Desde comienzo de abril de 2019 comenzó en San Martín el Juicio por la llamada “Causa Contraofensiva Montonera”. En ella se investigan los hechos de terrorismo de Estado y delitos de lesa humanidad cometidos contra más de 100 militantes entre los meses de agosto del año 1979 hasta septiembre del año 1980. Todas sus víctimas participaron en distintas modalidades de acciones de resistencia a la Dictadura.
Joaquín Frías logró re-construir el vínculo con su padre Federico Frías Alverga, a través de las cartas, fotos, postales, dibujos que él le enviaba, a través de amigxs que oficiaban de enlace. Joaquin dijo en el juicio: tendría unos 3 años y “Me las leía mi mamá como si fueran un libro de cuentos” y “De esa manera, yo sabía que tenía un papá que no estaba, no entendía bien por qué, pero estaba presente».
Joaquin Frías es el hijo de Federico, desaparecido en el marco de la llamada Contraofensiva. El Tribunal Oral Federal 4 de San Martín está llevando adelante el juicio donde se acusa a los Jefes de la Inteligencia del Ejército, mientras las víctimas, familiares, y los militantes dan testimonio del derecho a la resistencia contra la dictadura.
Joaquin es uno de ellos, y compartimos aquí la reconstrucción del vínculo con su padre a través de los recuerdos y la búsqueda incansable de justicia.
Compartimos la primera entrega de este Relato de Archivo “Transmisiones”
Joaquín Frías
Creo que tenía ocho años cuando supe que mi papá era un desaparecido. Aunque no recuerdo muy bien el momento en que me dijeron y ni idea cómo me sentí o qué alcancé a entender. Sabía que él me había mandado unas cartas con dibujos.
Sí recuerdo cuando mamá me leía esas cartas. Eso fue antes de saber, a finales del 79 o principios del 80, en la época que vivíamos con abuelos, tíos y primos, en una casa que se levantó en tres meses en lo que había sido una chacra, en las afueras de Neuquén.
«Una casa de emergencia», así la definió mi abuelo una vez que hablamos de aquellos días. Me acuerdo mucho de esa casa. Las paredes eran de ladrillo a la vista, unos ladrillos enormes que no volví a ver en ningún lado, mi abuelo les decía “ladrillones”.
Las paredes interiores, que se habían revocado con una técnica rápida, estaban llenas de grumos petrificados que por alguna razón me incomodaban. El piso de cerámicos naranja tenía manchas negras irregulares que parecía tinta recién chorreada.
En una de las esquinas del living había un hogar, pero no estaba cavado en la pared, era más bien un banco de fuego. Me habían dicho que muy abajo de la casa había petróleo y cuando las canillas de la cocina quedaban abiertas, imaginaba que en cualquier momento iba a empezar a brotar por ahí.
Enfrente vivía mi tío mayor con su familia. Había una pileta circular en el medio del jardín, un tanque australiano de ladrillones, y veredas de piedra volcánica anaranjada. De los árboles salían manzanas. Y más allá de las casas, altísimas alamedas rompevientos.
Casi no teníamos vecinos, en realidad había más terrenos baldíos que casas, pero siempre estuvimos a diez minutos del centro. Un entretenimiento era caminar hasta el casco de la chacra, un caserón de paredes rosadas. Nunca vimos a nadie; caballos fue la única forma de vida que conocimos.
Yo dormía en una habitación con mamá. Mi prima Lu también dormía con su mamá en otra habitación. Las lecturas eran a la hora de la siesta, en nuestra habitación, cuando todo estaba más que tranquilo. Tengo la idea de que yo le prestaba más atención a los dibujos que a lo que decían las cartas. La que me quedó más grabada es la que tiene un auto de Fórmula 1.
Después de leerlas, mamá las guardaba en un cajón del placard donde rodaban unas cuentas de cerámica: «Una fantasía», dijo cuando le pregunté qué eran. En ese cajón también rodaban unos frutos secos amarillos con semillas sonajeras que yo sabía que se los había dado una gitana.
Algo que entendí mucho después, es que cuando mamá leía las cartas papá no era un desaparecido. Y como no tengo ningún recuerdo de papá, también me di cuenta que el recuerdo de esas lecturas es lo que mejor puede pasar por un recuerdo suyo.
Me gusta tener alguna memoria de un tiempo que fluyó para los dos (no sé bien cómo explicar esta idea sin que suene medio patética (pensándolo bien hay que reconocer que lo es)).
La carta que escribió detrás de una foto suya vendría a ser la primera, casi todas están fechadas.
Qué puedo hacer para que entiendas por qué no estoy ahora con vos llevarte a la calesita, montarte a caballito o remontar un barrilete juntos.
Quisiera que fueses grande por un ratito para poder explicártelo, y que después vuelvas a ser chiquito.
Se que brotaría de tus labios una sonrisa compinche y que me harías con tus deditos la “ve” de la victoria.
Pero el tiempo pasa lentamente, más cuando queremos apurarlo y los chicos crecen de a poquito.
Mientras, como tantos otros, sigo escribiendo un libro, que es para vos y miles de pibes más.
Libro que cuando vos sepas leer las palabras de la vida vas a encontrar con muchos capítulos escritos.
Se que en ese momento vas a entender lo de la calesita, el caballito y el barrilete y tantas cosas más.
Va a brotar de tus labios esa misma sonrisa dulce que ahora imagino y vas a dibujar con tus dedos bien alto la “ve” de la victoria.Papá — Junio 1978
La carta más larga incluye el cuento de Daniel y el viejito, que le habla sobre un país muy lindo donde viven muchos nenes muy buenos que ahora están un poco tristes.
Había una vez un nene que se llamaba Daniel, que vivía en una casa muy linda, iba al colegio todos los días y cuando volvía jugaba con sus amiguitos en el barrio. Era un nene muy bueno que siempre le hacia caso a su mamita y a su papito.
Lo que más le gustaba era ir a un río que quedaba cerca de su casa. Era un río muy grande y tenía playas con arena muy blanca.
A él le gustaba ir porque se podía bañar en el agua cuando hacía calor, podía hacer castillos con la arena y juntar piedritas de todos los colores que encontraba en la orilla.
También le gustaba mucho quedarse sentado en la arena viendo como el sol iba cayendo a la tarde.
Un día que estaba en la playa pasó un viejito que sabía muchas cosas. El viejito y Daniel se pusieron a charlar, y como Daniel se dio cuenta que el viejito sabía de todo le preguntó qué había del otro lado del río, allá donde se iba el sol. Y el viejito le contó que había un país muy lindo, con mucho campo, playas y montañas.
También le contó que había muchos nenes muy buenos que ahora estaban un poco tristes. Entonces Daniel le preguntó por qué estaban tristes esos nenes en un país tan lindo. Y el viejito le contó que unos señores muy malos les habían quitado los juguetes, no los dejaban jugar mucho y lo peor que muchos no podían ir a la escuela y otros muchos tenían poca comida. Los padres de esos nenes también estaban muy tristes, porque un papá y una mamá que ve que su nene está triste le da mucha pena.
Entonces, como Daniel era muy bueno, le dijo al viejito que como su casa era grande, por qué no se venían todos esos nenes tristes a dormir y a vivir con él. Daniel tenía muchos juguetes y comida y él se los prestaba siempre a sus amiguitos. Y el viejito le dijo que no se podía porque eran muchos, muchos los nenes y que no iban a poder entrar en su casa.
Entonces Danielito, muy preocupado le preguntó al viejito, qué podíamos hacer para que esos nenes no estén tan tristes. Y el viejito le dijo: No te preocupés Danielito porque en ese país hay muchos señores y muchachas muy buenos que van a retar a esos señores malos y dentro de poco tiempo todos esos nenes ya no van a estar más tristes porque van a tener juguetes para jugar, van a comer todos los días, van a tener casitas lindas como la tuya y van a poder ir al colegio a estudiar.
Entonces Daniel se puso contento de nuevo y dijo: Ese país, cuando todos estén contentos de nuevo, va a ser más lindo todavía. Y también dijo: Me gustaría mucho ir y estar allá con mi papito y mi mamita. Y el viejito le dijo: Sí, va a ser muy lindo, yo también voy a ir.
Entonces Daniel volvió a su casita porque ya era de noche. Comió una rica comida y se fue a dormir. Esa noche tuvo unos sueños de lindos.
Después de saber que papá era un desaparecido creo que mamá no me leyó más las cartas. Cuando me las dio para que yo las tenga habían pasado algunos años, estoy seguro porque yo ya sabía leer. No sé si en ese momento las habré leído todas, no me acuerdo. Sí que leí con ella la que tiene dibujado un árbol de navidad.
Ahora tendrás regalos de Papá Noel y de los reyes también, pero no lo tenés a Papá.
Cuando pase el tiempo y ya no puedas creer en esas cosas, tan buenas y lindas como esas, vas a creer en otras.
Pero reales.
En ese momento, nos regalaremos muchas cosas.
Yo, todo lo que hice y hago, y te voy a pedir una sola.
Tu sonrisa, tu alegría.