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Salud Mental y Derechos Humanos

By 19 enero, 2021julio 28th, 2021No Comments

Por Fabiana Rousseaux

Agradezco a los organizadores por esta invitación –en especial a Silvina Czerniecki–, y no hace falta aclarar el inmenso honor que implica para mí compartir hoy este encuentro con nuestra gran Estela.

Con ella tuve la fortuna de mantener una interlocución de trabajo durante las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, cuando Eduardo Luis Duhalde era el Secretario de DDHH de la Nación y, bajo esa gestión, pudimos llevar adelante una experiencia en salud mental sin precedentes a nivel mundial como fue la construcción de un Plan Nacional de Acompañamiento a testigos en los juicios por delitos de lesa humanidad y posteriormente la creación del “Centro de Asistencia a víctimas de violaciones de DDHH Dr. Fernando Ulloa” donde, junto a Estela y un gran espectro de referentes en el campo de los DDHH, mantuvimos un diálogo muy fuerte para esa construcción. Una nueva forma de pensar las políticas públicas al interior del Estado Nacional en torno al dolor desencadenado por el terrorismo de Estado. Una de las cuestiones más novedosas fue el hecho de articular esas políticas no sin el enorme recorrido de las Madres y las Abuelas que siempre marcaron el norte ético de nuestras prácticas por fuera y por dentro del Estado, así que a ellas todo mi agradecimiento y el de todas y todos los colegas que formamos parte de esa experiencia, sé que algunos de ellos hoy están aquí, en esta jornada.

En honor a esa historia quiero recordar aquí a Francisco Madariaga Quintela, Fran como le decían, nacido en Campo de Mayo en 1977 durante el cautiverio de su madre Silvia Quintela, es el nieto recuperado Nro. 101 que se reencontró con su padre Abel en el año 2010, y que falleció hace pocos días. Cuando Francisco recuperó su identidad tuvimos un vínculo muy cercano con él desde el Centro Ulloa que espero lo haya acompañado entre otras instituciones, en el recorrido que hizo en torno a la restitución de su identidad.

Dado que vamos a tener un tiempo acotado y considerando que ustedes están cursando diversas carreras vinculadas al ámbito de la salud, no quiero dejar de destacar la importancia que cobra, en este momento de pandemia, el trabajo de articulación con las Universidades Públicas para aportar en sus diversas formas a la consolidación de políticas en salud en momentos urgentes como el actual.

Entonces quiero contarles en un brevísimo recorrido que este campo llamado Salud Mental y Derechos Humanos surge, en América Latina, durante la década del ‘70 y, en particular, surge como una respuesta ante las masivas violaciones a los DDHH en toda la región. Hoy este campo tiene muchas direcciones desde las cuales lo podemos abordar. Sin embargo, quisiera centrarme en la experiencia concreta del equipo de salud mental con el que llevamos adelante un trabajo que hasta el día de hoy nos enorgullece dado que, además de los efectos a nivel local, tuvo efectos en toda la región, replicándose en algunos países iniciativas similares.

Es importante mencionar también que Abuelas de Plaza de Mayo, entre todas las incidencias que tuvo en el campo científico, jurídico y político internacional, también consideró a la asistencia psicológica un eje primordial del trabajo de restitución de identidad de los nietos y nietas apropiados y apropiadas, a tal punto que instituyeron el Centro de Atención por el Derecho a la Identidad que dirige Alicia Lo Giúdice, con una perspectiva psicoanalítica, también novedosa como la que introdujimos desde el Centro Ulloa en el campo de la salud mental y los derechos humanos. Decía Estela, en uno de los libros que publicaron para dar cuenta de esta experiencia: “Cuando recién empezamos, jamás nos imaginamos vivir toda una vida en esta tarea… por eso acá estamos hace más de 30 años (casi 45) trabajando para sentar precedentes, tejer historias, para que esta tragedia se resuelva lo mejor posible y para que, ojalá nunca más se repita. Si esto llegara a ocurrir en algún otro lugar del mundo, los familiares de las víctimas, otras abuelas como nosotras, tendrían materiales a los cuales recurrir. Cuando iniciamos nuestro camino, por el contrario, no había conocimiento construido alrededor de nuestra problemática”. Estela estaba marcando allí la centralidad que tuvo siempre para ellas la apuesta a un futuro del Nunca Más ya no sólo para ellas, sus nietos y nietas sino para la humanidad toda. Ese legado que tuvieron la claridad de sostenerlo desde el inicio las Abuelas es, junto a la lucha de las Madres, el tesoro ético que impidió en muchas oportunidades que se salten las vallas en este país. Hace pocos días en Argentina volvimos a dimensionar este legado, lo conocemos, nos protege ya no sólo a quienes acompañamos estas luchas desde siempre sino a toda la sociedad en su conjunto, aún a aquellos que ni siquiera lo saben o, incluso, ni siquiera lo podrían reconocer. Pero el nudo ético del Nunca Más encarnado por todas ellas son el reaseguro democrático de la Argentina.

Ahora bien, para hablar del campo de la salud mental y los DDHH hoy, no podemos dejar por fuera el contexto de la pandemia. No podemos no introducir lo que se ha profundizado a partir del acontecimiento de la Covid-19 porque, sin lugar a dudas, el debate sobre el lugar del Estado vuelve a ser determinante y en esta breve intervención quisiera que podamos pensar juntos y juntas si el enorme esfuerzo de inscripción social de la memoria, la justicia, la verdad, en definitiva la vida, que lleva más de cuatro décadas de insistencia, puede ser una vía para anudar esas marcas con el derecho a la vida que ha sido puesto en jaque por la pandemia en sus diversas respuestas estatales.

Quizás no sea un tema menor pensar hasta qué punto la herencia asumida por los Estados que hacen pie en esas huellas,  permita afrontar las políticas sanitarias del cuidado de otro modo, enlazándolas por ejemplo a los discursos que se constituyeron sobre el valor que cobró el dolor de las víctimas de delitos de lesa humanidad porque, si hay algo que diferencia a nuestro país del resto de los países en torno a las políticas de memoria, verdad,  justicia y reparación, es el complejísimo y profundo vínculo que el movimiento de Derechos Humanos estableció con el Estado, provocando nuevos conceptos y nuevos marcos teóricos. Podemos ver la radical diferencia que nos separa de otros países del cono sur que transitaron por las mismas experiencias y que, sin embargo, a pesar de haber realizado gestos y actos gubernamentales de peso en torno a las violaciones de DDHH como puede ser el caso de Brasil, Chile o Uruguay, no se ha constituido ese núcleo o ese nudo, como decíamos anteriormente, en torno al Nunca Más.

Ello se debe a muchas razones, una de ellas, y muy determinante, es el proceso de juzgamiento llevado a cabo en Argentina desde el año 2006 en juicio orales y públicos, el incansable trabajo de restitución de lo ocurrido por parte de los organismos impactando en la memoria de las sucesivas generaciones, que sostienen aún el deseo de saber sobre aquello que seguirá pulsando en nuevos horizontes alrededor de la memoria de lo traumático. En el año 1995 surge la agrupación HIJOS, hace pocos días, en 2020, surgió la agrupación Nietes, tercera generación organizada en torno a esas marcas. Cabe destacar que en 2017 también surge una agrupación de Hijos de genocidas que marchan contra sus padres haciendo pública su posición por primera vez luego de la masiva concentración contra el 2×1 (beneficio que la Corte Suprema de Justicia intentó dar a los responsables de crímenes de lesa humanidad) y, recientemente Chile y Brasil replicaron esta experiencia –también argentina- donde se hace pública la voz de estos hijos y nietos.

Mirando un poco hacia atrás, podemos decir que durante las décadas del ‘70 y ’80, las masivas violaciones de DDHH en nuestra región provocó la inmediata tarea de asistencia y acompañamiento a las víctimas por parte de los equipos psicoasistenciales pertenecientes a los organismos de Derechos Humanos. Si bien el problema de la salud mental frente a las situaciones de guerra, violencia, genocidios siempre fue un tema muy importante, no siempre fue asumido en toda su dimensión. Ya desde el V Congreso de la Asociación Internacional de Psicoanálisis, realizado en 1918, en Budapest, cuando la Primera Guerra llevaba más de 4 años, el psicoanálisis adquiere un lugar significativo entre las disciplinas médicas de la época que analizaban el impacto de la guerra.

Pero lo ocurrido en América Latina, con la propagación de dictaduras por todo el continente, provocó la necesidad de una nueva manera de pensar el impacto de la desaparición forzada y masiva de personas y la cancelación de los ritos por parte de los Estados bajo su modalidad del terror. Así surgen nuevas teorizaciones acerca del duelo, de la locura, de las marcas transgeneracionales del horror, de los procesos de memoria como parte de una construcción clínica y, en ese sentido, qué tipo de memoria era la que había que introducir frente a hechos tan límites, etc.

Los psicoanalistas, profesionales y académicos de la talla de Fernando Ulloa, Gilou García Reinoso, Juan Carlos Volnovich, la legendaria Mimi Langer, Kessekman, Pavlovsky, Armando Bauleo, Marcelo Viñar en Uruguay, más cerca Alicia Stolkiner, Graciela Guilis, Victoria Martínez, entre muchísimos otros y otras, marcaron un rumbo determinante en el ámbito de una novedosa “clínica-política” – por denominarla de un modo muy general–,  donde comienzan a trabajar sobre los nuevos paradigmas conceptuales que imponen los delitos de lesa humanidad, en particular la “desaparición” y los efectos extremadamente traumáticos de la tortura y las violaciones sistemáticas.

Con toda esa experiencia recabada, a partir de los 2000 y con la asunción de gobiernos democráticos de cuño popular, comenzaron a implementarse políticas reparatorias y de reconstrucción de la memoria y de la verdad histórica, que durante los períodos de gobiernos democráticos neoliberales anteriores no habían estado en la agenda pública. Con este cambio a nivel estatal, los equipos asistenciales que habían llevado adelante las tareas clínicas con las víctimas de violaciones de DDHH también comenzaron a debatir sobre la necesidad de lo que se denominó “el traspaso a manos del Estado” de las políticas de reparación simbólica entre las que la asistencia en salud se encuentra como una de las prioritarias.

Es importante remarcar que el terror produjo consecuencias no sólo en las víctimas directas o afectados, sino en la sociedad en su conjunto y también recordar que es el Estado quien debe velar por los derechos de sus ciudadanos/as por lo cual, en el sentido estrictamente “reparatorio”, es también quien tiene el deber de aplicar políticas acordes al resarcimiento de los daños provocados. Y si esos tratamientos clínicos no se inscribían bajo la implicación del Estado en estos nuevos procesos, la dimensión reparadora quedaba omitida, generando efectos terapéuticos diversos.

Así,  en Argentina se crea en el año 2005 un dispositivo nuevo en el ámbito de la Secretaría de Derechos Humanos, vinculado a instalar el debate acerca de las consecuencias actuales del terrorismo de Estado en la salud mental, lo cual da paso a diversos niveles de complejización en función de las necesidades que fueron surgiendo en el país con la reapertura de los juicios, y la exposición testimonial de las víctimas, creándose en el año 2007 el “Plan Nacional de Acompañamiento a testigos” para acompañar, justamente desde el Estado, a quienes debían prestar su declaración en el marco de estos procesos. Finalmente, en el año 2011, se crea por Decreto Presidencial el “Centro de Asistencia a Víctimas de violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa”, dependiente también del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Toda esta tarea se articula en red con Organizaciones no Gubernamentales como el equipo de salud mental del CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales), CODESEDH (Comité para la Defensa de la Salud, la Ética y los Derechos Humanos) entre otros; y el Sistema Público de Salud de Hospitales y CAPS (Centros de Atención Primaria en Salud), además de trabajar coordinadamente con algunas universidades nacionales para la formación de equipos locales.

Entre esas tareas también asumimos la realización de Juntas Médicas de evaluación del daño psicológico, requeridas por las leyes de reparación económica destinadas a las víctimas de la dictadura.

Frente a la pandemia, el conjunto de renuncias a las que quedamos sometidos con las necesarias medidas sanitarias son muy importantes, no sólo el rito funerario quedó fuertemente afectado sino también otros nudos constitutivos del lazo social. La prohibición de contacto, enunciada como medida de cuidado de sí y hacia otros, la imposibilidad de la despedida de nuestros seres queridos o el aislamiento preventivo, constituyen renuncias importantes que apelan a la responsabilidad social pero también a la responsabilidad estatal. Porque no es de cualquier manera que esto se puede sostener.

En el tiempo anterior a la pandemia no hubiéramos podido imaginar siquiera hasta qué punto las marcas, los legados históricos, habían constituido un terreno ético posible para afrontar los significantes que circulan por el universo de las llamadas “políticas del cuidado”. En el caso argentino, vemos esas marcas asumidas en el presente por un Estado que intenta restituir algo del tejido social dañado frente a la destrucción generalizada que va provocando “lo pandémico”. Una destrucción que viene a profundizar los ya deteriorados escenarios que dejó la gestión presidencial anterior, fundamentalmente frente a las políticas de Derechos Humanos, donde el negacionismo fue una de las mayores marcas dejadas por el macrismo.

Las políticas sanitarias del cuidado podemos enlazarlas a los discursos que se constituyeron sobre el valor que cobró el dolor de las víctimas de violaciones de derechos humanos y que he definido en trabajos anteriores como “políticas sobre el dolor”.

En nuestro continente, el problema de la muerte y sus ritos funerarios ha sido siempre un tema muy importante, dado que la mayoría de las dictaduras apelaron a la mortificación de los familiares, impidiendo dar sepultura a sus muertos, nuestro continente está plagado de cuerpos sin nombre, la proximidad simbólica con este escenario actual nos impone un renovado debate sobre este tema para impedir que se aproximen demasiado estos hechos a esos sentidos feroces.

En tiempos de pandemia, todos los lazos están en riesgo de desanudarse, los significantes se enloquecen y se sueltan, la temporalidad se desorganiza y los límites se borronean. En ese escenario, la apelación a las respuestas estatales es determinante. Ya tenemos la experiencia de la búsqueda de los cuerpos desaparecidos, y sabemos de la importancia de que el Estado asuma esa búsqueda. En estos tiempos donde el derecho a la “trazabilidad” de los cuerpos, como denomina la CIDH el derecho a una información precisa y certera del destino de los muertos, lo podemos traducir como un derecho a la escritura y a la inscripción de la muerte y la implicación del Estado Reparador que asume esa deuda simbólica y produce un modo de alivio en las víctimas.

La COVID-19 puso en evidencia –una vez más– que hay Estados y Estados. Y que podemos toparnos muy rápidamente con las diversas respuestas y sus efectos

En el reverso de las innominables escenas que vemos en Brasil (como paradigma del espanto y la crueldad), en Colombia, en Bolivia, en Chile, en Perú; en Argentina tuve la oportunidad de colaborar con el equipo de funcionarios de la provincia de Buenos Aires del ámbito de la salud mental que, preocupados por el desencadenamiento de situaciones extremas de angustia en los familiares de pacientes con la Covid-19 y en los integrantes de los equipos de salud que asumen en soledad una situación extremadamente dolorosa como es ver morir a pacientes en soledad, aislados; convocaron a un grupo de profesionales con cierta experiencia en estos temas, incluso participaron miembros del reconocido Equipo Argentino de Antropología Forense. Pudimos realizar recomendaciones para asumir ese tramo final con el  acompañamiento del Estado, entendiendo que, en la medida en que ese acto se inscriba en una lógica simbólica común con otros y otras, el efecto de desamparo disminuye ya que el acto de inscripción estatal de la muerte, una inscripción cuidada, puede generar las condiciones de posibilidad del trabajo de duelo en tiempos de pandemia, en medio de la suspensión actual de los ritos pero con la garantía de la certificación, acompañamiento y valor que cada muerte tiene. Una “política del nombre” que se pone en cruz con lo que he llamado lo in-número como cifra que nombra lo innombrable. Esto lo hemos aprendido de la búsqueda de Madres y Abuelas, y los Estados también lo han aprendido de allí.  Ellas lo exigieron.

No es lo mismo entonces que en medio de la generalización e indignidad del tratamiento de la muerte y de los muertos haya un Estado que sea capaz de pensar ese tramo, de ubicar alguna palabra, de invertir incluso recursos que habiliten un espacio de intimidad, que se ocupe de pensar la singularidad, que no todo sea tragado por lo pandémico. Pensemos un momento si eso no es algo nodal, si no es lo que marca la frontera entre la muerte digna y la que no, la muerte escrita de la que no, la muerte una por una de la muerte en serie o en números.

Rescatar los nombres en medio del marasmo de lo pandémico para, en definitiva, recuperar la soberanía del dolor ante la muerte de un ser querido es un tema de envergadura.

Las marcas que un Estado Cuidador asume como legatario de un Estado Reparador –como es el caso argentino–, que hizo del dolor de las víctimas un lugar posible de enunciación, de respeto, de dignidad y de reparación, nos impulsa a pensar si, frente a este escenario, podemos ver en la insistencia de la memoria una vía posible de articulación hacia el cuidado, a través de los legados simbólicos.

La situación mundial que quedará tras la pandemia es indescifrable, pero no tenemos otra pista que la de insistir en los legados como último reducto de libertad.


Texto presentado en la Jornada de Derechos Humanos y Salud Mental, organizada por la Cátedra de Psicología de la Universidad Nacional de Hurlingham el 22 de septiembre de 2020, la cual contó con las exposiciones de Estela de Carlotto, Presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, y Fabiana Rousseaux, Psicoanalista y Directora de TeCMe.

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