VICISITUDES DE LA RECONSTRUCCIÓN DEL LAZO ENTRE EL ESTADO Y LAS VÍCTIMAS DEL TERROR DE ESTADO: GESTIONAR EL DOLOR*
Por Fabiana Rousseaux
¿Qué es el común?, si el punto de partida no es el “para todos” que marcha hacia un punto ideal. ¿Qué es el común?, si se lo entiende como aquello que surge de la “no relación sexual”, el Común brotando de la soledad sintomática en relación con el inconsciente, sin dialéctica ni superación alguna. O, dicho de otro modo, el Común como el verdadero término donde la Diferencia Absoluta puede jugar su partida. [1]
Durante todos estos años, me pregunté acerca de los alcances que puede tener el discurso del psicoanálisis en el ámbito del Estado, desde un programa ministerial, tomado de modo radical por el discurso jurídico, como fue la inauguración de una experiencia de trabajo particular, en el marco del Centro de Asistencia a víctimas de Violaciones de Derechos Humanos “Dr. Fernando Ulloa”. Para teorizar sobre esas incidencias y las coordenadas que atraviesan esas dilemáticas prácticas, es necesario en primer lugar realizar algunas articulaciones teóricas entre el campo de lo social y la subjetividad, considerando –como en este caso específico– los efectos traumáticos del terrorismo de Estado y sus múltiples modos de herencia.
Dentro de la práctica del psicoanálisis, en el entrecruzamiento con lo social, podemos cuestionamos acerca de lo que significa trabajar en el interior de una política pública, inserta indiscutiblemente en la lógica del “para todos”. Tal como se sostiene desde la lógica del derecho también. Y desde una primera y rápida lectura, parece entrar en contradicción con la perspectiva del “no-todo” que sostiene el psicoanálisis. Sin embargo, esto no es tan así, cuando logramos hacer un “buen uso” de las coordenadas colectivas y no nos obsesionamos por suturar la contradicción que estas lógicas conllevan, sino todo lo contrario: las sostenemos.
Se trata de lo que los psicoanalistas podemos introducir dentro de esa perspectiva social haciendo posible una intervención que no renuncie jamás a la dignidad del sujeto.
La dignidad del sujeto, en estos casos, tiene que ver con poder tomar la palabra en nombre propio para producir una verdad no sólo subjetiva, sino también con efecto de sentido en lo social, y que se juega hoy de un modo particular en el marco de los procesos judiciales por delitos de lesa humanidad, principalmente para quienes deben prestar su testimonio en calidad de víctimas-testigo.[2]
¿Cómo hacer con eso que no tiene forma de ser nombrado –el horror–, ese traumatismo discursivo que no podemos hacer pasar por el lenguaje de modo absoluto? Y luego, entonces, ¿cómo producir una lógica que apunte al “uno por uno”, para rescatar la dignidad de ese acto de enunciación, a efectos de que hacia el final del proceso algo de la reparación pueda producirse y no caigamos en su consecuencia contraria?
Cuando hablamos de reparación, sabemos –como analistas– que no hay modo de reparar lo ocurrido. Sobre todo en los términos jurídicos en los que se define la reparación como aquella instancia que podría “volver las cosas a su estado anterior”. Pero, sobre todo, no hay modo de reparar totalmente lo ocurrido por la gravedad que tuvo, por la dimensión de los delitos cometidos por el terror de Estado en nuestro país, y por esa famosa pregunta que no es nueva en el mundo pero sí lo es para nosotros como sociedad: ¿cómo pudo ocurrir?
“Wiedergutmachung” es la palabra alemana que denomina a la reparación que estableció Konrad Adenauer en 1953 para pagar indemnizaciones a los sobrevivientes del nazismo. La significación de este término es algo así como “hacer de nuevo el bien”. Sin embargo, muchos de los sobrevivientes de ese genocidio se negaron a cobrar las indemnizaciones, reconociendo la imposibilidad de volver las cosas al estado anterior a los inenarrables hechos ocurridos.
En Argentina, este proceso también atravesó por períodos similares, donde la falta de anudamiento entre las reparaciones y los procesos de justicia, verdad y memoria provocaron una significación muy diversa acerca del valor pecuniario, despojándolo de otras significaciones simbólicas necesarias, para lograr inscribirse en los términos de una efectiva reparación, durante los largos años de impunidad que debimos transitar en esta sociedad.
Sin embargo, los juicios lograron reanudar una gran parte de esa vinculación rota entre las traducciones económicas del daño (indemnizaciones), justicia, memoria y verdad, dando entonces un sentido más integral a la idea de reparación.
Sabemos, por la experiencia recabada, que no hay modo de olvidar lo que “no cesa de no escribirse”.
Tomando a Miquel Bassols: “La sexualidad y la muerte siguen siendo los dos ejes de coordenadas mayores con los que el sujeto intenta localizar en el discurso ese agujero negro de su universo particular, aquello que no cesa de no escribirse, de no representarse en él y que llamamos lo real. De ahí que Lacan lo igualara a lo imposible lógico. Lo real es lo imposible en la medida que no puede llegar a simbolizarse ni a imaginarse, que no cesa de no escribirse en los otros dos registros”[3].
Del mismo modo, podemos afirmar que los daños que generan los delitos imprescriptibles no son prescriptibles. Estos –delitos de lesa humanidad o de humanidad injuriada– generan una actualidad permanente de “lo afectado”, en la medida que el delito se sigue cometiendo. Y aun cuando se resuelvan casos particulares e incluso se llegue a sentencias ejemplares, estos delitos afectan a la humanidad en todo su conjunto, tal como lo define en su artículo 7 el Estatuto de Roma: “se entenderá por ‘crimen de lesa humanidad’, cualquiera de los actos siguientes cuando se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque: a) Asesinato; b) Exterminio; c) Esclavitud; d) Deportación o traslado forzoso de población; e) Encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; f) Tortura; g) Violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable; h) Persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género definido en el párrafo 3, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional, en conexión con cualquier acto mencionado en el presente párrafo o con cualquier crimen de la competencia de la Corte; i) Desaparición forzada de personas; j) El crimen de apartheid; k) Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física”.
Ninguno de estos delitos nos es ajeno en Argentina, y la letra jurídica, de la cual podemos servirnos los profesionales que trabajamos en el marco estatal, cualquiera sea su ámbito, nos enfrenta con el problema de los particulares instrumentos o lógicas de evaluación frente delitos de esta índole y que además no cesan.
En este sentido, otro de los problemas que trae aparejado el trabajo en este terreno dilemático –para trabajadores de la salud mental y del campo jurídico– es el del olvido en tanto represión necesaria que provoca el recuerdo de lo ominoso. Se trata de una forma de presentificación de lo ocurrido que marca un tiempo atemporal, siempre actual, y donde no podemos afirmar que estos hechos estén más lejos porque hayan ocurrido cuatro décadas atrás (pensemos en el impacto que provoca en la sociedad la restitución de cada “nieto”, donde “lo contable”, el número que nombra, nos remite a la necesidad social de ubicar alguna coordenada posible, asible a la condición humana, que torne “entendible”, “traducible” la significancia de cada restitución. Es decir, convivimos con cuerpos desaparecidos-vivos, y eso no es sin efectos en el corpus social).
Como psicoanalistas, al trabajar en programas que gestionan políticas de Estado, debemos decir que cada acontecimiento significante en este terreno (aniversarios del 24 de marzo, fechas de inicio o sentencias de juicios por delitos de lesa humanidad, acontecimientos excepcionales como fugas de represores, o absoluciones, o amedrentamientos de algún tipo a víctimas-testigos) nos insta a redireccionar la lógica del trabajo que desarrollamos, es decir, nos pone frente al problema de no tentar respuestas repetitivas y predeterminadas que terminen por ofender la dignidad de los testigos que se presentan cotidianamente en los juicios.
¿Cómo revertir lo irreversible? Esa demanda hace testimoniar. Esa preocupación alojada en el ánimo conjuga lo personal con lo impersonal, la experiencia de la confesión con la experiencia intelectual e imaginativa, la experiencia del pensamiento y la experiencia de las pesadillas. La estupefacción que provoca, esa poiesis del testimonio, traslada la condición de testigo, hace testigos a aquellos que experimentaron el testimoniar. Testimoniar que sublima, depura, contagia e identifica, testimoniar que atraviesa el espejo y busca otra dirección para lo experimentado y lo por experimentar.[4]
Frente a estos hechos delicados, no es plausible una respuesta estatal sin un lazo social que repare desde la integralidad las diversas situaciones que se desprenden de las interminables marcas que laten en torno a este problema. En tal sentido, la tarea de “acompañar” tiene mucho más que ver con enlazar Estado / víctimas / proceso judicial, en sí mismo, que con sostener las –a veces– rígidas premisas terapéuticas basadas en el tradicional concepto de acompañamiento proveniente del campo de las terapias antimanicomiales, en momentos de crisis, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, en ámbitos extramuros, como describen algunos autores.
Para el abordaje de víctimas del terrorismo de Estado, y en el particular e inédito proceso de juicios por delitos de lesa humanidad, con tribunales ordinarios[5], esa definición es totalmente insuficiente y equívoca. El concepto de “acompañar” en este campo no conviene relacionarlo con la idea clásica del acompañamiento terapéutico, sino pensarlo desde la acepción de lazo social.
“Lazo” necesario para poder enlazarse a un discurso, que no es solamente jurídico y que tampoco puede ser de neta protección, ya que el discurso “rigidizado” dentro de la lógica estatal protectora deja por fuera al sujeto a proteger. El acompañamiento, entonces, se vuelve tal en estos casos si es un discurso; necesario de construir porque el Estado, en esto, había permanecido ausente durante varias décadas. Por lo tanto, volver a tomar un lazo posible con el Estado por la paradójica situación de haber sido el propio Estado quien encarnó esos crímenes nos enviste de una responsabilidad central a quienes trabajamos y/o pensamos en estos contextos, que es impulsar y garantizar las condiciones necesarias para implementar una lengua novedosa y sus derivados en prácticas reparatorias, tomando especial cuidado de no dar respuestas generalizadas, burocráticas o paliativas.
Como psicoanalistas, acogemos la demanda de la persona que se ha constituido en víctima del terrorismo de Estado en un dispositivo singular. Para alojar esa demanda, debemos intentar la ubicación de lo íntimo de cada sujeto. Más allá de que no haya estado impactado de modo directo, es necesario hacer lugar a esa situación que tiene que ver con el impacto que el terror de Estado produjo alrededor de todos los lazos sociales, a nivel de la sociedad en su conjunto y a nivel del discurso que introdujo también.
Nuestra responsabilidad está regida por una premisa que tiene que ver con despatologizar estas situaciones que, dada la “actualidad del trauma”, pueden parecer extrañas en el modo de presentación. Y esto hace que, en muchos casos, al trauma de compleja tramitación se le sume la fallida intervención de algunos profesionales de la salud mental, quienes al psicopatologizar en algunos casos a través de la aplicación de técnicas psicométricas o, en otros, al promover una clínica de “hacer el bien” (“mejor olvídese, ya pasó mucho tiempo, mejor piense en otra cosa”, como hemos escuchado muchas veces), confunden el sentido de lo “a evaluar”, a la vez que relativizan las acciones llevadas a cabo por el terror de Estado, excluyendo las condiciones subjetivas de elaboración del sufrimiento y dejando al “sujeto afectado” a merced de un goce mortífero y solitario, que en ocasiones incluso puede presentarse con envoltorios alucinatorios, típicos de los efectos de la “desaparición”. En ese sentido, la responsabilidad profesional de lograr analizar profundamente lo “a evaluar” se torna obligación estatal. De lo contrario, se arriesga el efecto subjetivante y dignificante de las personas que tuvieron que atravesar los horrores cometidos por el propio Estado en épocas de terror masivo y masivizante.
En esta intersección del discurso jurídico, del discurso del Estado, del discurso social, está el sujeto del inconsciente, como nos advierte Juan Dobón. Un sujeto dividido por efecto de los olvidos, los fracasos, los equívocos; y, por otra parte, un sujeto completo, sin fisuras, un sujeto que sabe, al que se le pide objetividad y exactitud en el relato y también se le exige “volver a contar” obviando muchas veces sus consecuencias. Tenemos para decir desde nuestro campo de intervención que hablar siempre tiene consecuencias. Y cuáles son esas consecuencias es algo totalmente impredecible, no sólo para quien habla, sino también para quien escucha.
Desde ya, sostener el compromiso del “uno a uno” no es una tarea fácil en la práctica estatal, que construye política pública, y necesariamente construye generalización, porque se trata de pensar desde una perspectiva que apunta a garantizar los “derechos de todos”. Esa contradicción es precisamente la que no debemos intentar suprimir, ya que traería otras consecuencias complejas.
Sin embargo, lo que los psicoanalistas podemos introducir dentro de ese discurso colectivo es precisamente la invención de un lugar que no renuncie a la “etificación” subjetiva. Pero el efecto de sentido en lo social es determinante a la hora de “hacer pasar a lo social” lo vivido en la clandestinidad de los hechos atroces. “Aunque lo cuenten, nadie les creerá”, se jactaban ante las víctimas del nazismo los SS en los campos de exterminio, ya que “lo vivido aquí es tan horroroso que nadie les creerá lo que cuenten”.
Esos hechos están inscriptos de modo indeleble en la memoria de los cuerpos. Se trata de una memoria social corpórea. Hecha carne en los cuerpos que transitan por un espacio social y llevan las marcas del terror repitiéndose en infinitos gestos.
Hay una forma de presentificación de ese horror, simultánea con el olvido también –el olvido como respuesta sintomática–, que tiene estatuto de efecto y mantiene relación directa y causal con lo actual, con lo que retorna en un tiempo anterior.
En cada testimonio de lo vivido, el relato que se forja, cobra una temporalidad actual, inespecífica, extraña, y se vuelve a producir un sentido, diría que en cada repetición hay una nueva marca. Quizás en términos de relato haya coincidencias discursivas, pero no en términos del acto subjetivo que implica, dado que cada vez que se vuelve a pasar por el testimonio se produce un encuentro con algo que antes probablemente no estaba o no era evidente para quien lo enuncia.
Ahora bien, frente a la magnitud de estas consecuencias, no hay posibilidad de una “respuesta sin lazo”, sin un Estado de Derecho, Reparador, que intente suturar el lazo devastado por el propio Estado en épocas de terror generalizado para acceder a la planificación de políticas reparatorias que logren incidir en alguna medida sobre lo provocado.
Es decir, un acompañamiento pensado desde la reconstrucción de un lazo social. El acompañamiento como discurso a construir. Cuando iniciamos esta experiencia, en el año 2005, había que construirlo justamente porque el Estado no había estado presente jamás en estos problemas. Y ninguna política de Estado que se ocupe seriamente del tema puede desconocerlo, como tampoco pueden desconocerse las consecuencias que pueden implicar el hecho de “reanudar algo que estaba roto”, porque hay que volver a confiar, volver a creer, volver a tomar un diálogo posible.
Es decir, haciendo un buen uso de los laberintos burocráticos inherentes a las políticas públicas, aun cuando en muchas oportunidades los intentos no alcancen o incluso terminen provocando lo que se pretende evitar, porque también debemos saber que la magnitud de las marcas hacen necesarios dispositivos que estén a la altura de lo dañado.
Como psicoanalistas, en esa función, al recibir a un sujeto que ingresa al dispositivo de asistencia como víctima y sale de allí del mismo modo, sin haber sido tocado siquiera por el interrogante acerca de su verdad, aun en el espacio desubjetivante de la invención del siglo XX como lo es el dispositivo concentracionario, que en nuestro país tomó el nombre de centros clandestinos de detención, nos coloca frente a un gran dilema ético. Una cosa es ser víctima del terror de Estado y otra es que eso sea el único nombre en la vida de un sujeto. Si no arriesgamos una dislocación del sentido, se puede profundizar la indignidad de las consecuencias de estos delitos.
No podemos olvidarnos que escuchamos precisamente a los dos sujetos en juego de modo simultáneo, a un sujeto que el Estado convirtió en víctima y a un sujeto del inconsciente, que es un sujeto que habla en nombre propio y que muchas veces puede decir “lo peor que a mí me pasó no es lo que todo el mundo supone, lo peor que a mí me pasó es otra cosa”. Y ¿cómo hacer lugar a esto en el Estado? Ahí el discurso que mide las políticas –y sus resultados– se hace insuficiente. Sin embargo, la invención de modos de respuestas, aun en el limitado marco de la cuantificación burocrática, medible y técnica de la ciencia y el discurso positivista que clama por definiciones categoriales, nos da un margen, siempre que estemos dispuestos a extremar un poco más esos sentidos.
Una respuesta posible a eso es la despatologización de la víctima. Recién allí emerge un sujeto que fue víctima de una situación provocada por el Estado y a la cual le suceden cosas diversas. Antes y después de eso también está el sujeto, trastocado desde ya por los episodios que tuvo que soportar a instancias de la responsabilidad del Estado, pero el arrasamiento subjetivo que puede darse en algunos casos no tiene un solo envoltorio. Hay una tentación importante, muchas veces, de tratar a un sobreviviente, que ha transitado por una experiencia concentracionaria, como un “paciente”.
Debemos ser cautos con la certeza del bien, porque el nazismo fue la consecuencia de la lógica del bien absoluto, y de eso hay que cuidarse mucho en la clínica también.
Por otro lado, la reapertura de los juicios en 2006 permitió reconocer la imposibilidad de llevar adelante este proceso por delitos de lesa humanidad sólo desde el discurso jurídico. Uno de los problemas fue que la prueba fundamental está basada en los testigos sobrevivientes del terrorismo de Estado. Testigos que, por otra parte, ya habían dado testimonio decenas de veces antes de estos juicios, tanto en el exterior, como ante organismos de derechos humanos que funcionaban en la Argentina. Muchas de estas pruebas fueron incendiadas, allanadas o inundadas en distintos momentos a lo largo de estos años. Los organismos de derechos humanos hicieron todo lo posible para mantenerlos intactos, pero muchos de esos testimonios fueron destruidos, lo cual exigió sucesivas reconstrucciones.
Algunos sobrevivientes pudieron dar testimonio en “la causa 13: el juicio a las juntas”[6] frente a un tribunal. Luego, se abrieron juicios en el exterior donde también ofrecieron su testimonio, mayormente en Francia, Italia, Alemania y Suecia. Estos juicios en el exterior tuvieron su fundamento en la legalización de la impunidad a partir de las leyes de “obediencia debida” y “punto final” y los decretos de indultos impulsados por Carlos Menem. Finalmente, a finales de 1999 y comienzos de 2000, se llevaron adelante los “juicios por la verdad”, que se desarrollaron mayormente entre Mar del Plata y La Plata, que si bien no tenían consecuencias penales para los acusados, permitían la reconstrucción de la verdad histórica. En ese contexto también dieron testimonio los sobrevivientes y familiares. Por consiguiente, ya en 2006, con la reapertura de los juicios orales, estos testigos habían ofrecido su testimonio en demasiadas oportunidades y además descreían de la justicia en tanto no había fundamentos para asegurarles que su testimonio fuera a ser de utilidad para juzgar a los responsables.
Comenzó así un debate interesante sobre la verdad jurídica y la verdad subjetiva de estos particulares testigos. Ya nadie puede dudar de los testigos en la Argentina, porque esa es la primera condición de dignidad que tenemos que establecer y en gran medida porque existieron todas esas instancias previas de prueba donde los jueces de otros países, la CONADEP[7], la Causa 13 (“Juicio a la Juntas”), habían admitido estas pruebas. Con lo cual, evidentemente, no se podía dudar sobre lo que había pasado en la Argentina: dudar del terrorismo de Estado décadas después, cuando se iban a juzgar estos hechos, no era admisible. Debíamos –como sociedad– partir del punto ético de reconocer los hechos a pesar del tan anquilosado discurso social del “yo nunca vi nada”.
En ese contexto, y con todos problemas sintomáticos que detectamos, construimos una lógica de trabajo basada en el deber del Estado de comprometerse a acompañar y a estar presente en el proceso de los juicios, no sólo para acompañar a los testigos, sino para acompañar el proceso de los juicios en su conjunto. Esto se fue construyendo sobre la marcha a partir del enorme y diferencial impacto que tiene sobre el propio testigo volver a contar lo sucedido en el contexto de un tribunal con consecuencias penales, que, si bien puede ser mucho más doloroso en términos de rememoración, conlleva un contrapunto que es convertirse en una instancia mucho más reparadora, sobre todo cuando se llega a la etapa de la sentencia y entonces de alguna manera ven reflejadas las sanciones para quienes cometieron los peores crímenes contra ellos. Emerge una dimensión novedosa vinculada a los efectos de haber sido escuchados por el Estado.
El problema que también encontramos en estos procesos es que, cuando los testigos hablan, no lo pueden hacer solos ante un tribunal, porque lo que relatan es lo que nos sucedió a todos.
Hay, entonces, una construcción colectiva que se fue gestionando entre los ciudadanos, los organismos, los jueces, los fiscales, los profesionales que trabajamos en ese campo y los sobrevivientes, que permitió ir armando un discurso nuevo.
Discurso que trastoca directamente la lógica judicial más tradicional, cuando nos permitimos interrogamos seriamente qué es lo que estamos juzgando, para qué, a qué le vamos a dar mayor peso, teniendo en cuenta que estamos juzgando delitos de lesa humanidad y no cualquier otro delito, y que lo que se está encarando en estos juicios es el poder omnímodo del Estado en su expresión radical, y que, tal como teorizó Eduardo Luis Duhalde[8], se trató de la puesta en marcha de un verdadero terrorismo de Estado y ya no sólo de la violencia Estatal.
Para finalizar, una breve carta enviada al equipo por parte de una sobreviviente luego de prestar su declaración en un juicio en el año 2013:
“Hola a todo el equipo: al hacer el balance de este año, el testimonio en el juicio se me instala como lo más importante y fácilmente los recuerdo por haber estado ahí, conteniendo y acompañando. Les mando un abrazo y quiero agradecerles el trabajo de ‘reparación’ que realizan.”
Estas noticias deberían servirnos para volver a entender por qué estamos tan empecinados en sostener el paradójico lugar de desencuentro entre la verdad jurídica y el verdad subjetiva, que puede hilvanarse cada tanto, sólo a condición de reanudar el lazo desaparecido.
*Este texto fue publicado en cuatro entregas en Contexto (mayo de 2015). Disponible en http://www.diariocontexto.com.ar/?s=vicisitudes+de+la+reconstrucci%C3%B3n+del+lazo
[1] Alemán, J. (2012). Soledad: Común. Políticas en Lacan. Buenos Aires: Capital Intelectual.
[2] Al respecto, ver: “Protocolo de Intervención para el Tratamiento de Víctimas-testigos en el marco de Procesos Judiciales”, MJyDDHH-CSJN, septiembre de 2011.
[3] Bassols, M. (2012). “Lo real del psicoanálisis”. En: revista Virtualia, noviembre de 2012, Año XI
[4] “Caligrafías de la desaparición. Estéticas del testimoniar”, texto inédito de Claudio Martyniuk.
[5] Argentina tiene la particularidad de no haber creado Tribunales especiales al modo de Ruanda y ex Yugoslavia para el juzgamiento de delitos de lesa humanidad, sino llevarlos a cabo con los Tribunales Orales Federales ordinarios.
[6] Realizado en 1985, donde se condenaron a algunos integrantes de las tres primeras juntas militares por las graves violaciones de derechos humanos que habían cometido.
[7] Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, creada el 15 de diciembre de 1983 por el entonces presidente Raúl Alfonsín.
[8] Duhalde, E. L. (1983). El Estado Terrorista Argentino. Buenos Aires: Argos Vergara.