Presupuestos, métodos, apuestas*
Emmanuel Biset, Natalia Martínez, Sofía Soria, Gala Aznarez, Natalia Lorio, Manuel Moyano, Marina Llao, Aurora Romero, Katherine Salamanca, Pedro Sosa, Mercedes Vargas, Roque Farrán [1]
El trabajo intelectual –la práctica teórica– se trama de modo inescindible en lo común, con comunidades. Esto no solo porque existe un entramado relacional en el mismo acto de pensar –siempre se piensa con otros, a través de otros, para otros–, sino porque su práctica se desarrolla en ciertos lugares, en comunidades institucionales. Nuestro punto de partida es la constitución como grupo de investigación destinado a pensar eso llamado política; con ello, partimos de un “nosotros” problemático, cuyas formas institucionales están atravesadas por preguntas sobre su mismo significado.[2]
En este primer sentido existe una dimensión política o solo en el objeto de estudio singular que nos convoca, sino en los modos irreductibles en que se trama una comunidad de estudio e investigación. Se trata de pensar las diversas apuestas políticas que se juegan allí y que no se reducen a los lugares de militancia, ni a las definiciones institucionales, puesto que en última instancia la cuestión es cómo un entramado de relaciones humanas puede dar lugar al pensamiento. Es en este sentido que se puede afirmar que existe una constitución política del pensar, no en sus definiciones, ni siquiera todavía en las posiciones defendidas, sino en aquello que composibilita el pensamiento.
Podemos afirmar que existe una doble diferenciación en la constitución de este nosotros-as: respecto de formas institucionales que obturan sin más la posibilidad de pensar y respecto de otros modos de tramar colectivos, grupos, comunidades. En cuanto a lo primero, nos interesa señalar que la palabra “pensamiento” define una posición que se diferencia de otros modos de concebir la práctica teórica, puesto que no es la producción de un saber o conocimiento lo que nos impulsa, sino dar lugar a instancias efectivas de pensamiento. Sin caer en un culto vacío a la novedad, pensar supone para nosotros-as dislocar un modo hegemónico de estructurar la enseñanza universitaria fundado en la repetición.[3] En cuanto a lo segundo, nos interesa el desplazamiento semántico de grupo de investigación a comunidad de pensamiento. Con ello referimos a instancias concretas donde los modos de tramar las relaciones den lugar al pensar en acto. Dar lugar no supone pasividad o simple retirada, sino habilitar un emplazamiento que potencie un habla común (con las consabidas resonancias, disonancias, superposiciones, tartamudeos). Este no es, ni ha sido, un camino fácil, pero es el modo en que hemos decidido construir una manera de trabajar en el mapa académico argentino.
Una comunidad de pensamiento político que asume como primer desafío pensar en cómo se define en tanto nosotros-as singular. Una comunidad que entiende, a su vez, que la insistencia en la pregunta por la política no puede estar alejada de la vida política en el sentido más llano del término. Conjunto de pasiones políticas, preocupación por el presente, definiciones ideológicas, que hacen de la política algo más que un objeto teórico. Donde se puede ver en la política lo posible sin dejar de reivindicar y demandar lo imposible. He allí una dificultad particular que atraviesa todo lo que podamos decir: la viscosidad de la política nos atraviesa en múltiples dimensiones. Un nosotros-as entonces que al mismo tiempo se pregunta por los modos políticos de configurar un grupo de investigación y que asume la contaminación con la conversación política de un momento y lugar determinados (sin que, por cierto, esta conversación pueda ser delimitada de modo unívoco).
Las notas que presentamos a continuación sintetizan el trabajo de una comunidad abierta que ha intentado hacer de la política un lugar de pensamiento. Notas preliminares de una indagación inacabada que buscan precisar las dificultades con las que nos hemos encontrado a lo largo de varios años. Al mismo tiempo, presentamos ciertos resultados provisorios, ciertas respuestas que hemos encontrado para tratar de definir una aproximación singular a la política. A fin de cuentas, nos interesa presentar un modo de trabajo en teoría política que asume todos los problemas de pensar un asunto evanescente sin renunciar a construir una perspectiva específica.
PRESUPUESTOS
La construcción de una perspectiva específica surge, en gran medida, de lo que hemos señalado anteriormente: el problema de la objetualización de la política. Esto supone una serie de aspectos centrales en nuestras consideraciones respecto de aquello que entendemos por teoría política. Ante todo, nuestro punto de partida es que no existe un abordaje a priori, universal, sino diversos modos históricos en los que se ha configurado lo que se define por teoría y lo que se define por política. Tal como muestran algunos de los trabajos de historia conceptual, existe una solidaridad estructural entre modos de comprender el saber y formas de comprender la política. Se trata de pensar esa mutua constitución entre modos del saber y formas políticas, sin desatender cómo, en cada caso, se traman también implicaciones subjetivas. Esta mutua constitución entre modos de saber y formas políticas, o si se quiere entre un modo de entender lo que se define por “teoría” y un modo de entender lo que se define por “política”, en la modernidad comienza a definirse bajo el esquema de la representación. La objetualización de la política no es sino su definición desde este esquema.
Por esquema de la representación entendemos un modo de abordaje que define teoría y política por relaciones de exterioridad y subordinación, esto es, la política es un objeto a ser abordado por la teoría.[4] Así, la política se constituye en un objeto con límites precisos (una dimensión de la es en el siglo XX que ello supone una profunda renovación del pensamiento político. Sea con la rehabilitación de la filosofía práctica, sea con las lecturas a contrapelo de la modernidad, sea con la historización del saber, eso llamado teoría no podrá ser definido exclusivamente desde la ciencia moderna. De otro lado, la política dejó de estar definida como campo claramente delimitado, subesfera social, para diseminar su sentido en múltiples dimensiones. Lo que algunos definen como una “politización de lo social” conlleva la dificultad de su precisión como objeto delimitado para el análisis teórico.[5]
Desde nuestra perspectiva, el desafío específico del pensamiento político contemporáneo surge de la ruptura con el esquema clásico de la representación. ¿Cómo pensar la política sin un esquema donde la teoría se representa un objeto delimitado llamado política? Para responder a esta pregunta, y atendiendo a ciertos autores contemporáneos, hemos decidido utilizar la expresión “ontologías políticas”.[6] Para decirlo de modo breve: la ruptura con el esquema de la representación nos lleva a redefinir la teoría política en términos de “ontología política”. Entendemos que allí se produce un desplazamiento que permite tramar de otro modo el vínculo entre teoría y política.
El término ontología, vinculado a la reflexión política, se inscribe en ciertas discusiones actuales que incluso refieren la existencia de un “giro ontológico”. Sin acordar plenamente con la idea de “giro”, muchas veces deudora no solo de una pulsión de novedad permanente sino de una filosofía de la historia urgida de la fijación de etapas, vale destacar su aporte para la teoría política contemporánea. Dos libros recientes, A leftist ontology (2009) compilado por C. Strathausen y Post-foundational Political Thought (2007) de O. Marchart, abordan específicamente el vínculo entre ontología y política, incluso en el primero de los casos vinculándolo a una posición de izquierda.[7] Para estos autores, el vínculo entre ontología y política resulta necesario desde que existe un socavamiento de los principios o fundamentos últimos. La ontología adquiriría un estatuto político así como la política un estatuto ontológico cuando la dislocación de un modo de comprender el ser fundado en principios últimos requiere la fijación de fundamentos contingentes.[8]
Sin embargo, a diferencia de estas perspectivas, para nosotros-as el término “ontología” no solo trata de la transformación en un orden del ser, sino también del pensamiento. Con “ontología” nos referimos a una profunda revisión en los modos de entender y practicar la teoría. Por este motivo, nuestro punto de partida no se refiere a un mundo difuso donde “todo lo sólido se desvanece en el aire”, sino a la deconstrucción específica del esquema sujeto-objeto como definición de la teoría.[9] Por este motivo, nos interesa precisar los presupuestos con los cuales trabajamos la ontología política a partir de una serie de aspectos bien circunscritos. Condiciones que posibilitan los modos de interrogar de aquello que llamamos una comunidad de pensamiento.
En primer lugar, la utilización de la expresión “ontología política” viene a indicar un desplazamiento desde una perspectiva epistemológica a una perspectiva ontológica. Con ello intentamos señalar que la discusión no se dirige al estatuto científico de la teoría política, y así si cumple o no los requisitos para denominarse legítimamente ciencia, sino al modo en que una teoría permite abrir rigurosamente una zona de indagación. En este sentido se pasa de una forma de conocer a una forma de constituir el mundo a través de un modo de proceder o interrogar. Esto marca un importante desplazamiento en el pensamiento contemporáneo que, desde nuestra perspectiva, disloca la discusión en torno al estatuto específico de las ciencias sociales, y así de la ciencia política como un tipo de conocimiento diferente al del mundo natural. El giro heideggeriano a la pregunta kantiana supone, precisamente, que lo que está en juego no son modos diferentes de conocer, sino modos de ser,[10] que luego G. Deleuze y A. Badiou acentuarán en su multiplicidad irreductible.
En segundo lugar, el término “ontología” da cuenta en su seno de una determinada relación entre lenguaje y ser. Tal como su etimología lo marca, se trata del discurso sobre el ser. Lo que nos interesa es marcar allí una copertenencia entre lenguaje y ser, es decir, no se trata de un lenguaje dirigido a un objeto, sino de una codeterminación sin prioridad de una dimensión sobre la otra. Con ello buscamos evitar, o bien una posición que afirma la identidad simple entre ser y lenguaje, o bien una posición que afirma la exterioridad donde el pensamiento se dirige al ser (o lo representa). La copertenencia permite evitar la exterioridad y la subordinación, puesto que a la vez que el lenguaje abre la cuestión del ser, la pregunta por el ser excede la determinación del lenguaje como sistema de signos.
En tercer lugar, otorgamos un rol central a la noción de constitución. Con este término, de un lado, nos inscribimos en un campo que evita caer en reduccionismos esencialistas o constructivistas (es decir, nos diferenciamos de una posición que fije lo existente de un modo trascendente o inmanente y de una posición donde lo dado es construido a voluntad por un agente) y, de otro lado, evitamos la reconfiguración de la diferencia ontológica en un dualismo óntico (esto es, la reiterada afirmación de una institución política de lo social desconoce que no se trata de buscar la instancia óntica que funde el resto, aun precariamente, puesto que de tal modo lo ontológico no es sino una instancia óntica anterior). Tal como surge de la tradición fenomenológica, el pensamiento constituye no porque cree ex nihilo o arbitrariamente una realidad previamente inexistente, sino que abre lo existente a sus mismas posibilidades. Por esta misma razón, la constitución no debe ser asumida aquí como una fundación que, aunque precaria y contingente, produzca o lleve algo del no-ser al ser. Se trata de evitar suponer que se encuentra algo ya dado en el mundo o que el sujeto introduce algo. Por el contrario, un cierto modo de preguntar atendiendo a lo existente abre la dimensión de su modo de ser. No de cómo sea posible conocer determinada área, sino de cómo es en efecto. Modos de ser cuya multiplicidad surge de los diversos lenguajes o dispositivos que puedan emplearse para ello.
En cuarto lugar, como se viene insistiendo, el pensamiento entendido en términos ontológicos adquiere su configuración específica en la forma-pregunta. Si bien toda investigación comienza con ciertas preguntas, en este caso nos referimos a la forma del preguntar mismo como definición de un hacer teoría en tanto interpelación. Esto supone, por una parte, que la práctica de preguntar no indaga lo existente, no rastrea aspectos predeterminados, sino que abre un mundo y así se abisma sin reaseguros en su peligrosa y compleja sobredeterminación. Acentuamos el modo en que la teoría política no busca encontrar nuevas respuestas, sino cómo una transformación o explicitación de las preguntas, del modo de preguntar, abre nuevas zonas de indagación. Preguntar, en este sentido, abre una grieta en lo existente al indagar por su modo de ser, es decir, abre lo dado a su condición contingente, al ser como pura posibilidad o potencia genérica. Por otra parte, la pregunta es una interpelación en cuanto supone la destitución del sujeto supuesto al saber, es decir, hay pregunta cuando el sujeto en su totalidad se siente interpelado o dividido en un proceso sin fin, cuando se conmueve ante la violencia que supone el ejercicio de un lugar soberano en la práctica de leer el mundo o lo existente. Por todo esto, no hay un sujeto que pregunta, sino ciertas preguntas que asedian al sujeto en su precaria constitución, preguntas que son además posibilidad de emergencia del propio sujeto.[11]
En quinto lugar, entendemos que conferir un estatuto ontológico a la política no debe conducir a una desatención del modo en que lo político se relaciona con las formas coyunturales que en un momento dado adquiere la estructura de lo social. Con ello nos interesa indicar, de un lado, que la política no puede confinarse en una instancia con límites precisos, como un área de lo social; de otro lado, que una posición ontológico-política debe evitar una posición donde “lo político” aparecería como una práctica instituyente completamente autonomizada respecto de las constricciones que la materialidad y facticidad de lo social le impone en una coyuntura dada. Buscamos, entonces, pensar en sus múltiples dimensiones la política contemporánea, justamente cuando exceden las oposiciones entre sociedad y política, público y privado, etc. Por ello, se trata de pensar allí donde se constituyen los límites o fronteras entre estas dimensiones, es decir, analizar precisamente cómo un entramado entre saber y política distingue entre lo social y lo político. Sin embargo, este cuestionamiento no debe llevar ni a desconocer cómo opera la distinción ni a sostener el privilegio de una dimensión sobre la otra. Asumiendo que no existe “lo social” como espacio neutro y anterior a la política, ni “lo político” como creación ex nihilo de lo social, se constituye un pensamiento político medial, y como tal, espacio de una contaminación irreductible.
Por último, la utilización del término “política” para calificar la ontología no supone una relación necesaria sino su estricta contingencia desde la estabilización de ciertos lenguajes disponibles. Entendemos que uno de los problemas de ciertas teorías políticas contemporáneas surge de la esencialización de la contingencia, o si se quiere de un privilegio otorgado a lo político (un énfasis excesivo en la “autonomía de lo político”, del que más arriba nos des- marcamos). Nuestro punto de partida es que aquello que se denomina política es radicalmente contingente no solo desde su variación histórica sino como un vacío ontológico que imposibilita agotar su sentido. Por lo mismo que nos distanciamos de aquellos que acentúan la búsqueda de un concepto o esencia última de lo político. Incluso es posible indicar que se trata de pensar en la aporía contemporánea: la falta de una definición unívoca de política y el exceso de definiciones circulantes. La pregunta es cómo pensar la política sin una definición estable de la misma. Esto es lo que denominamos el problema de la recursividad de la política, o de la fijación de uno u otro sentido de política –y sus límites–, que es en definitiva una operación política. Por lo que, en última instancia, qué sea política no surge sino de un entramado de ciertos contextos, textos, autores, tradiciones, y otros lenguajes asumidos de manera singular y puestos en común.
Desde los puntos que hemos destacado, podemos señalar que la recurrente distinción entre lo político y la política es sometida a una profunda revisión. Sin desconocer los significativos aportes de esta distinción para abrir nuevas zonas de indagación, entendemos que la misma solo es posible si se desconocen las implicancias de un preguntar ontológico que parte de la noción de constitución, es decir, una perspectiva ontológica no lleva a la distinción de dos esferas mediante una relación de institución puesto que de tal modo se reconduce lo ontológico a una instancia óntica anterior, sino que es una mirada que abre lo existente a su modo de ser. Y, lo que resulta más problemático, esa distinción en muchas ocasiones termina por reinventar un viejo prejuicio que menosprecia la política como lo fáctico, coyuntural, empírico, para abocarse al estudio de lo político como dimensión conceptual. Frente a ello, entendemos que la inestabilidad constitutiva de la política supone la mutua contaminación o sobredeterminación entre lo político y la política. En resumidas cuentas, apostamos por un pensamiento político que con preguntas tramadas de diversos lenguajes (dispositivos y prácticas) politice a partir de su contaminación irreductible con aquello que es denominado política en la facticidad.
MÉTODOS
Desde los presupuestos esbozados, el pensamiento político no se dirige a un campo demarcado como “objeto de estudio”, sino que a partir de ciertos lenguajes y dispositivos abre indagaciones, zonas de problematización, no pre- existentes o aspectos no problematizados en zonas ya tematizadas.[12] No se trata de que un pensamiento “invente” su objeto, sino de que ciertas preguntas generan una aproximación que hace del mundo otra cosa. Esto supone, para nosotros-as, dos cosas: de un lado, que la misma formulación de preguntas supone una tarea de politización;[13] de otro lado, que cada pensamiento genera una lengua singular, un modo de escritura, una retórica. Somos deudores de aquella tradición que sostiene que los modos de escritura no son añadidos externos (adornos retóricos) a las preguntas formuladas, sino que justamente la apertura de un mundo es la invención de un lenguaje. Si bien nos sentimos cercanos de la posición de G. Deleuze y F. Guattari cuando definen la filosofía como “invención de conceptos”, entendemos que se trata más bien de la construcción de una retórica, una gramática, en fin, un lenguaje político, lo que conlleva desplazamientos y modulaciones conceptuales operados en la redefinición conjunta de nuevas problemáticas teóricas y coyunturas políticas.
A partir de cierta tradición francesa, el modo de trabajar la escritura es en sí misma una apuesta de pensamiento. Lo que está en juego es el cómo del pensamiento político, su método. Para decirlo de otro modo, cómo una gramática política abre y cierra al mismo tiempo un mundo político (muchas veces estas gramáticas son asociadas a un nombre propio: hablar en foucaultiano, en habermasiano, en rawlsiano, etc.). Pero no solo eso, puesto que lo que interesa es de qué modo esta corriente ha intentado pensar también la política que se juega en un modo de escritura. Nos interesa marcar dos movimientos en la politicidad de un modo de escritura.
En primer lugar, un texto señero de R. Barthes, “Lección inaugural”[14] indaga en cómo las formas de escritura fijan apuestas políticas. Su nombre no resulta menor no solo por su profusa indagación en la temática, sino porque su propio devenir da cuenta del paso de una escritura regulada por la pretensión científica del estructuralismo a una escritura que se abre al juego, al placer, en fin, a la problematización de su forma. En este texto, Barthes indica que el lugar donde se inscribe el poder es la lengua, esto es, la lengua es un código que sujeta a los hablantes, impone un modo de decir. Por eso, señala Barthes, fuera de toda mística inefable o creencia en superhombres, solo resta hacerle trampas a la lengua. Leer, escribir, como una tarea atenta, rigurosa, de obcecarse y desplazarse construyendo un método de juego. Donde “juego” no significa simple devenir irresoluto, sino, insistimos, un trabajo riguroso con el pensamiento que combina de múltiples modos el recurso a la tradición de discurso en la que nos inscribimos con cierta errancia, con un devenir no regulado o estandarizado en la forma de escritura. El “juego”, también, como ejercicio de desplazamiento de nuestras propias lecturas y escrituras, algo así como jugar en relación con nosotros-as mismos-as, “hacernos trampa” para descubrirnos, cada vez, como partícipes de la economía de la violencia que supone el lenguaje.
En segundo lugar, como analiza algún trabajo de S. Wolin, la “cuestión del método” no es menor para la teoría política. Ante todo, porque la noción de método supone una historia específica con determinados supuestos políticos. Si como noción puede llevar a una historia de largo alcance que lleve hasta su etimología como “camino” en la Grecia clásica, será con la modernidad y bajo el nombre de Descartes que surge su forma actual. Desde esta tradición, la noción de método supone una serie de reglas, un procedimiento universal, que garantiza la legitimidad del conocimiento científico. Ahora bien, el método concebido de este modo, en tanto reglas procedimentales que cualquiera puede aplicar, es concomitante a un modo despolitizante de concebir el conocimiento. De hecho, Wolin considera el “metodismo” como uno de los límites de la teoría política contemporánea, bajo la fuerte influencia del conductismo en la teoría política anglosajona, que al mismo tiempo que niega la importancia de pensar la tradición supone un prejuicio anti-teórico.[15] Realizar una historia conceptual de la noción de método supone tramar una genealogía de su forma moderna y su solidaridad con ciertas formas políticas que suponen también la forclusión del sujeto como modo de preguntar singular. En el mismo movimiento que hace del sujeto el fundamento del saber legítimo, condición de mensurabilidad de objeto, especularmente se lo objetualiza ocluyéndolo en tanto singularidad (lo que S. Wolin denomina el proceso de despersonalización correlativo al metodismo moderno).
Desde estas dos perspectivas, la cuestión del método es una cuestión política, en diversos sentidos. Se trata del método como política de escritura y de lectura, del método como forma que surge en determinado momento político, del método también como construcción de un colectivo. Nos interesa entonces pensar una política del método atenta a estas múltiples dimensiones estableciendo en cada caso posicionamientos específicos. Para decirlo brevemente, la cuestión del método, al mismo tiempo que se inscribe en la dimensión trascendental del poder constitutivo de la lengua, en la dimensión genealógica de su forma histórica, es una posición frente a formas hegemónicas contemporáneas. Respecto de este último aspecto, identificamos un proceso que tiende a la uniformización del método, incluso cuando se asume la existencia de múltiples métodos, a partir de la hegemonía de ciertas formas de producción y circulación.[16]
El formato “paper”, cuyas reglas de escritura están prefijadas, la publicación en revistas indexadas y ordenadas por escalas (en detrimento del libro), la existencia de bases de datos de visibilización e invisibilización de determinadas producciones, etc., constituyen un cierto ordenamiento de la forma de producir conocimiento que se aleja de aquello que denominamos pensamiento. O, para decirlo de otro modo, en numerosos casos la estandarización eclipsa la posibilidad de preguntar y problematizar, se presupone allí un orden dado a explicitar. La cuestión del método, tal como la pensamos, no es sino una respuesta ante tal estado de situación. Siguiendo estas indicaciones se trata para nosotros-as de pensar un método, o mejor, una serie de métodos desde ciertos elementos compartidos.
Primero, si partimos de una noción de lengua constituida por el poder, y así cada lengua como una forma de codificar el mundo que subjetiva, no creemos, tal como parece sugerir Barthes, que a ello se le opone un no-poder bajo el nombre libertad. Por el contrario, si asumimos que un método no es sino la configuración de una lengua, se trata de pensar un trabajo sobre la misma que, plegando, sobredeterminando, tramando en un juego inmanente con el código, ejerce una especie de economía de la violencia. Si pensamos un método como una “aventura de la mirada”, o un “ejercicio de la escucha”, o una “lectura sintomática”, podemos afirmar que mirar o escuchar o leer solo es posible enfrentando modos establecidos de pensar y pensarnos (sin olvidar que somos parte de esa fuerza llamada sentido común) en un trabajo que juegue con muchas lenguas, en la misma lengua y con otras lenguas (dispositivos y prácticas). Pensar un método supone reconocer la violenta inadecuación del objeto. Esta inadecuación es la que reclama hacerse un método, un umbral singular que permita dar cuenta de la misma, poniendo en juego determinados procedimientos, posicionamientos y recorridos sin que estos se impongan como modelo. En este sentido, cada espacio de escritura puede pensarse como la composición de conexiones singulares entre estratos heterogéneos, como la puesta en contacto de experiencias de lenguaje que, a sabiendas de la violencia originaria que obra en él, busca hacerse un umbral sensible no ajeno a la posibilidad de una comunidad.
Segundo, si reconocemos la doble genealogía indicada, es decir que la noción de método supone determinado esquema metafísico en la modernidad donde un procedimiento abstracto es la garantía que legitima un conocimiento fundado en un sujeto que domina su objeto, y que la noción de método, por ello mismo, está codeterminada por ciertas formas políticas que despolitizan, entendemos que se trata de pensar formas múltiples del método, que repoliticen la práctica teórica al sostener en tensión modos de trabajo heterogéneos. Esto supone, de un lado, que frente a posturas que asumen la abolición del método, su destrucción o abandono, creemos que este se puede resignificar inscribiendo en su seno esos problemas; de otro lado, que por ello mismo es necesario atender a las discusiones sobre el método que asumen estos desafíos, es decir que han intentado pensar métodos más allá de su forma moderna. No son pocos los intentos al respecto, lo que indica algo sobre lo que nos interesa insistir particularmente: existen una variedad de respuestas, puesto que de ser unívoca la respuesta se estaría reconstruyendo el método moderno. Para citar algunos casos eminentes: hermenéutica, genealogía, deconstrucción, paradigmatología, etc., se inscriben en esta perspectiva. Sin embargo, en esta variedad, nos inscribimos específicamente en un universo que no deja de tener su variedad interna: los métodos que se afianzan en lo que se denomina postestructuralismo o posfundacionalismo (genealogía, deconstrucción, paradigmatología, inventiva, sintomática, etc.).
Esto nos conduce a pensar la solidaridad entre método y forma política. Allí, como ha indicado Wolin, se inscribe una paradoja: el método supone un igualitarismo, cierta idea de democracia, según la cual sin depender de las cualidades subjetivas se puede hacer ciencia porque el método es la garantía y no el sujeto. La noción de método se enfrenta así a la de “genio”, renacentista por caso, donde es justamente la característica excepcional del sujeto lo que produce saber. De modo que estaríamos, de sostenerlo así, ante un democratismo igualitarista o ante un aristocratismo jerarquizante. Digámoslo de otro modo: socavar el método como procedimiento reglado, que puede ser aplicado indistintamente por cualquier sujeto, parece conducir incluso contemporáneamente a formas que dependen de la genialidad del sujeto (la genealogía solo la puede realizar Foucault, para deconstruir es necesario tener la pluma de Derrida, inventar conceptos supone la destreza de Deleuze, etc.). Frente a ello, entendemos que existe una figura que justamente se diferencia tanto de la de genialidad como de la despersonalización estandarizada: la de cualquieridad. Nos interesa pensar un método, o diversos métodos, que no supongan la genialidad de quien lo ejerce sino que cualquiera pueda hacerlo, un cualquiera que antes que fundarse en un sujeto autocentrado, produce una destitución subjetiva en su ejercicio.[17] Método que produce un nuevo posicionamiento subjetivo al desestabilizar sus propios cimientos constitutivos. Cualquiera puede pensar, de esto se trata, pero a condición de asumirse como cualquiera de un modo rigurosamente singular, proceso no inmediato que requiere un arduo trabajo.[18] En definitiva, pensar políticamente requiere de un ser dispuesto a la afección que implica el ejercicio analítico y crítico en tanto apuesta sin garantías, sin pre-dicciones. O, si se quiere, un ser que está dispuesto a exponerse de manera radical a la alteridad y sus diversas formas.
Así como el método que proponemos le abre paso a un cualquiera entre la idea de un sujeto-genio, de un lado, y la estandarización neutral del no-sujeto, del otro, no queremos dejar de tomar en consideración aquello que podemos designar bajo el nombre de dimensión “estratégica” de la práctica teórica y que remite a cierta forma de subjetividad. Si adscribimos a la metáfora althusseriana según la cual la coyuntura teórica constituye un campo de batalla totalmente ocupado por posiciones que se definen a partir de la diferencia y el conflicto, debemos tener en cuenta el modo en que una determinada posición teórica procura hacerse un lugar en ese campo. ¿Cómo alojarse allí? ¿Cómo enfrentar posiciones hegemónicas en una coyuntura teórica dada pero sin resignar la pretensión de volver audible su discurso? ¿A través de qué rodeos plantear su diferencia sin condenarse a la impotencia de un discurso que se sustrae de las condiciones bajo las cuales es posible producir efectos? ¿Cómo hablar la lengua del enemigo sin terminar jugando a su favor? ¿Cómo hacer de una producción singular una posibilidad que abre a lo común? Es en torno a estas preguntas que tiene lugar esta dimensión estratégica del método: se trata de una cierta capacidad de cálculo del sujeto en su pretensión de efectividad, pero de un sujeto siempre constituido en una trama de relaciones que lo anteceden, y de un cálculo siempre inexacto en la medida en que los efectos de la intervención en una coyuntura teórica son en última instancia imprevisibles y exceden toda intencionalidad subjetiva.
Tercero, estos métodos los pensamos también contra la estandarización del saber. Proceso donde sigue primando la división entre política y pensamiento político, constituyendo la forma de este último desde el distanciamiento con una postura política explícita. Vivimos una época donde la forma-manifiesto, incluso en su expansión, resulta cada vez más difícil de escuchar, a pesar de ciertas escrituras que lo siguen usando de modo recurrente (p.e. Badiou). Vale destacar que, en cierto sentido, se expande una forma de escritura surgida de un esquema político fundando en la noción de legitimación, esto es, en la necesidad de fundamentar desde citas de autoridad cualquier enunciado (y así existen diversos “otros” que funcionan como instancia de autorización, sean los autores reconocidos, los pares con trayectoria, la comunidad académica). En cualquier caso, hay un decir que necesita de otro, aunque sea fantasmal, que lo autorice, que lo legitime como tal. Es frente a ello que el método, como forma de articular el pensamiento, es en resumidas cuentas una forma de problematizar modos de leer, escribir, hablar. Un modo de leer y un modo de escribir que no pensamos como dos instancias separadas, sino a la misma lectura como una reescritura del texto que leemos.
Esto nos conduce a destacar un elemento sobre el cual nos parece necesario insistir. Si pensamos al método respecto de formas actuales de producción del saber, esto nos lleva a asumir también la espacialidad constitutiva del método. Es lo que entendemos por espacialidad del pensamiento político. Quisiéramos señalar al respecto que nuestro modo de comprender evita distintos modos de relativismo cultural. Con esto entendemos aquellas formas de construir teoría que, en su justa denuncia de la colonización del saber, terminan por postular una negación de tradiciones o de lenguajes políticos a partir de la supuesta inmanencia en ciertas coordenadas geográficas. Sabemos que el debate en este aspecto es rico y extenso, que surge de la insistencia en denunciar la invisibilización y destrucción de otras formas de comprensión, tal como se ha insistido en las perspectivas decoloniales, poscoloniales y de la subalternidad. Solo queremos indicar un modo de pensamiento político que al mismo tiempo que se hace cargo de pensar lo que pasa, siempre en tiempos y espacios situados, no presupone una circunscripción geográfica o histórica del pensamiento.
Evitando los extremos de una universalidad abstracta y un localismo particularista, entendemos que se trata de discutir la tradición desde aquí, dando lugar a pensamientos que permitan redefinir esa misma tradición de pretensiones universales. En este sentido, el desafío está en evitar algunas muletillas demasiado expandidas actualmente en el uso de palabras como “tensión”, “complejidad” o “intersticio”, pues no queremos simplemente destacar la tensión o complejidad entre lo universal y lo particular, sino que pretendemos producir en –y a partir de– la misma. Quizá una posibilidad para ello surja de considerar la situación (esto es, una singularidad situada) en su estatuto paradigmático, es decir, como un cualquiera que es común justamente desde que no pretende ser universalizado.[19] Esto significa, en última instancia, asumir una situación como operador conceptual, y no como caso, ejemplo o explicación de una teoría. Significa situar para mostrar aquello que de otro modo no se vuelve inteligible, o bien, que en el acto de mostrar hace inteligible algo que anteriormente no lo era.
La pregunta que nos resulta fundamental, por lo afirmado, es cómo un método puede dar lugar al pensamiento evitando convertirse en un procedimiento abstracto o apelando a la genialidad del escriba. Un método sin garantías, que produzca algo; esto es, donde la destitución del sujeto no conduce a un objetivismo sin sujeto sino a un ponerse a prueba en aquello que se dice. Sin embargo, la paradoja se encuentra en que solo podemos efectuar ciertas “advertencias de método” sin universalizar una propuesta. Y esto no solo por la crítica a su forma moderna más restrictiva, sino por la misma pluralidad de métodos que habitan la zona de pensamiento que nos interesa. De modo que, como simples advertencias, nos interesa marcar: de un lado, que se trata de combinar una rigurosidad en el trabajo con la multiplicidad de textos con los que entablamos conversación y una apertura que potencie aquello que aparece allí (de cierto modo, y si bien esto es necesario, apostamos por un trabajo que explícitamente exceda la reconstrucción de lo dicho hacia otra cosa); de otro lado, cuestión más difícil de precisar, que entendemos que cierta forma de vida se configura allí, y sus calificativos requieren un trabajo minucioso: paciencia, lentitud, composibilidad, atención, como modos de predisponer un modo de vida, una ética, como aprender a mirar y escuchar en la producción de una lengua singular.
APUESTAS
Freeden distingue entre pensar sobre la política y pensar políticamente. El primer modo se refiere a pensamientos- prácticas sobre lo que se considera política (p.e. un ranking de prioridades o una justificación del poder); el segundo se refiere a las diversas configuraciones ideológicas que le dan forma a nuestro pensamiento sobre la política. Freeden indica que a pesar de esta distinción, ambos se producen lingüísticamente, por lo que es necesario trabajar con un método que pueda atender al lenguaje con todas sus dificultades.[20] Si en el apartado anterior precisamos algunas indicaciones en torno a los métodos, para finalizar nos interesa problematizar esta distinción indagando de qué modo entendemos que es posible pensar políticamente sobre la política. Esto es, si existe cierta politicidad en el modo en que entendemos la teoría como ontología y en el modo de trabajar el método, resta definir cuáles son las apuestas político-conceptuales explícitas que nos articulan como colectivo.
Responder a esta pregunta supone atender a una multiplicidad de aspectos que se distancian de reclamar una identidad política específica o fijar posición respecto de determinado gobierno o políticas coyunturales. Se trata, al mismo tiempo, de evitar el reduccionismo de entender como apuesta política una identificación política y asumir que la teoría, sus modos, se encuentran inevitablemente contaminados (atravesados, sobredeterminados) de todo lo que “vulgarmente” atraviesa la política. Uno de los modos de luchar contra el prejuicio despolitizante de la teoría es asumir como irreductible esa contaminación, esa mutua irreductibilidad que no entra en fusión unificante ni se mezcla indistintamente. O mejor, pensar que la contaminación es irreductible, pero que no es simple. Por ello mismo requiere de una serie de mediaciones, de traducciones, de sobredeterminaciones en la misma elaboración de la teoría. Luchar en dos frentes: contra el ascetismo de la teoría no contaminada de política “vulgar”, y contra el militantismo de la teoría reducida a una identificación partidaria. Entre una cosa y la otra trabaja la teoría, asumiendo el distanciamiento y la proximidad como tarea de sí misma.
Dicho esto, nos interesa reflexionar, en primer lugar, acerca de cómo la teoría política puede asociarse a la noción de “crítica”.[21] ¿Qué significa, actualmente, esbozar una teoría política crítica? Como sucede con el método, la palabra “crítica” tiene una historia específica que le otorga un sentido y no otro. Si algunos estudios de historia la remiten a su raíz griega y a su vínculo con el término crisis, los trabajos de historia conceptual suelen remitir su surgimiento a la modernidad tardía tematizándola como determinada configuración de la teoría. R. Koselleck, en su clásico libro al respecto, analiza no solo el surgimiento de la noción de crítica sino sus implicancias políticas en una lectura minuciosa del siglo XVIII.[22] De cierto modo, es con el nombre de I. Kant que la teoría adquiere la forma de la crítica (de allí sus tres grandes Críticas), bajo los supuestos de la oposición entre verdad y poder como garantía de la autonomía de la razón. Indicamos esto porque su genealogía muestra algunos de los límites inherentes que tendrá cierta determinación bajo la figura del juicio (esto es, criticar como juzgar). Sin embargo, no es posible desconocer el devenir complejo de la noción de crítica y sus principales reformulaciones, ante todo, en lo que ha de denominarse específicamente como “teoría crítica” (la Escuela de Frankfurt, con sus diversas generaciones, de Horkheimer a Honneth).
Nos interesa pensar, en resumidas cuentas, una teoría política que efectúe una crítica radical, incluso a los mismos supuestos que constituyen la noción de crítica.[23] Una crítica de la crítica que la exceda hacia sus desbordes, tal como han propuesto una serie de autores bajo los nombres de deconstrucción, genealogía, etc.[24] Sin embargo, para precisar las coordenadas de aquello que entendemos por crítica nos parece necesario en la actualidad combinar dos de las grandes tradiciones al respecto: teoría crítica y postestructuralismo. Si bien pueden agregarse otras tradiciones en esa articulación, bajo estos dos nombres asumimos que la crítica tiene dos tareas, siguiendo algunos señalamientos de Wendy Brown.[25] Por un lado, la crítica debe asumir la herencia foucaultiana para pensar los modos contemporáneos del poder. Con ello, no solo remitimos al entramado foucaultiano entre disciplina, biopolítica y gubernamentalidad, sino a los modos en que se ha enriquecido por los diversos feminismos, los estudios de la subalternidad, el poscolonialismo, etc. Resulta ineludible pensar el poder en sus proteicas formas contemporáneas. Por otro lado, la crítica debe asumir la herencia marxista para pensar los modos contemporáneos del capital. Con ello, no remitimos exclusivamente a un estudio económico de las formas del capitalismo contemporáneo, sino a la producción cultural, simbólica o subjetiva del capital. Y aquí no solo son centrales los trabajos de la teoría crítica, sino aportes actuales como la “nueva crítica del valor” o el análisis del neoliberalismo a la italiana.[26] También, aunque todavía no suficientemente indagada, las vinculaciones y cruces entre el psicoanálisis y el marxismo para comprender las implicancias que adquiere la hegemonía del capital en la economía de las relaciones humanas, aquello que en estas persiste y/o se muestra susceptible de transformación. Poder y capital, por cierto, no suponen en ningún caso dos lugares estancos, sino simplemente una división que trazamos para inscribir una noción específica de crítica que retome estas dos herencias.
Exceder la crítica hacia sus desbordes en teoría política supone algo más. Este algo más nos interesa circunscribirlo con un significante específico: justicia.[27] Si bien este término tiene una tradición extensa en la teoría política occidental, que incluso se vincula al problema de la mejor forma de gobierno tal como la planteaban los clásicos, asumimos con ello la necesidad de no conducir la crítica solo contra una disposición de las relaciones de poder-capital, una forma de dominación, sino abrir la pregunta por un mundo más justo. Y decimos abrir porque asumimos la imposibilidad de determinar una respuesta unívoca al respecto. Y allí radica el carácter riesgoso y abierto de una apuesta que empuja a dirimir entre valores en juego. Para decirlo en otros términos, se trata de una exigencia de justicia que al mismo tiempo que asume su carácter indeterminado no renuncia a su búsqueda. Digámoslo del modo más breve posible, para nosotros-as el desafío de la teoría política contemporánea pasa por una crítica radical del dispositivo poder-capital que no deja de preguntarse por la justicia.
En segundo lugar, nos interesa insistir en tres elementos que constituyen uno de los núcleos de la teoría política que para nosotros merecen seguir siendo pensados. Estos tres elementos, para señalarlos brevemente, surgen de la articulación de las nociones de institución, sujeto y alteridad. Esto mismo lo podemos plantear del siguiente modo: la apuesta política en la que entendemos se juega el pensamiento político actual, situado, surge de repensar la articulación entre estas tres dimensiones. Incluso podemos señalar, más específicamente, que pensar los procesos políticos contemporáneos implica atender a la relación entre esa institución particular llamada Estado y un pensamiento político emancipatorio. Asumiendo los aspectos de una teoría política que concibe la crítica como tarea, entendemos que analizar las formas de la estatalidad en función de los procesos de subjetivación y sus relaciones con diversas alteridades otorga contornos específicos a nuestro proyecto de investigación.
A partir del lugar teórico desde el que trabajamos, el pensamiento político crítico se conjuga con los desafíos conceptuales más radicales de una época y con las transformaciones políticas acaecidas. Desde nuestras lecturas, mayo del 68 implicó un quiebre en ambos sentidos, redefiniendo algunos de los supuestos del pensamiento de izquierda que llegan hasta la actualidad. Ahora bien, si encontramos allí una radicalidad teórica que todavía tiene cosas para decir, existen dos aspectos que requieren una resignificación de esta herencia: la “dimensión institucional” –y el Estado como una de sus formas hegemónicas– en tanto aparece una y otra vez obturada, y un análisis mayor de las lógicas contemporáneas del capital. No queremos simplemente exaltar una figura del Estado frente al Capital, sino mostrar cuáles son los supuestos desde los que se articula su relación y cómo ciertas veces se parte de esquemas preestablecidos que terminan eliminando la misma posibilidad de pensar lo que sucede políticamente.
Esto nos permite indicar que, de un lado, interesa pensar la relación entre institución y sujeto en la articulación entre formas de estatalidad y lógicas del capital en relación con procesos de subjetivación. De este modo, se trata se seguir pensando la relación entre capitalismo y Estado, des- de un pensamiento que asume el vínculo inescindible entre institucionalidad (y aún más, legalidad) y subjetividad, esto es, que no presuponga en su misma definición un lugar del sujeto sin ley. He aquí nuestra distancia con ciertos planteos autonomistas, puesto que nos interesa pensar los múltiples modos en que la dimensión institucional (el Estado en particular) en su constitución de subjetividades inaugura o cierra posibilidades. De otro lado, quizá el núcleo más problemático a pensar es cierto autismo inmunitario respecto de múltiples alteridades, y sabemos que la relación nosotros-ellos no es una más en la tradición del pensamiento político. Lo que nos interesa pensar son las múltiples alteridades, políticas y disciplinares, que una y otra vez son abordadas desde este esquema del autismo inmunitario. Frente a ello no creemos que se trate de postular una relación de armonía con la alteridad, pues asumimos que hay una dimensión violenta irreductible en el vínculo con el otro. Se trata de pensar formas institucionales que sean posibilitantes o imposibilitantes en la relación nosotros-ellos.
Un pensamiento que asume radicalmente que la política moderna se asienta sobre una noción específica de deseo, imbricada a su vez en formas de pensar el cuerpo. No hay capitalismo, no hay Estado, sin asumir un modo específico del deseo. Frente a ello, pensar cómo esa misma noción de deseo se supone ilimitada pero para pensar instituciones que lo acoten, la coaccionen, esto es, que la forma política moderna del deseo requiere al mismo tiempo la afirmación de su ilimitación y por ello su limitación. Por esto mismo, no nos referimos a un anarquismo del deseo (evitando por ello un pensamiento de la ley solo como instancia represiva), sino al desafío de pensar formas institucionales que asuman lo infinito en acto. Un pensamiento de izquierda que asuma la imposibilidad de un lugar exterior o autónomo respecto de la institucionalidad (un afuera de la ley), sea la que fuera. En este sentido, una de las paradojas del pensamiento político contemporáneo surge de complejizar la tematización del poder, al mismo tiempo que busca fijar el sentido de la emancipación en su exterior o mediante su ruptura. La imposibilidad de un sujeto por fuera de la institución de una ley no es solo una de las improntas específicas del psicoanálisis lacaniano, sino un modo específico de pensar el estatuto performativo del lugar institucional. Por esto mismo, entendemos que el desafío pasa por analizar la relación entre institucionalidad y sujeto en su multidimensionalidad, en su atravesamiento.[28] Lo que supone dislocar las metáforas espaciales –dentro y fuera, desde arriba y desde abajo– que terminan obliterando la complejidad de los procesos políticos.
Es en este sentido que entendemos, primero, que la dimensión institucional, y específicamente el Estado, no debe pensarse como una totalidad estable, reificada, a la que se enfrenta una subjetividad liberada de cualquier coacción. Por el contrario, la subjetividad está íntimamente ligada a la productividad interpelante de las instituciones. Segundo, cada institución debe ser pensada en su multivocidad, atravesada por una serie de fuerzas, donde el riesgo siempre es reducir esa complejidad tras una figura unitaria[29]. En este sentido, el Estado como institución es la figura paradigmática de una reducción como totalidad con un sentido unívoco en sus políticas, sin atender a las diversas dimensiones que lo componen, lo que genera en muchos casos políticas contradictorias entre sí. Si romper con un sujeto externo a la institucionalidad supone cuestionar la dimensión estrictamente restrictiva de las instituciones y su carácter de totalidad unívoca, se abre hacia una teoría que piense ya no en términos de libertad opuesta a poder, sino en cómo hacer de un entramado institucional algo más justo en la inmanencia del poder.
Esto lleva hacia lo que muchos tematizan como el exterior de la teoría crítica, es decir, una teoría política normativa. Para nosotros-as, por el contrario, se trata de pensar cómo decir algo sobre la justicia sin apelar a un criterio trascendente ni a una definición de sujeto que lleve hacia la mensurabilidad de la distribución o redistribución de bienes. Es allí donde se introduce todo el problema de la alteridad, o mejor, de las alteridades, siempre en plural (el primer problema es usar el término en singular, hipostasiando la figura del otro en una sola alteridad). Alteridades que plantean el problema político en toda su radicalidad, es decir, cómo tramar un vínculo más justo con los otros. Alteridades pensadas en distintas dimensiones: son esos otros de cada sujeto o nosotros-as (ese resto que imposibilita reunificarse como entidad autoconstituida), son esos otros humanos instituidos hegemónicamente como diferentes y desiguales (en términos nacionales, étnico-culturales, sexuales, regionales, generacionales, etc.) y son esos otros no-humanos que habitan el mundo. Desde nuestra perspectiva, la apuesta pasa por una pregunta por la justicia donde la alteridad es el nombre de aquello no mensurable (y que por ende excede cualquier definición de justicia distributiva), pero que no conduce a otro inefable. Cada otro, cada vez, supone articulaciones infinitas, o si se quiere, contra cualquier supuesto de relación inmediata, las alteridades se configuran en mediaciones inacabadas.
A fin de cuentas, nuestro desafío es cómo pensar el anudamiento de institución, sujeto y alteridad en las dos dimensiones indicadas: como resultado de una articulación específica de relaciones de poder-capital, pero también como el lugar de exceso de una justicia siempre inacabada, pero por ello mismo, necesaria y urgente.
[1] Integrantes del “Programa de Estudios en Teoría Política” del Centro Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad. CONICET y UNC.
[2] La pregunta por la delimitación de un nosotros, si bien puede llevar a una extensa genealogía, en nuestro caso, la ubicamos en ciertos debates contemporáneos. Específicamente, en la discusión en torno al “humanismo” tal como surge en la filosofía continental de Heidegger a Sloterdijk. Asumimos que el desafío es tramar un modo de trabajo colectivo no solo sin definir de modo esencial la comunidad, o fundarla, sino una práctica efectiva de la contingencia con esas múltiples alteridades que nos atraviesan. La contingencia, entonces, no es un punto de partida, la “ausencia de fundamentos”, sino una práctica.
[3] Tal como lo concebimos, existe una falsa oposición entre repetición y novedad. Si bien cierto esquema hegemónico de la Universidad se construye desde la circularidad reiterativa que supone un ideal de transparencia (el docente que desaparece al exponer de modo literal las ideas de un gran pensador, el alumno que desaparece en el examen al desarrollar esas ideas, etc.), asumimos que si por pensamiento se entiende el abismarse a indagar aquello para lo que no tenemos categorías o conceptos prefijados, esto resulta imposible sin una lenta, rigurosa, conversación con la tradición. Asumiendo, a su vez, que eso llamado “tradición” en última instancia no existe, es decir que una tradición es una reinvención del legado a través de la operación de lectura y escritura. Esto no significa una especie de creación ex nihilo, sino un cuestionamiento de la idea de tradición como algo dado o autoevidente.
[4] Cuando utilizamos la expresión “esquema de la representación” nos referimos a la interpretación específica que realiza M. Heidegger de la modernidad en algunos de sus textos. M. Foucault complejiza el panorama en Las palabras y las cosas. Vale destacar dos cosas: por un lado, que el problema de la representación ha concitado arduos debates en la filosofía continental, no solo como forma de comprender la modernidad, sino por sus implicancias como modo de pensar. J. Derrida y G. Deleuze pueden servir como indicio de dos modos de pensar al respecto. Por otro lado, el problema de la representación adquiere un estatuto específico dentro del pensamiento político, donde se puede indicar no solo su relevancia para pensar la modernidad política, sino inscribir allí una discusión central en la actualidad política entre “autonomía” y “articulación” en E. Laclau y T. Negri.
[5] Esto mismo ha sido definido de varios modos: S. Wolin habla de “sublimación” de la política, W. Brown de una “diseminación”, I. M. Young de una “politización de lo social”. En cualquier caso, el diagnóstico recurrente es que la política deja de estar ubicada en un campo específico para comenzar a calificar una serie de dimensiones antes excluidas, desde las relaciones laborales a las relaciones sexuales. Cf. S. Wolin, Política y perspectiva, Buenos Aires, Amorrortu, 2001; W. Brown, “At the edge”, Political Theory, vol. 30, N° 4, agosto 2002; I. M. Young, “Teoría política, una visión general”, en R. Goodin y H. D Ciencia Política, Madrid, Istmo, 2001.
[6] E. Bis Buenos Aires, Imago Mundi, 2011.
[7] Estos dos indicios si bien coinciden en la recuperación de la ontología para la política, no establecen del mismo modo el vínculo. Strathausen, aun atendiendo a la diversidad de los textos del libro, busca pensar el vínculo entre ontología e izquierda, señalando tres aspectos que fijan esta relación: el horizonte antifundacional de la ontología, la inscripción en el “giro espacial” y la afirmación de un pensamiento encarnado. Por su parte, Marchart establece que existe un vínculo ineludible entre ontología y política, pues si se asume el debilitamiento de los fundamentos, solo lo político puede intervenir como suplemento del fundamento ausente. Cf. C. Strathausen (comp.), A leftist ontology, University of Minnesota Press, Minneapolis, 2009 y O. Marchart, Post-foundational Political Thought, Edinburgh University Press, 2007.
[8] Cf. J. Butler, “Fundamentos contingentes: cuestión del ‘postmodernismo’”, La ventana, N° 31, 2001.
[9] B. Bosteels es uno de los autores contemporáneos que cuestiona en duros términos el giro ontológico en dos aspectos. Por una parte, indica que se trata de una izquierda especulativa al hacer desaparecer los acontecimientos políticos y sus marcas históricas por operadores teóricos. Asimismo si las ontologías posfundacionales deconstruyen la ontología como una doctrina general que funda un modo de actuar, solo puede afirmar un impasse entre ontología y acción, por lo que ningún modo de acción específico puede “derivarse” de una posición ontológica (en tal caso se reconstituiría la ontología como “fundamento” de la acción). Por otra parte, y aún más problemático, si las ontologías posfundacionales indican que todo fundamento es evanescente, que no existen ni esencias ni sustancias últimas, es lo mismo que Marx señalaba del capitalismo donde todo lo sólido se desvanece en el aire. Por ello se pregunta si la ontología no es la ideología del capitalismo tardío. Una crítica cercana realiza J. Dean en su libro The horizon communist. Cf. B. Bosteels, The actuality of communism, Verso, London-New York, 2011, y J. Dean, The horizon communist, Verso, London-New York, 2012. Desde nuestra perspectiva, atender a la ontología como una figura de pensamiento y no como una afirmación sobre el mundo permite sortear ambas objeciones.
[10] En este sentido, G. Agamben presenta el cierre de su saga Homo sacer con la apuesta por una “ontología modal” donde la teoría toca lo real. En ella, ya no se trata de una representación ni de una mediación, sino de un contacto que, en la senda abierta por Giorgio Colli, supondrá para Agamben solo un “vacío de representación” entre teoría y realidad. Ese contacto, irrepresentable para el italiano, que será el modo (ya no la diferencia, como en el primer Heidegger), hará pasar la pregunta del pensamiento del “qué” al “cómo”, pasando así de un pensamiento “sustancial” a uno “adverbial”. Cf. G. Agamben, L’uso dei corpi, Neri Pozza, 2014.
[11] El acento puesto en la interpelación de la alteridad retoma diversas tradiciones. Ante todo, el pensamiento de E. Levinas resulta para nosotros central para mostrar cómo una pregunta que abre una dimensión ontológica supone una interpelación del sujeto en su relación con la alteridad. Luego, una línea que va de G. Bataille a J. Lacan parte de la precariedad constitutiva del sujeto. Bataille indica que no es el sujeto en su plenitud lo que permite la puesta en cuestión, es antes bien el desgarramiento del sujeto y la posibilidad de asumir su pérdida constitutiva lo que lo expone a la comunicación, a su puesta en cuestión como ser autosuficiente. Lacan por su parte subraya la emergencia precaria del sujeto insistiendo en el vacío o falta que, perturbando su unidad, denuncia un espacio relacional no sin Otro, y por ello no exento de politicidad. Por último, J. Butler, puesto que desde su perspectiva, no solo se trata de entender las implicancias de una interpelación constitutiva, sino también los modos habilitados para dar una respuesta, en tanto las restricciones de una palabra que se toma también son las condiciones de posibilidad para devolverla como un acto performativo, incluso que disiente.
[12] Cuando utilizamos la expresión “problematización” como declinación específica de la forma-pregunta, retomamos cierto modo de indagar sobre la política foucaultiana. Cf. M. Foucault, “Polémica, política y problematizaciones”, en Estética, ética y hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1999 y M. Foucault, “El cuidado de la verdad”, en Estética, ética y hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1999. Asimismo, Althusser habla de constituir una “problemática teórica” a partir de formular preguntas cuyas respuestas han sido dadas desde saberes previos sin saberlo, porque se inscribían en otra problemática. Cf. L. Althusser et al., Lire le Capital, París, Maspero, 1965.
[13] Para nosotros-as no se trata de politizar la teoría, sino del modo en que la misma práctica teórica politiza nuevos mundos. Lo que conlleva una paradoja: la politización es siempre correlativa de una despolitización, pero por esto mismo la politización es una tarea infinita e inestable. Infinita porque siempre es posible politizar nuevos mundos, inestable porque cada vez politizar supone una reinvención de aquello que se entiende por política. Cf. A. Cavarero, “Politicizing Theory”, Political Theory, vol. 30 N° 4, agosto 2002.
[14] R. Barthes, “Lección inaugural” en El placer del texto y Lección inaugural, México, Siglo XXI, 1998.
[15] Cf. S.Wolin, La teoría política como vocación, en Foro Interno, N° 11, 2011.
[16] La existencia de múltiples métodos es algo que destacan diversos estudios sobre la teoría política contemporánea. D. Leopold y M. Stears en un libro reciente destacan, primero, que existe todavía una ausencia de un trabajo profundo sobre los diversos métodos en teoría política y, segundo, que existen una diversidad de métodos actualmente. Cf. D. Leopold y M. Stears, Political Theory. Methods and Approaches, Oxford, Oxford University Press, 2008. El Handbook of Political Theory editado por G. F. Gaus y C Kukathas comienza con artículos que diferencian entre un análisis de las ideologías, quienes recurren a la historia conceptual, una perspectiva straussiana, una posición posmoderna y aquella de una teoría política positiva. Cf. G. F. Gaus y C Kukathas, Handbook of Political Theory, London, Sage, 2004. O un libro como el de A. Vincent, The Nature of Political Theory, diferencia entre teoría política normativa, teoría política institucional, teoría política histórica, teoría política empírica y teoría política ideológica. Cf. A. Vincent, The Nature of Political Theory, Oxford, Oxford University Press, 2007. The Oxford Handbook of Political Theory comienza destacando, a su vez, no solo que si algo caracteriza a la teoría política contemporánea es el pluralismo sino precisamente que no existe una metodología o perspectiva dominante, lo que lleva, indican los compiladores, a un vacío en el corazón de su identidad. Cf. J. Dryzek, B. Honnig y A. Phillips, The Oxford Handbook of Political Theory, Oxford, Oxford University Press, 2006. Asimismo: el apartado “Questions of method” de T. Christiano and J. Christ Political Philosophy, Oxford, Blackwell, 2009.
[17] En este aspecto, nos sentimos deudores del psicoanálisis lacaniano y su atención a cómo los modos de decir y escribir se vinculan con una concepción singular del sujeto, estableciendo diferencias entre el sujeto del enunciado y sujeto de la enunciación.
[18] Cuando usamos la expresión “cualquiera” retomamos algunos aportes centrales de G. Agamben. Cf. G. Agamben, La comunidad que viene, Valencia, Pre-Textos.
[19] G. Agamben, Signatura rerum, Barcelona, Anagrama, 2010.
[20] Cf. M. Freeden, “Thinking politically and thinking about politics: language, interpretation, and ideology”, en D. Leopold y M. Stears, Political Theory. Methods and Approaches, Oxford, Oxford University Press, 2008, p. 197. La diferenciación entre teoría política y filosofía política no la asumimos aquí, aun así, nos resulta interesante la distinción de M. Freeden.
[21] Tema de un texto central de M. Abensour, “Para una filosofía política crítica”, en AA.VV., Voces de la filosofía francesa contemporánea, Buenos Aires, Colihue, 2005. También E. Tassin, “La philosophie politique critique d’expression française:
un aperçu. Principios. Revista de filosofía, Julho/Dezembro de 2012, p. 86.
[22] R. Koselleck, Crítica y crisis del mundo burgués, Madrid, Rialp, 1965.
[23] Si señalábamos que el formato “paper” constituía uno de los lugares a cuestionar por parte de una escritura que dé lugar a un pensamiento político, uno de los desafíos a los que se enfrenta la crítica es la profesionalización de la teoría política. Algunos, como J. Leca, indican que se trata de una especie de paradoja: “Esto puede ser debido a la oposición latente (no carente de cierta ironía) entre la tarea actual asignada a la filosofía política (presentar un cuadro general de las normas y los problemas de una época), que debería inducir a que se eleve por encima de las especializaciones estrechas, y su “profesionalización” confinada en los departamentos disciplinarios (política y gobierno, filosofía), presenta sus producciones bajo las normas que rigen el rendimiento académico (exceso de especialización, mejoras metodológicas, evolución hacia el progreso) que al mismo tiempo se espera criticar”, J. Leca, “Political philosophy in political science: sixty years on. Part II: current features of contemporary political philosophy”, International Political Science Review, 32(1), 2011, p. 99. Otros como W. Brown señalan que el desafío es una resistencia bajo el modo del “contrapunto” con las tendencias antipolíticas de la profesionalización. Cf. W. Brown, “At the edge”. Political Theory, Vol. 30, N° 4, August 2002.
[24] Es posible marcar diferencias entre modos de pensar esta redefinición de la crítica, entre autores en la estela de M. Foucault que apuestan por su resignificación y autores en la estela de J. Derrida que apuestan por su abandono hacia una deconstrucción. Asimismo, J. Tully, “Political Theory,”, Political Theory, Vol. 30, N° 4, August 2002, p. 534.
[25] Cf. W. Brown, “Atthe edge”, Political Theory, Vol. 30, N° 4, August 2002, p. 562.
[26] Con “Nueva crítica del valor” remitimos a autores como R. Kurz, J. M. Vincent, M. Postone o A. Jappe. Cuando nos referimos a la crítica al neoliberalismo a la italia, indudablemente pensamos en los trabajos de T. Negri, M. Lazzaratto, P. Virno.
[27] Nos parece un reduccionismo delimitar la política exclusivamente bajo el problema del poder. El poder, sus formas contemporáneas, es evidentemente uno de los problemas de la teoría política, pero no reduce su sentido. Como tampoco “política” puede remitir exclusivamente a libertad, a emancipación, a justicia.
[28] Resulta central, para nosotros-as, el modo en que el psicoanálisis lacaniano piensa la relación entre sujeto y ley. Cf. J. Lacan, “Kant con Sade”, en Escritos 2, México, Siglo XXI, 1984; A. Zupancic, Ética de lo real, Buenos Aires, Prometeo, 2012; así como la lectura crítica que J. But relación en Sujetos del deseo, Buenos Aires, Amorrortu, 2012.
[29] A. Finlayson y J. Valentine, Politics and post-structuralism, Edinburgh, EUP, 2005.
*Este texto forma parte del libro: Emmanuel Biset y Roque Farrán (comp.): Teoría Política. Perspectivas actuales en Argentina. Teseo, Buenos Aires: 2016.
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