contable.
Por un lado, significa que la desaparición (no la muerte, sino la desaparición) no es medible. No se puede medir la desaparición de personas si la muerte fue abolida y aun no podemos “escribirla”. Es un imposible. Las muertes se “escriben” en el aparato burocrático del Estado, para luego ser “inscriptas” en un registro psíquico. Esto las hace registrables y contables. Se sabe cuántas son. Y hay un hilo entre la escritura y la inscripción, es decir, alguna certeza proveniente de la realidad externa es necesaria para la inscripción en términos de la realidad psíquica. Pero ya se ha debatido mucho sobre este tema hace tantas décadas atrás.
Hay marcas que trascienden el impacto por varias generaciones, y una de esas marcas es la de saberse testigo de algo que ocurrió y estuvo a la vista de todos, pero sin embargo se reniega de su existencia. Es decir que estamos hablando de un terreno tan complejo que ninguna generalización podría ser una respuesta responsable.
¿Por qué están incompletas esas listas aun hoy? Hay respuestas muy serias al respecto. No podemos permitir que se manoseen las razones. La desaparición basa su efecto desestructurante en dos operatorias articuladas, la clandestinización y la renegación del crimen. No es solo el ocultamiento de la prueba del delito (ocultar o quemar las pruebas, que también ocurrió); es más complejo. Implica un acto de renegación colectiva como consecuencia de ello. Se trata de la complicidad forzada del todo social que a pesar de haber estado involucrado en esa escena cotidianamente, tambalea en la creencia –lo ominoso siempre tiene un efecto de verdad irreal–, pero eso que tambalea, es enunciado por el Estado (el responsable) como inexistente.
Como parte de este dilema, en la complejidad de recabar las pruebas que certifiquen el número, pero que además hablen de los interminables modos que tomó el terror de Estado en Argentina, tenemos algunos casos que dan cuenta de la imposibilidad de “terminar” de analizar lo sucedido e incluso de la imposibilidad de dar por cerrado el número de víctimas. Por ejemplo el proceso de investigación de los archivos de las fuerzas armadas y de seguridad, y todos los archivos existentes en las instituciones que atravesaron nuestra vida cotidiana durante los años 70 y colaboraron abiertamente con el genocidio (universidades, fábricas, escuelas, hospitales, etc.). Gracias a intensas investigaciones –tanto de colectivos de derechos humanos, como de equipos estatales durante el último período– que se llevaron a cabo en muchas de estas instituciones pudimos acceder a parte de esa verdad. Y es evidente que aun resta mucho por “abrir”.
En ese in-número “30.000”, siempre estuvieron contempladas todas las víctimas, no solo las que aun hoy permanecen desaparecidas, sino todas aquellas personas que fueron tocadas por la desaparición (en algunos casos liberadas después de haber estado secuestradas). En otros casos se trató de cuerpos que circularon por la alternancia de los dispositivos de encierro legales e ilegales (ya que ese sistema de circulación de cuerpos estaba coordinado por ambas instancias). En todos ellos la tortura fue un común denominador, motivo por el cual se hace difícil sostener la frontera entre lo legal e ilegal, ya que la tortura no es legal en ningún dispositivo. Pero nos referimos al modo de escritura burocrática en un caso y la inexistencia de la misma en otro. Hubo también casos de personas que fueron sacadas de ese circuito ilegal pero no devueltas a sus vidas, sino traspasadas a una frontera más allá de la misma ilegalidad, y convertidas en personas desaparecidas vivas durante años, y algunas de ellas nunca pudieron volver de allí.
Esto significa que el hecho de haber sido un desaparecido no finaliza en el momento de la liberación del cuerpo secuestrado, como tantas veces nos advirtieron los y las sobrevivientes, a quienes escucho en su dimensión más íntima hace más de dos décadas.
Más bien, sabemos que se abre una dimensión imposible de desinscribir para ese sujeto. Se fue un desaparecido. Se es un ex desaparecido. ¿Cómo definir esa temporalidad? ¿Hay una temporalidad para esa experiencia? Ese nombre se conjuga con todos los tiempos verbales, pero ninguno logra definirlo. Y esto lo he podido confirmar a través de mi experiencia clínica.
Para finalizar, sobre la palabra de las víctimas
Es necesario recorrer las teorías críticas al campo de la victimología generalizable (cada vez más formalizado), que anula al sujeto y a su dignidad.
En ese sentido, tal como planteábamos anteriormente, la apelación responsable a los actos que rescatan la condición subjetiva puede sostener la compleja dialéctica entre la pregunta de Walter Benjamin: ¿Qué hacemos con las víctimas de la violencia? ¿Qué pasa con los perdedores, con los vencidos, con los desechos de la historia? ¿Podemos concebir alguna esperanza para ellos? ¿Se ha pronunciado ya la última palabra sobre su dolor y su muerte?, y la certeza de que no hay cambio de posición subjetiva sin riesgo, donde la asunción del riesgo es siempre con consecuencias pero sin garantías; a-riesgarse es a condición de hacer mediar una decisión, un acto que implique al sujeto y su dignidad.
Si estamos entonces en el terreno del acto, productor de humanidad, en tanto se introduce la responsabilidad y la determinación subjetiva, entonces podemos reservar un lugar a la cuestión que lleva a Primo Levi –sobreviviente de Auschwitz– a evocar una extraña desesperación que se adueñaba de los prisioneros en el momento de su liberación: “Vivíamos la desesperación al sentir que nos convertíamos en hombres, es decir en seres responsables”. Nuestra responsable manera de construcción nos ha llevado a lo que lo in-número determina: ¡son 30.000!
[1] Eliade, M., Lo sagrado y lo profano, Paidós, 1998.
[2] CCD a partir de acá
[3] Síntoma, pensado aquí como una condición de producción de un significante que representa a un sector de la sociedad en su singularización y que como tal comienza a constituir una pregunta y a descompletar sentidos unívocos coagulados. No nos vamos a detener en los complejos y extensos modos de teorizar el síntoma en Freud y Lacan, sino ubicar esta dimensión entendida como “sintomatización”.
[4] Desde la reapertura de las causas y el inicio de los procesos orales en 2006, son más de 180 los juicios desarrollados hasta la actualidad, en todo el territorio nacional.
[5] Sugerimos la lectura de http://tecmered.com/la-lista/
[6] Nótese la diferencia de significación que encierra nombrar el acto de asunción de la responsabilidad del Estado como “reparación” a nombrarlo como “indemnización”. En el primer caso el acento está puesto sobre el responsable del crimen (Estado) que debe reparar a su víctima, en el segundo, en cambio, el acento se desplaza a la víctima convirtiéndola en demandante de valores pecuniarios, desestimando los simbólicos y convirtiéndola en muchos casos, durante ese proceso, en sospechosa de reclamar lo que no le pertenece.
[7] http://www.oas.org/juridico/PDFs/arg_ley25326.pdf
[8] Tal como es mencionado en la prensa hegemónica.
[9] “Curro” es una expresión que en Argentina hace alusión al robo, estafa
[10] Darío Lopérfido, de él se trata, fue ministro de cultura de la Ciudad de Buenos Aires y debió renunciar a su cargo a mediados de 2016 debido a la magnitud ofensiva de sus dichos (de enero de 2016). Más tarde, en febrero de 2017, también tuvo que renunciar al cargo de director artístico del Teatro Colón por la reacción de artistas y organismos de derechos humanos al ser definido como “persona no grata para la cultura” por varios colectivos artísticos
[11] Conocido como Atila o Mansión Seré, durante la gestión de Martín Sabatella al frente de la intendencia de Morón, se constituyó en la Casa de la Memoria y de la Vida.
[12] http://www.lanacion.com.ar/1847930-no-mas-venganza
[13] Circuito represivo de los Centros Clandestinos de Detención Atlético, Banco y Olimpo
[14] A partir de las reconstrucciones testimoniales y arqueológicas, se estima que por allí pasaron entre 1.500 y 1.800 personas.
[15] Al respecto ver: Justiça de transição no Brasil: O papel da Comissão de Anistia do Ministério da Justiça, en http://www.justica.gov.br/central-deconteudo/anistia/anexos/2009revistaanistia01.pdf
[16] El “Socorro Rojo Internacional” fue creado en 1922 por la Internacional Comunista, para dar apoyo a prisioneros políticos y organizar la solidaridad internacional.
[17] En el año 2006 se creó el Plan Nacional de Acompañamiento a Testigos y Querellantes víctimas del Terrorismo de Estado.
[18] Presentado por Eduardo L. Duhalde, el 6 de octubre de 2011 en la CSJN. Este documento fue elaborado por el Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos “Dr. Fernando Ulloa” de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación bajo la dirección de Fabiana Rousseaux; y la CSJN a través del Juzgado de Instrucción No. 12, a cargo del juez Sergio Torres. Elaborado en forma coordinada entre ámbitos del Poder Ejecutivo y el Poder Judicial formó parte de la transversalización de políticas de memoria y justicia en ese período.
[19] Manual de Investigación y Documentación Efectiva sobre Tortura, Castigos y Tratamientos Crueles, Inhumanos o Degradantes. Es el primer conjunto de normas internacionales para documentar la tortura y sus consecuencias.
[20] Alemán, J. en El porvenir del inconsciente. Filosofía/política/época del psicoanálisis, Grama, 2006.
[21] El día 8 de mayo de 2016.
[22] Huffschmid, A., Durán, V., Topografías conflictivas. Memorias, espacios y ciudades en disputa, Trilce, colección Memoria, Buenos Aires, 2012.